Los vacíos de Berlín
Frente al recuerdo de la antigua República Democrática Alemana y las cicatrices del muro, la capital alemana despliega una vitalidad apabullante
El invierno se alarga en Berlín. Una tormenta de frío siberiano puede sorprendernos en pleno marzo. Para mí que retorno, después de mucho, a esta ciudad donde viví un año, el frío y la nieve me parecen los acompañantes ideales para impregnarse mejor del espíritu de Berlín. Una urbe marcada indeleblemente por su trágico pasado. La Segunda Guerra Mundial, la peor que el mundo haya conocido, se decidió aquí mismo. Dos dictaduras implacables —la nazi y la comunista— fueron su causa y consecuencia.
Las cicatrices de esa historia atraviesan el rostro de Berlín hasta hoy. Una ciudad en perpetua reconstrucción. La avenida Unter den Linden, la vieja vía de las glorias prusianas, reconstruida parcialmente bajo el régimen comunista, sigue en obras después de casi 30 años de caído el muro que la cegaba. Al final de la avenida, junto a la gigantesca catedral, se planea ahora la reconstrucción del Palacio Real. Éste fue dañado por los bombardeos, luego arrasado para que los comunistas edificaran en su lugar un horrendo Palacio del Pueblo que tuvo que ser demolido por insalubre.
Esas grandes obras en curso son solo una muestra. Cuando vivía aquí, en el año 2000, era lo mismo. Aunque alguna vez acabe esta eterna reconstrucción, creo que Berlín seguirá siendo una ciudad profundamente marcada por las tragedias de su historia. Muchas de las huellas serán tapadas o borradas. Pero hay otros huecos que no podrán ser llenados.
Quienes vienen por primera vez a Berlín se llevan una curiosa impresión de desahogo. No hay atascos, ni aglomeraciones, ni multitudes. Es una de las pocas grandes ciudades europeas donde parece sobrar el espacio. Los visitantes suelen atribuir esa sensación de desahogo a los enormes terrenos libres. Esos huecos que los terribles bombardeos y luego la demolición del muro de Berlín dejaron en la ciudad. Mejor razón puede ser otra, menos conocida y más escalofriante. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Berlín llegó a tener seis millones de habitantes. Setenta años después, apenas sobrepasa la mitad de esa cifra.
Ese desahogo tan agradable que ahora sentimos es producto del hueco que dejaron quienes se fueron. El espacio libre que disfrutamos lo desalojaron millones de personas. Seres humanos masacrados por las bombas, asesinados por su raza o ideología, huidos del paraíso comunista o escapados de la isla sin perspectivas económicas que fue Berlín occidental.
Arte expuesto al ridículo
Asisto a una exposición en el Ephraim-Palais, una gran casa que sobrevivió a la destrucción en la parte oriental de la ciudad. Se exhibe una colección de pinturas y grabados modernistas que fueron considerados como “arte degenerado” por los nazis. La exposición reproduce aquellas que los propios nazis organizaron para denunciar este arte y exponerlo al ridículo. Estas obras lograron sobrevivir ya que fueron escondidas o subastadas en el exterior para conseguir dinero. Pero constituyen una ínfima cantidad en proporción a los miles de obras que los nazis quemaron. Las etiquetas bajo los cuadros y grabados dan las fechas de nacimiento y muerte de los artistas. Muchos de ellos caídos en el frente o asesinados en campos de concentración.
En esa exposición, una vez más, lo que en realidad impresiona es todo lo que falta. El hueco que dejaron las obras y sus creadores desaparecidos.
Lo dicho no significa que Berlín sea una ciudad atrapada por su pasado, estancada. Al contrario, es una de las capitales más vibrantes de Europa. Jóvenes de todas partes del mundo vienen a vivir a ella. Y, a pesar de las dificultades del idioma y de las altas exigencias, deciden quedarse atraídos por el dinamismo de la economía y la vida cultural. Ya que la tasa de natalidad alemana es muy baja, serán inmigrantes como ellos los que, a la larga, llenarán el forado enorme que la desgraciada historia del siglo XX dejó.
Sin embargo, algo de esas enormes ausencias que sobrevuelan Berlín siempre quedará en su aire. En el museo dedicado a la vida en la extinta República Democrática Alemana (DDR Museum), cientos de jóvenes aprenden lo que fue la existencia cotidiana bajo una dictadura comunista. Los visitantes se asoman al pasado y lo reviven con una mezcla de angustia y curiosidad.
De esa mixtura de historia intensamente presente y futuro sin olvido está hecho Berlín. El espacio libre que dejaron los que se fueron no solo alberga a los que llegan, también los moldea.
Carlos Franz, novelista chileno, es autor de Almuerzo de vampiros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.