Mi mujer y el mono
El actor Fernando Cayo pasó una semana en los alrededores de Puerto Maldonado, la zona selvática, al sureste de Perú
Tras recorrer Perú y visitar Lima, Nazca y Cuzco, Fernando Cayo se adentró en la selva. El actor, que tiene en cartel La terapia definitiva en el madrileño teatro de Bellas Artes (hasta el 30 abril), pasó una semana en los alrededores de Puerto Maldonado, la zona selvática, al sureste del país andino.
¿Qué descubrió en el Amazonas?
Viajaba con mi mujer y lo primero que sentimos al llegar a la jungla fue un golpe de calor muy salvaje y una realidad completamente diferente; estás en otra galaxia.
¿Dónde se alojaron?
Fuimos fuera de temporada. Nos recomendaron un pequeño lugar acondicionado al turismo, que regentaba una familia con dos indígenas de la zona. Para acceder había que meterse en el río Madre de Dios y navegar aguas arriba hasta que aparecían las cabañas.
¡Idílico!
Nada más bajarnos, nos recibió un mono aullador enorme. Se llamaba Pepe y, al ver a mi mujer, Eugenia, le cogió un cariño enorme; no dejaba de seguirla. A ella le infundía un poco de respeto.
¿Era un mono salvaje?
En realidad se había criado en la ciudad. Lo tenía una señora en su casa y cuando creció se lo dio a los dueños de las cabañas en la selva. Estaba totalmente adaptado a la vida humana. Y con Eugenia tuvo una gran fijación. Ella caminaba, él iba detrás; ella se paraba, él se detenía.
¿Aullaba?
El mono, no. El resto de la selva eran una explosión sonora; por la noche, el espectro era brutal.
¿Se adentraron en la selva?
Organizamos un paseo y nos hizo de guía un chico indígena. Por la selva hay que ir como si anduvieras en una cacharrería: no puedes tocar nada porque puede aparecer una hormiga soldado, una espina o cualquier tipo de araña. Íbamos cubiertos hasta arriba, y el chico, con pantaloncitos de fútbol y unas chanclas.
¿Llegaron a destino?
Por suerte sí y salimos varios días más a descubrir la selva. Un día vimos quetzales; otro fuimos a comer pez gato a una cabaña de un señor que los pescaba en el río Tambopata. Al lado de su casa había una cascada paradisiaca. No dudamos en meternos sin pensar que el agua diluiría el repelente de insectos. En cuanto salimos, nos picó todo insecto que había alrededor. Las marcas nos duraron semanas.
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