El valle de los Asesinos
Montañas y restos de castillos legendarios en una ruta por Alamut, en Irán, tras los pasos de la intrépida escritora británica Freya Stark
La audaz viajera y prolífica escritora británica Freya Stark necesitó la recomendación y la intendencia del propietario del castillo de Alamut, doctor As’ad el Hukuma, para, en 1930, acceder al valle de Alamut, nombre de la principal de las 50 fortalezas que existieron en la zona hasta 1256, cuando fueron destruidas por los mongoles. Situado en las montañas Alborz, al norte de Irán, hoy basta con contactar con uno de los chóferes-guías de un hotel en Qazvín (a 150 kilómetros al oeste de Teherán) para adentrarse por este también llamado valle de los Hashashins. Su nombre proviene de la misteriosa secta religiosa de los nizaríes, dedicados durante tres siglos al asesinato de adversarios. Sus enemigos los apodaron hashashins (consumidores de hachís). De aquí vendría la palabra asesinos. De acuerdo con fuentes islámicas, asasiyun significa ser fieles a Asäs, el origen de la Fe.
Según Marco Polo, que pasó por aquí cuando, al igual que hoy, ya solo quedaban ruinas, Alamut poseía unos jardines secretos que imitaban al paraíso. Allí se enviaba a los futuros asesinos una vez drogados. Despertaban y se les dejaba unas horas gozar de los árboles frutales, animales exóticos y bellas vírgenes. Se les volvía a drogar y al despertar se les decía que volverían para siempre al paraíso si morían en su misión.
Según Marco Polo, que pasó por aquí cuando solo quedaban ruinas, Alamut poseía unos jardines secretos que imitaban al paraíso
Ebrahim, mi guía, con su bonhomía natural, no tiene, desde luego, nada en común con aquellos esbirros, como tampoco el joven Alí, silencioso en el asiento trasero, la razón de cuya compañía luego sabremos. El valle, extendido de este a oeste entre las grandes cadenas de montañas, sorprende desde lo alto de la primera de ellas por sus oasis de verdor, sus colores amarillos y rojos y las cumbres nevadas al fondo. Han sido casi dos horas de curvas, subidas y bajadas, áridos pedregales y formaciones rocosas, franqueadas con destreza por Ebrahim al volante de su veterano coche. Hileras de chopos acompañan el curso del río Shah-Rud junto a los campos de arroz, insólitos en esta altitud.
Nueva ascensión y parada. “Toca andar”. Y así lo hacemos. Quince minutos de sendero llano por la falda de la montaña y otros quince de ardua subida hasta Lambesar, encaramada sobre un pico. Decepción ante lo que resta —un trozo de muralla con el hueco de una puerta y la base de una torre— de la que fue la segunda fortaleza más importante del valle con sus ocho torreones. Se compensa por el panorama del valle y el privilegio de hollar estos paisajes tan bellos como solitarios. Recorremos las laderas del pico entre montones de piedras pobladas de lagartos, restos de otras murallas y algunos trozos pequeños de viejas cerámicas. Descendemos al fondo de uno de los ramales del valle mientras Ebrahim retorna a buscar el coche. Pícnic junto al arroyo, al lado de unas familias llegadas de Teherán que poco menos que nos obligan a compartir su kebab de cordero con tomates y guindillas, recién hecho a la brasa. Los hombres en un corro; las mujeres y niñas, en otro. Algunos nos despiden con un par de besos en las mejillas.
Atravesamos el arroyo saltando de piedra en piedra y, tras una hora de ascensión, reencontramos a Ebrahim. Una veintena de kilómetros y de nuevo pie a tierra para, por una pista pedregosa, a ratos cortada por los aludes, llegar en un par de horas a un altozano desde donde se nos presenta la estampa magnífica de nuestro destino para esta noche, el pequeño pueblo de Parachan. Casas de adobe sobre muretes de piedra y tejados de chapa, rodeado de chopos entre los que destaca el bulbo azulado de su mezquita. Un lugar remoto e ignorado.
Haremos noche en la casa de los padres de Alí, invitación a cambio de haberlo traído. La madre está en el hospital de Qazvín, el padre quedó solo y la mujer de Alí vino a cuidarlo. Cena de los cuatro hombres sentados en el suelo y a dormir sobre una delgada colchoneta sobre el suelo alfombrado.
Paisajes lunares
Al alba, Ebrahim y yo estamos de nuevo en camino. El aire es seco y el sol calienta despacio. Nos cruzamos con rebaños de ovejas de color marrón y cabras negras de los nómadas Shahsavan, que descienden de los pastos de altura. Ya en coche, encontramos el pequeño lago Evan. Desvío hacia Andej para contemplar, uno tras otro, los tres imponentes cañones de rocas rojizas, paisajes lunares, y gentes y pueblos anclados en época bien pretérita. Llegamos a nuestro destino del día: Alamut. Situada en un escarpado risco a 1.800 metros de altitud, fue conquistada, a finales del siglo XI, por el fundador de los nizaríes, Hassan al Sabbah, el Viejo de la Montaña, título que llevaron a su muerte los jefes sucesivos de la secta.
Una escalinata de gruesas losas lleva hasta los restos de la fortaleza. Un techado de chapa las protege y desluce. El panorama es portentoso. Los hermanos Afshinfar, dueños del hotel en Garmarud donde pernoctamos, se desviven con sus huéspedes. El mayor es autor de un libro sobre el valle y está siempre presto a aconsejar. Conserva unas fotos del paso de Freya Stark. La noche siguiente, tras una ascensión al paso de 3.200 metros y unas horas de coche, estamos a orillas del Caspio.
Francisco Po Egea es autor de la novela Tras la estela de las montañas voladoras (Ediciones Atlantis).
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