El aura amable de Toronto
Civilizada y multicultural. De los parques al barrio chino o las cercanas cataratas del Niágara, gratas sorpresas canadienses
A Toronto llegué de noche y, tras pasar por el hotel, situado en el distrito financiero, salí a la calle a tomar algo. Quizá influido por el largo viaje y la falta de sueño, creí haber llegado a una ciudad devastada por alguna catástrofe. Entre vallas y luces de emergencia, la altísima torre CN, símbolo de la ciudad, parecía una torre de vigía de ciencia-ficción. No sabía por dónde caminar, así que regresé al hotel. Ya de día, comprendí lo que ocurría. Cerca del hotel donde me alojaba se está rematando el Harbourfront Centre, un ambicioso proyecto para incorporar una zona de la orilla del lago Ontario a la ciudad con edificios dedicados al ocio y a la cultura. El faro económico de Canadá está viviendo un boom que la coloca a la cabeza de las ciudades norteamericanas en el capítulo de la construcción. Hay grúas y esqueletos de nuevos rascacielos por doquier y su paisaje —poco agresivo y predominantemente horizontal— está cambiando rápidamente.
De todos modos, Toronto —capital del Estado de Ontario, cuna de grandes escritores como Alice Munro y Robertson Davies—, es una ciudad asidua en las listas de lugares del mundo más sanos y agradables para vivir. Si procuramos no ir en invierno, cuando los residentes se resguardan del frío en la extensa ciudad subterránea, disfrutarla resulta una tarea fácil. Uno de sus reclamos es la multiculturalidad: la mitad de sus habitantes ha nacido lejos de Canadá, y hay numerosos barrios de comunidades de orígenes diversos donde pasear y comer supone un pequeño viaje dentro del viaje. Por ejemplo, la arbolada y ancha avenida Spadina, entre Queen St. West y College St., es el corazón del barrio chino. Curiosear en sus colmados, entre las cajas rebosantes de productos extraños, de frutas, verduras, raíces y comestibles deshidratados, es una experiencia. Olerlos da una pista, pero uno se lleva sorpresas.
Al noroeste está el barrio coreano, y más abajo, Little Italy. Allí hay restaurantes razonablemente italianos —como Vivoli—, y también una librería de segunda mano, Balfour Books, donde maravillarse de las ediciones tan cuidadas y elegantes que se hacen al otro lado de nuestro océano. Si sigues caminando, cruzas una frontera invisible y de pronto oyes portugués y te encuentras frente a un escaparate con repostería de nuestros vecinos.
Si tomamos, en lugar de un barrio, un tramo de una calle, comprenderemos la pujanza de esta ciudad. En Queen St. West hay algunas tiendas de ropa de marca convencionales —Fred Perry, Marni—, pero la mayoría son locales, con sabor. Hay galerías de arte y restaurantes variados como The Goodman, donde sirven buenos cócteles. Hay coloridos grafitis que alegran las medianeras de las casas de ladrillo. Hay tranvías rojos y blancos. Hay dos hoteles boutique, The Gladstone y The Drake, que atraen a los hipsters. Está Currys, una inmensa nave de productos para artistas que hará las delicias de los amantes de los pantones. Se puede hacer pícnic en Trinity Bellwoods, un parque de buen tamaño. Hay un centro de teatro y se podría visitar el Museo de Arte Moderno si no estuviera cerrado por reforma. Hay un pub, The Bristol, de madera negra y muy inglés, y otro, The Bear, en el que se reúnen grupos de amigos a beber pintas de cerveza y ver por televisión los partidos. Hay tiendas para hacerse las uñas y un salón de tatuaje. Hay gente que viste de negro, trabajadores, pantalones de pitillo realmente estrechos, mendigos, asiáticos muy canadienses, chaquetas elegantes y paseadoras de perros.
El sello de Frank Gehry
La oferta cultural es interesante. Allí se celebran reconocidos festivales internacionales de cine y literatura. Y un museo imprescindible es el AGO (Art Gallery of Ontario). De la renovación a cargo de Frank Gehry (nacido en Toronto) destaca la “galería italiana”, que da a la calle Dundas. Es una zona de descanso con un café de cristal y con una estructura de madera que recuerda a unas costillas de ballena. También merecen la pena la sala dedicada a Henry Moore, la colección africana o conocer la obra del llamado “grupo de los siete”, paisajistas que viajaron a Europa a principios del siglo XX para renovar a su vuelta el balbuceante arte canadiense y tratar de otorgarle una identidad propia. También descubrí —por mi ignorancia— a un artista canadiense fallecido en 2013, Alex Colville. Sus elegantes pinturas, aparentemente serenas —pero en realidad muy desasosegantes—, son magníficas.
Si hablamos de Canadá, no puede faltar la naturaleza. En Toronto se encuentran incorporadas al tejido urbano en los parques y en los ravines gargantas de ríos y arroyos que rompen el dibujo ortogonal de las calles allí por donde discurren. Si se quiere más, se puede tomar un ferri en Queens Quay y en 10 minutos uno llega a las pequeñas islas que conforman el Toronto Island Park. Es un parque habitado con playas, paseos, jardines y atracciones para niños que se puede recorrer a pie, en bicicleta o en piragua. Y si se coge un coche, a menos de dos horas de la ciudad se encuentran las célebres cataratas del Niágara, que impresionan hasta a las personas alérgicas a los lugares marcadamente turísticos.
Hay muchos planes que hacer. Algunos más hice, como ver en directo un partido de hockey sobre hielo de los Maple Leafs, o comer una deliciosa carne al horno con puré de patata en The Keg. Otros se quedaron en el tintero, como visitar el mercado de St. Lawrence, ir al teatro o pasear por el Destillery District. Con obras o sin ellas, Toronto es amable, segura, civilizada y relajante. Quizá estos adjetivos puedan parecer tibios o poco atractivos en comparación con los que se asocian a algunas grandes urbes del mundo, pero lo cierto es que sería magnífico que hubiera más ciudades que los merecieran.
Nicolás Casariego es autor de Antón Mallick quiere ser feliz (Destino).
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