Costa Rica, pasión verde
Un lector de ‘El Viajero’, Marcos Fuste Pin, nos descubre cómo la alianza entre ecología y turismo ha convertido al país centroamericano en un destino fascinante
Mi mujer es de playa. Yo soy de campo. A mí me gusta escribir y trabajo como ingeniero, y mi mujer se gana la vida escribiendo pero tiene mentalidad de ingeniero. La pareja está compensada. Podía haber ganado el segundo premio del concurso de relatos cortos de El Viajero por sus 15 años y habríamos ido cinco días a Londres con posibilidad de escaparnos a la campiña británica a ver vaquitas. Pero no. La diosa Fortuna estuvo de mi parte. Diez fantásticos días en Costa Rica en un viaje de la agencia Logitravel. Sí. En efecto. Costa Rica tiene playa por todas partes. Como sospecharéis, soy un hombre dedicado a mi mujer.
Siempre me ha encantado eso de que alguien a 8.000 kilómetros de tu casa te esté esperando con un cartelito que lleve, precisa y exactamente, tu nombre:
—¿Es usted don Marcos? —me preguntó don Álex, nuestro diligente primer contacto en Costa Rica, en cuanto le sonreí con cara de ser Marcos.
—¡Yo mismo!
—¡Pura vida, amigo!
Esa fue la primera frase que oímos al llegar. La oiríamos muchas otras veces. Como un “vale” o a veces solo un saludo. Porque es algo más que una muletilla. Es toda una declaración de intenciones para este pequeño país de alegrías y luz. Pura vida.
San José
Entramos a San José, la capital, con los bellos colores de la tarde y una sonrisa de oreja a oreja. Lo primero que nos llamó la atención es lo último que dejamos en nuestras retinas al volver. El verde. Costa Rica es verde a todas horas y en todas partes. Y lo segundo, que Costa Rica estaba en elecciones. Don Álex tenía claro a quién no iba a votar: a los herederos de doña Laura. Si hay que pasar por ignorante, siempre he pensado que es mejor hacerlo cuanto antes:
—¿Quién es doña Laura?
—¿No conoce usted a doña Laura, mae? ¡Es la presidenta!
Laura Chinchilla, del Partido Liberación Nacional, era desde 2010 la primera mujer en regir los designios de este país, y a lo largo del viaje pudimos constatar que, pese a los apasionados debates de política en los que se podían enzarzar los ticos, en una cosa siempre estaban de acuerdo todos: en que doña Laura merecía un relevo. De hecho, el 8 de mayo fue relevada por Luis Guillermo Solís, del Partido Acción Ciudadana.
—¡Miren qué magníficos edificios coloniales! Esto es el barrio de Amón, de cuando los cafetales, y, más tarde, los bananos. La United, ya saben. ¿Ven?, y allí, un poco más allá, está la estación de ferrocarril, que es lo que realmente levantó a este país.
—¿La United? —de nuevo iba a pecar de tonto de una vez por todas.
—Los bananos los trajeron ustedes de las Canarias. Costa Rica fue primero potencia mundial del café y luego seguimos con los bananos. La United Fruit Company fue la que lo inició y explotó masivamente, ¿usted comprende? Para conocer la historia de Costa Rica hay que conocer la historia de la United.
Nuestro primer paseo fue por la avenida Central, calle peatonal que recorre todo el centro de San José y alrededor de la cual se hallan los edificios más notables. Necesitado de un mapa, entramos en la primera librería que encontramos. Mientras yo cotejaba escalas y topografías, Beatriz apareció al poco sonriendo con un libro en la mano —Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas— sobre la United, que pasó por caja junto al mapa.
Esa noche, tras darnos de bruces con una estatua en bronce de un barrendero en el parque Central, quisimos cenar pronto. El lugar elegido era el más ruidoso de los alrededores. Yo tenía ganas de captar el ambiente josefino. Bea quería comer. La salsa sonaba a tope. Era viernes. No había una sola mesa libre en La Terraza. Rápido, le pregunté a un camarero si a ese caballero le importaba compartir mesa. El caballero resultó ser don José Villalobos de Heredia, exjugador de baloncesto nacional, productor audiovisual, licenciado y asesor de comunicación de doña Daisy Corrales, ministra de Salud. Y como todo viaje debe tener un alquimista, yo enseguida supe que este era el nuestro. Vale. Don José llevaba varias Rock Ice y dos Imperiales, pero las alitas de pollo compartidas, la charla y las cervezas arreglaron el mundo:
—¿Usted cree en Dios, mae?
—Creo, sí.
—Entonces no deje de llevar a su mujer al cielo. ¡Río Celeste, mae! Bajar por aquellas escaleras en mitad del bosque y de repente ver aquel azul, mae. ¡Yo ese día supe que creía en Dios, mae!— y buscó por enésima vez su puño para chocarlo conmigo y con el de Bea.
Tortuguero
A la mañana siguiente atravesamos un bosque tropical, subimos la cordillera rodeados de volcanes y, por Guápiles, llegamos al parque nacional de Tortuguero. El trayecto en barca remontando los célebres canales, rumbo al Caribe, nos metió de lleno en la naturaleza. Hacía cuatro días que le acababa de regalar un peluche de un mono a mi sobrino Quique, cuando de repente ahí estaba, ¡saltando de árbol a árbol y aullando como poseído! Tras los monos aulladores vinieron el cocodrilo, el caimán, las iguanas, las garzas, los murciélagos y los guacamayos. Tortuguero es un paisaje de ensueño. Como si la naturaleza te permitiera por un breve espacio de tiempo dejarse ver desde dentro, desde sus tripas. El bosque lluvioso que rodeaba nuestro lodge ya era por sí solo un espectáculo. De hecho, perdimos buenas horas de los siguientes tres días deambulando por entre los senderos, sencillamente persiguiendo animales. Reconozco que me enamoré del perezoso. Bea consideró que era una declaración tendenciosa con la que, en adelante, poder justificar mi inquina a madrugar. Pero no debo ser el único fascinado por el bicho porque sale en los billetes de 10.000 colones.
Sería injusto decir que Bea disfrutó con la boa constrictor sobre nuestro bungaló, pero sí que le supuso una buena descarga de adrenalina. No quise hablarle entonces de la araña amarilla que frecuentaba de noche nuestra bañera. Pero quedó claro que vivir en Tortuguero era para valientes. Para amantes del riesgo. Una franja de tierra de apenas 150 metros caprichosamente custodiada por la laguna y el mar Caribe. ¡Pero qué mar Caribe! Feroz. Salvaje. A punto de traer las tortugas que tras surcar todos los mares regresan a su playa natal a poner sus huevos. Cavan un agujero en la arena. Ponen sus 100 huevos, los dejan incubando y se van. Sesenta días más tarde, las primerizas se juegan la vida contra la deshidratación y las gaviotas para hacerse al mar y empezar su aventura.
Esa noche cenamos con Gloriana, josefina que había vivido un año en España, y su novio, Diego, abogado penalista de San José. Se unieron un poco más tarde una pareja de noruegos y dos abuelas canadienses. Pequeñas e improvisadas mesas de las naciones unidas en Tortuguero.
Fortuna
Tras el delirio de naturaleza en el Caribe, nos adentramos en el interior del país, siempre verde, siempre risueño, hacia Fortuna, entrada al parque nacional del Volcán Arenal. Por el camino, hicimos un alto para ver los bananos que me devolvió a la novela Mamita Yunai, el infierno de las bananeras (1940), de Carlos Luis Fallas, que ya hacía días que leíamos.
En Fortuna empezó el festival del cebiche. Mi mujer, viajera empedernida que ha vivido un año en Perú, se dedicó todo el viaje desde ese instante a comparar cebiches, siempre respecto al súmmum peruano. Y mientras nos dirigíamos una noche al restaurante con el mejor cebiche del condado, ocurrió algo. Oímos una música lejana. Magnetizados, seguimos los acordes de una guitarra eléctrica hasta la iglesia de Fortuna en la que apenas quince feligreses oían misa. El sacerdote era el cantante y el guitarra. Cedió la palabra a sus oyentes y se acercó al altar un anciano que acababa de salir de la cárcel y se lamentaba de la mucha maldad que veía por televisión y por la que pedía muchas oraciones. Bea, hambrienta, me arrastró fuera en el momento en el que iba a contar una cosa muy especial. Pero estaba escrito. No en vano estábamos en Fortuna. Imbuidos por el aire religioso, al salir de la iglesia nos topamos con un cartel en una agencia de viajes que sólo podía ser una señal.
—¿Has visto eso, Bea? —exclamé exaltado. ¡Es la providencia!
—¡Río Celeste!
La suerte estaba echada desde el mismo día en que conocimos a don José Villalobos en San José. Lo peliculero hubiera sido que esto nos ocurriera al final del viaje, pero en la vida real estas cosas pasan cuando pasan.
Río Celeste
A la mañana siguiente, mano a mano con una pareja de americanos en luna de miel, David y Kelly, pusimos rumbo a río Celeste, en el parque nacional del Volcán Tenorio. Llover es una palabra contenida para reflejar lo que aquel día pasó. Diluvió. No paró. Ni un segundo. Al llegar a la entrada del parque, el guía nos aconsejó vestir chubasquero y calzar botas de agua. Kelly apareció con minifalda plisada azul y zapatos de ballet. La ascensión a través del bosque lluvioso resultó épica. Incluso bajo la tupida vegetación caía agua a raudales. A los veinte minutos, llevaras lo que llevaras, estabas mojado. Kelly hacía diecinueve que estaba empapada. Por lo menos, nuestras botas hacían el chapoteo por el fango y las raíces más llevadero.
Entonces lo olimos. ¡Azufre! En una zona del río salía vapor. ¡El agua ardía! Y apestaba a huevos podridos. Pronto llegamos al punto llamado Teñidero, que es donde el río cambia de color y deviene azul. ¡Rabiosamente azul celeste! Y unos veinte minutos después, exhaustos, mojados y embarrados, bajamos por la famosa escalera en la que don José Villalobos de Heredia creyó en Dios. Respiramos hondo, inmortalizamos el instante y disfrutamos de la imponencia del paisaje, encomendándonos a la diosa Fortuna, que al final es la que ayuda a ganar concursos y te lleva a Costa Rica. En medio del bosque, una enorme cascada de azul celeste se abría paso escupiendo agua azul. Maravillas de viajar. Regalos de la naturaleza. Había valido la pena.
De regreso a nuestro resort,nos fuimos a las termas del hotel para, merecidamente, con el volcán Arenal de fondo, pedir un par de Tequila Sunrise y disfrutar con recochineo de la puesta de sol en medio de la naturaleza.
Parque nacional Manuel Antonio
Dejamos Fortuna rumbo a Quepos, la última etapa del viaje. La puerta al célebre parque nacional de Manuel Antonio. Y la llegada al Pacífico. El calor subió quince grados. Cuarenta y dos en la sombra.
Guía
Cómo ir
Información
- Iberia (www.iberia.com) vuela directo a San José de Costa Rica desde Madrid. Ida y vuelta, a partir de 472 euros.
- Agencias como Logitravel (www.logitravel.com), Viajes El Corte Inglés (www.viajeselcorteingles.es), Nautalia (www.nautaliaviajes.com) y Catai (www.catai.es), entre muchos otros, ofrecen viajes a Costa Rica.
- Oficina de Turismo de Costa Rica (www.visitcostarica.com).
- Información sobre las zonas naturales protegidas del país: www.sinac.go.cr.
A estas alturas, mi mujer tenía unas ganas de playa notables, pero las mejores estaban dentro del mismo parque. Cogimos un bus local para recorrer la sinuosa carretera que une Quepos con Manuel Antonio. En algún momento volví a sorprenderme de algo elemental: era realmente mágico poder entender el 100% de las conversaciones a 8.000 kilómetros de casa. Entramos de paseo en el parque. Sobre el camino principal nos saludaron muchos animales: iguanas, perezosos, monos carablanca, lagartos, ranas y arañas. Nos acercamos a un grupito de mujeres cuya guía les enseñaba un insecto palo. Eran tres inglesas que habían estado en Barcelona el verano pasado. Una de ellas nos sacó un abanico flamenco en tonos rojos y, mientras se ventilaba el sofoco, nos dijo orgullosa que era el mejor souvenir que se había llevado de allí.
—¡Por fin la playa! —exclamó Bea.
Estábamos sudados. Pero qué narices. Era enero y estábamos en la playa. La playa era hermosa, rodeada de verde espeso. Ya en cueros y de camino al agua, una inglesa nos hizo que no con el dedo. La mitad de la gente estaba en el agua, así que no acabamos de entender. La siguiente que nos dijo que no era de Salamanca.
—No se os ocurra meteros en el agua. ¡Acabo de ver un cocodrilo!
Y mientras dudábamos en si creérnoslo o no, el dichoso cocodrilo decidió salir a por aire y lo vimos. Grande.
—¿Lo ves, cariño? La playa es un sitio peligroso —aleccioné a mi mujer.
Evacuamos esa playa —Beatriz con el ceño fruncido— y nos fuimos a la playa de Manuel Antonio, ya fuera del parque, donde todo fueron sonrisas. Mientras contemplaba a mi mujer saltar olas al atardecer me di cuenta una vez más de que los viajes están formados de pequeños retazos de felicidad como ese. Y que por eso amaba viajar.
Bahía de Drake
Todo viaje tiene un último día. El nuestro iba a ser memorable. Elegimos un destino al azar: la bahía de Drake. A 50 kilómetros de la frontera con Panamá, en Sierpe, sin tener muy claro si podríamos regresar el mismo día, nos metimos en una barca rumbo a Drake. Compramos solamente billete de ida. El río era angosto al principio. La vegetación parecía querer zambullirse en el agua. Pero al poco, la selva tropical fue abriéndose para dar paso a los manglares. Enormes raíces caminando por las aguas, entre cocodrilos y garzas. Y para cuando el espectacular National Geographic en el que estábamos parecía entrar en monotonía, ¡zas!, de pronto estuvimos en alta mar. En la costa cuatro casas de madera entre palmeras. Un sol radiante. Bandadas de pelícanos surcando el cielo. A veces, la naturaleza puede cautivarte en toda su inmensidad, como en el río Celeste. No sé cuánto tiempo llevábamos embobados cuando el capitán nos devolvió a la realidad. Estábamos solos en la barca.
—¿Dónde estamos, capitán?
—Esa joya es la playa de San Josecito.
—¡No hay nadie!
—¡Pura vida, amigos!
La escalerita que lanzó por la borda y su sonrisa nos indicaban que era la última parada. Alcé la vista. La playa era nuestra. Y era verde. Reflexivo, miré a Beatriz y, sin esfuerzo, reconocí que podía vivir sin el campo y las vacas si esta era la alternativa. Puse el pie en el agua y extendí caballeroso una mano a mi mujer. San Josecito. Final de trayecto. Sin duda, un premio. Pura vida.
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