Río de Janeiro y las musas
Rincones de la ciudad brasileña en los que cuatro célebres escritores encontraron refugio. De la playa de Copacabana a las colinas de Petrópolis
Trieste, París, Buenos Aires, Nueva York: a pocos se les ocurriría incluir Río de Janeiro en una lista de grandes capitales literarias. Por mucho que la dura realidad lleve la contraria, sigue compartiendo más bien mapamundi ideal con Jauja, Shangri-La y Xanadú: un lugar a medias imaginario, patria del sol eterno, la música y las alegrías de la carne, que se reinventa ahora por enésima vez como ciudad olímpica.
Y sin embargo esa imagen es reciente: fraguó en los años treinta, mientras edificaba Copacabana como anzuelo turístico cosmopolita y playero. Pero antes de la alegre samba, un invento reciente, sonaba allá el melancólico choro, que significa llanto y heredaba la saudade del fado portugués. Antes de ser una ciudad solar donde según el dramaturgo Nelson Rodrigues “las semanas eran de siete domingos”, había sido una metrópoli industrial y lluviosa, capital cultural de Brasil y casi de todo el continente.
Fue el Río ultraburgués y decimonónico de Machado de Assis, el inmenso novelista que retrató una ciudad casi desaparecida bajo la piqueta 100 años después. Algo de ella aletea aún por las villas decadentes de Santa Teresa, con su aire de Sintra tropical y el último tranvía de la ciudad; o en los pocos hoteles particulares de los antiguos barrios elegantes como Botafogo, donde pueden visitarse las casas-museo del compositor Heitor Villa-Lobos y de otro colega escritor, Rui Barbosa, con su jardín superviviente por milagro. Para dar con sus rastros por el centro ahora erizado de rascacielos conviene buscar la Confeitaria Colombo, una reliquia de espejos casi submarinos, arañas doradas y una panoplia de pasteles como versiones comestibles de los perifollos de escayola en los techos. Machado de Assis venció prejuicios racistas (era mulato) y presidió la Academia Brasileira das Letras, otro edificio que recuerda vagamente una tarta de las de la Colombo. Queda cerca del fastuoso e ingenuo Teatro Municipal. Rodeados de bloques inmensos y hordas de oficinistas, son recuerdo de una época en que las escalas y los tiempos eran más medidos y más lentos.
Stefan Zweig
A ese Río que se reinventaba como imposible París playero, bronceado y políglota, llegó Stefan Zweig en 1941 huyendo del nazismo. Agotado y envejecido tras un periplo de exilios por Londres, Bath y Nueva York. En sus cartas cuenta cómo la “hermosa mulata” de la oficina de inmigración del aeropuerto Santos Dumont fue la primera en estampar su pasaporte y anotar un seco “gris” bajo el rubro “color del cabello”, a pesar de sus protestas: él lo creía aún castaño. Sigue en pie el aeropuerto, que diseñaron en 1938 los hermanos arquitectos del estudio MMM Roberto, uno de los grandes renovadores de la arquitectura del Movimiento Moderno en América. En pleno centro, con sus pistas robadas a la bahía de Guanabara, su vestíbulo aireado y abierto a los jardines de Burle Marx, sigue siendo uno de los aeropuertos más hermosos del mundo, a la altura del paisaje visto por las ventanillas de quienes aterrizan en él y se imaginan viajeros de la época de Zweig, cuando también los viajes tenían escalas y tiempos distintos.
Tantas bellezas no lo consolaron. Alojado con todos los honores en el Copacabana Palace, desde allí escribió cartas desoladas: “Ya no consigo identificarme con el nombre y la foto de mi pasaporte: la suerte de ese personaje me es indiferente”. El hotel legendario sigue al pie de la playa, como símbolo de la época dorada de Copacabana. No cuesta imaginar a Zweig sentado en su terraza, espectador derrotado de las beldades geográficas y de carne y hueso que ofrece la ciudad a manos llenas, como una encarnación del Aschenbach de su gran rival, Thomas Mann, en Muerte en Venecia, presintiendo su muerte en la playa del Lido (así se llama, irónicamente, la placita junto al hotel).
Zweig buscó un último refugio en Petrópolis, la fresca ciudad imperial en la sierra cercana a Río: le pareció un “Salzburgo tropical” que remediaba su añoranza del Salzburgo real que había abandonado y la Europa de preguerra perdida para siempre. Se visita allá, desde hace poco, el modesto chalet donde acabó suicidándose en 1942 junto a su segunda esposa, Lotte. Las fotos de la pareja muerta y abrazada sobre sus camas gemelas de hierro dieron la vuelta al mundo, pero el museíto no conserva, en la habitación famosa, más que la mascarilla funeraria y la reproducción facsímil de su nota de suicidio. Resulta más consolador que la pesada losa de mármol negro que cubre los cuerpos de ambos en el cementerio local. Quizá la mejor imagen de sus últimos meses en Brasil se encuentre en realidad en las cartas y escritos de Gabriela Mistral, la poeta chilena que acabaría ganando el Nobel y como cónsul allá fue su íntima amiga: “Nada pudimos hacer por él más allá de quererlo mucho…”.
Rosa Chacel
Copacabana sigue siendo un barrio-mundo que mezcla esplendores pasados, las vistas soberbias del mar y el Pan de Azúcar de tantas postales, y los bloques de apartamentos mucho menos fastuosos unas manzanas más adentro. En uno de ellos, en plena avenida de Nuestra Señora de Copacabana, tuvo su casa durante más de 30 años Rosa Chacel, en uno de los exilios menos documentados (y más interesantes) de los escritores republicanos tras la Guerra Civil. Llegó a Río en 1940 y se quedó hasta su vuelta definitiva a España en los setenta, salvo algunas escapadas. Más de 30 años allá, en una ciudad que apenas la recuerda y en la que casi no dejó rastro. En marzo de 1967, escribe a una Ana María Moix adolescente: “Un triángulo de quince centímetros para cualquiera de los dos sexos, y para las damas, además, dos semiesferas de tela coloreada. Ésta es la indumentaria de Copacabana, mañana, tarde y noche. Y los chicos camisas de cincuenta colores, acompañadas de melenas y barbas a lo Alberto Durero. Yo paso por entre todo eso como un camarrupa (creo que se llaman así ciertos espíritus intrusos que aparecen de pronto en las sesiones de ocultismo)”.
La invisibilidad era recíproca. Si Río no la veía a ella, ella tampoco conseguía ver Río: “La tristeza y la disconformidad” de su exilio la habían cegado a la belleza de la ciudad. En 1957, en su piso de Copacabana, anota: “El verano en Río ha sido horroroso (…) agravado por la falta de dinero y la falta de amistades. Días y días sin ver a un ser humano. Aquí, en esta indefinible Copacabana… en el duodécimo piso, todo se ve tan bonito desde la terraza… Por la mañana el mar, pero es imposible bajar porque hay que hacer las cosas de la casa, porque no hay traje de baño decente… Por la noche, las luces de la avenida, las luces de la favela en el morro, pero no se puede ir a ningún sitio porque ¿cómo voy a ir sola?”. Esa mezcla de lo cutre, lo derrotado y los restos de un pasado imaginario se respira a fondo en islas de calma como el ajardinado Bairro Peixoto, que parece un pueblecito en pleno caos de Copacabana, y en el esplendor desconchado de los pasajes cubiertos y extravagancias art déco de los edificios Ophir, Guahy y otros tantos de la avenida Atlántica (incluido el aerodinámico Ypiranga, que fue casa y estudio de Oscar Niemeyer hasta su muerte): Copacabana se parece allá a una especie de Manhattan tropical que nunca fue.
Cuando Chacel quería huir de la claustrofobia de su exilio, se autoexiliaba haciendo excursiones a la isla de Paquetá, un barrio de Río en plena bahía de Guanabara. Cuenta las visitas en sus excelentes diarios, de los mejores del siglo en español, y pueden seguirse sus pasos fácilmente: basta buscar la decimonónica Estaçao das Barcas en pleno centro, que sigue como el aeropuerto ofreciendo una imagen de llegada a la ciudad parecida a la de hace mucho, y abordar alguna de las barcazas de la misma época que llevan a la isla. Venida a menos, fue retiro favorito de los cariocas desde el siglo XVIII, y a Chacel le gustaba porque no estaba asfaltada ni tenía coches (así ha seguido) y era ideal para escribir en paz. En el agua mansa y limpia de la bahía podía nadar a gusto (sigue mansa, pero la limpieza pasó a la historia). La isla, salvo los domingos, conserva su aire soñoliento y parece recordar mejores tiempos en los jardines de las chácaras supervivientes, los parques desmadrados y el famoso Cementerio de Pájaros, que fascinaba a Chacel, un pequeño delirio de rocalla modernista donde isleños y cariocas siguen enterrando a sus aves favoritas difuntas.
Elizabeth Bishop
¿Se cruzaría por las calles de la “indefinible Copacabana” con la poeta norteamericana Elizabeth Bishop? Fueron vecinas pero no se conocieron, y en realidad vivieron en mundos lejanísimos, aunque a pocas manzanas. Bishop, poeta desarraigada y errante, había llegado a Río en 1951 para 15 días y acabó quedándose 15 años. Su relación tormentosa y apasionada con la arquitecta Lota Macedo Soares, una mujer culta y de carácter, heredera de una de las mejores familias del Río de entonces, le abrió las puertas de la bohemia dorada carioca. Y las de su ático en el entonces muy exclusivo barrio de Leme: “Aquí estoy rodeada de Calders, Copacabana, cariocas, café, etcétera. Y por supuesto un medicamento contra la colitis que también empieza por C. Río es un desastre… Ciudad de México y Miami combinadas sería lo más parecido que se me ocurre; y hombres en traje de baño pateando balones por todos lados. Es enervante, completamente laxa (a pesar del café espléndido), corrupta…”.
En la playa de Leme sigue su edificio, el Mandori, cerca de un restaurante mítico de entonces, La Fiorentina, donde merece la pena cenar por ver sus fotos enmarcadas con el panteón completo de la bohemia carioca de los años cincuenta y sesenta, sus manteles dedicados y sus camareros almidonados de chaquetillas tiesas que parecen llevar ahí plantados desde que abrió el restaurante (y desde la fundación de Río). Leme se aferra a su buen tono discreto y decadente, con edificios fantasiosos de art déco playero como el Copaleme y el Marajoara. Una colega eminente (y amiga distante) de Bishop, Clarice Lispector, vivió los últimos años de su vida muy cerca, en la calle Gustavo Sampaio 88: “Esto no es una mujer, es una pantera”, parece ser que dijo la propia Chacel cuando la visitó en esta casa. Allá sufrió el incendio que desfiguró su bellísimo rostro cuando se quedó dormida con un cigarrillo en los dedos, y la recuerda una de las pocas placas de una ciudad tacaña en conmemoraciones literarias, con una frase oracular propia de su rostro de esfinge: “La palabra es mi cuarta dimensión”.
Lota, la amante de Bishop, diseñó el inmenso Aterro do Flamengo en pleno centro, uno de los mejores parques urbanos de la arquitectura de posguerra, ajardinado por el ubicuo Burle Marx: gana mucho si se recorre con calma, a pie o en bici, los domingos, cuando se cierra al tráfico la autopista que esconde y amortigua. Su trabajo obsesivo en él provocó los celos de Bishop y avivó su amor-odio por Río: “No es la ciudad más hermosa del mundo: solo es el lugar más hermoso del mundo para una ciudad”. En realidad, como Zweig, Bishop amó sobre todo la sierra de Petrópolis, en cuya aldea de Samambaia compartió con Lota una casa mítica de la arquitectura moderna, proyectada por el arquitecto Sérgio Bernardes. Sirve de marco y casi personaje principal de su ciclo de poemas brasileños, pero no se visita. Por suerte cualquiera puede pernoctar en la cercana Fazenda Samambaia, un albergue barato y lleno de sabor en la antigua mansión colonial que perteneció a la familia de Lota.
Manuel Puig
Guía
Información
» Iberia (www.iberia.com) y Lan (www.lan.com) ofrecen vuelos directos a Río de Janeiro. Ida y vuelta desde Madrid a partir de unos 680 euros.
» Turismo de Río de Janeiro (visit.rio).
» Web de los Juegos Olímpicos de Río 2016 (www.rio2016.com/es), que se celebran del 5 al 21 de agosto.
Ese ambiente desvanecido y legendario de bossa nova y sofisticación sin esfuerzo fue quizá el que atrajo, ya en 1980, a Manuel Puig a Río. Como Zweig, como Bishop y Chacel, recalaba en la ciudad tras toda una vida errante por Italia, Londres y Nueva York, huyendo de su amada-odiada Argentina. El beso de la mujer araña y sus otras novelas le habían vuelto rico y famoso, y durante 10 años encontró en Río un paraíso “tropical, pero lo justo” en el que poner casa. Lo hizo en el Alto Leblon, un barrio lleno de sabor de época, ajardinado y elegante, en el 57 de la calle Aperana. Puig situó en estas calles a las ancianas protagonistas de Cae la noche tropical, su última (y para mí la mejor) novela, e instaló en su piso el famoso cinito secreto donde proyectaba en vídeo, para unos pocos íntimos, las películas del Hollywood dorado de su fabulosa colección. Su edificio remata una calle sombreada junto a un talud de lajas de granito: hay amendoeiras de mar, mangos, mimosas y flamboyanes.
Se oyen pájaros y monos entre las ramas, pero no el tráfico. Los árboles antiguos de estas pocas calles están bien cuidados, con sus orquídeas y sus bromelias prendidas a los troncos por generaciones de jardineros y vecinos. Quedan rastros del gusto burgués de entonces, azulejos y gresites de colores pastel, barandillas y balcones de forja historiada que recuerdan la época dorada del barrio en los cincuenta. Hay ancianas paseando perros o paseadas por doncellas pacientes, y un ejército de porteros y guardianes y conserjes que hacen corrillos o charlan de acera a acera, sentados a la fresca, llevando recados, saludando a vecinos de toda la vida, sabiendo sus secretos y sus chismes. No tiene vistas el apartamento que debió de ser el suyo, pero sí calma y silencio y sombra, que son más valiosos aún en Río, una ciudad que derrocha paisaje pero escatima la tranquilidad para apreciarlo. Queda lejos de las postales clásicas que cualquier persona del planeta reconocería a la primera. Y sin embargo, pienso, son los sitios de este estilo los que resultan más profundamente cariocas, los que dan la medida de la ciudad y ofrecen de golpe todo su sabor.
Javier Montes publicará en mayo su libro Varados en Río (Anagrama).
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