La 'chanson' de Quebec
La capital de la región francófona de Canadá tiene tantas escaleras que hasta existe una carrera por ellas. En el paseo se descubren galerías en Saint-Pierre, anticuarios en Saint-Paul y ‘boutiques’ en Saint-Louis
De Quebec se habla mucho últimamente. O no: porque no siempre se habla de lo mismo. Quebec es una provincia canadiense tres veces más grande que España. Y con pocos más habitantes que la provincia de Madrid. Quebec es también una ciudad manejable (medio millón de vecinos), capital de esa provincia de afán independentista. Donde todo empezó (por aquellas latitudes) para los europeos. Que en este caso eran franceses; Samuel de Champlain fundó la ciudad al establecer en 1608 un poblado para el comercio de pieles. El lugar no podía ser más apropiado: un promontorio protegido por broncos acantilados, a orillas del caudaloso río San Lorenzo, por donde ahora se cuelan cruceros de hasta tres mil pasajeros. La geografía traza el perfil de Quebec: el Vieux-Québec, con una parte alta, asomada al acantilado y a la zona baja, de apenas un par de calles, y el Quebec moderno de los grandes bulevares y barrios.Una urbe más grande de lo que aparenta, llena de cuestas y escaleras, la única amurallada en América del Norte (y por ello, patrimonio de la Unesco), orgullosa de conservar la lengua y las manías de sus primeros colonos franceses.
9.00 Un mercado de pieles
La manera mejor de tomar un primer contacto con Quebec es contemplarla desde el río. En los muelles donde anclan cruceros gigantescos hay ferries que cruzan cada media hora a la orilla opuesta (10, Rue des Traversiers). El Vieux-Port no es la estampa pintoresca que el nombre evoca, ni tampoco el mercado (Marché du Vieux-Port). Así que mejor adentrarse en la Place-Royale (1), punto cero donde la cosa empezó. La iglesia Notre-Dame-des-Victoires ocupa el solar donde Champlain levantó su cabaña. Hay un par de centros de interpretación (24, Rue Notre-Dame, y 50, Rue du Marché-Champlain) sobre la ciudad. Luego se puede tomar un funicular (2) (Rue du Petit-Champlain) o empezar a practicar escaleras (hay tantas que incluso celebran un maratón o Défi des escaliers, de 14 kilómetros). Y subir a la Terrasse Dufferin (3), un balcón o paseo entre la Ciudadela (4) y el Château Frontenac (5), que no es un castillo, sino el hotel más fotografiado del mundo, de 1893. En torno a él, los grandes hitos del Vieux-Québec: el ayuntamiento, las dos catedrales (católica y anglicana) y el Seminario, inmenso, que no aloja ya seminaristas, pero sí un interesante Museo de la América Francesa (6).
10.00 Veinte minutos de guerra
Los museos abren tarde y cierran pronto, así que conviene despacharlos de mañana. Los que de verdad valen la pena, porque hay varios que repiten la misma historia, que es básicamente una historia militar entre franceses e ingleses, hasta el nacimiento de la federación canadiense (1867). Es la aventura que se narra en la Ciudadela o en el Museo del Fuerte (7) (10, Rue Sainte-Anne); también en el muy recomendable Museo de la Civilización (8) (85, Rue Dalhousie) y en otros puntos del cordón de fortificaciones. Pero el más didáctico y actual es el espectáculo Odyssée, en las Plaines d’Abraham (9) (835, Avenue Wilfrid-Laurier). En esas llanuras se libró en 1759 una batalla entre atacantes ingleses y defensores franceses; duró veinte minutos, ganaron los ingleses y se quedaron gobernando hasta la independencia de Canadá. Las llanuras de Abraham (de Abraham Martin, un colono, nada que ver con la Biblia) son ahora el parque más extenso y grato, frecuentado por corredores y ciclistas.
12.00 Nostalgia europea
Paralela a esas llanuras corre la Grande Allée (10), el paseo más señorial de la parte nueva, orillado todavía por casas viejas, pero elegantes, bloques de cristal y algunas iglesias: hay muchas en Quebec, el 95% de residentes son católicos, pero solo de boda y funeral, así que los templos se usan para conciertos, se alquilan para cualquier tipo de negocio, uno es biblioteca, otro escuela de circo... Al final de la Grande Allée, en un parque formidable, el Museo Nacional de Bellas Artes (11) es uno de los imprescindibles, no por la colección de arte colonial, pero sí por los artistas modernos canadienses, como Riopelle. Si el arte nos abre el apetito, Savini (680, Grande Allée) es cool y algo caro; habrá que andar hacia la parte vieja para encontrar brasseries o bistrots más informales, como SSS (12) (71, Rue Saint-Paul), o Chez Temporel (13) (25, Rue Couillard).
15.00 Campiña envolvente
Para pasear la digestión no faltan parques, o plazas que son jardines. También se puede ir más lejos, al parque de la Cascada Montmorency (media hora con el bus 800) y contemplar un salto de agua 30 metros (las cataratas del Niágara tienen 52). Enfrente está la Isla de Orleans, que es una delicia: campiña quebequesa en estado puro; de allí salen las hortalizas, fresas, dulces y licores de arce que abastecen el mercado del Vieux-Port.
18.00 Nada que hacer
Es la hora de flâner, que consiste en no hacer nada, pero sin parar de pasear. Ciertas calles ejercen una suerte de monopolio: en Saint-Pierre (14) abundan las galerías de arte; en Saint-Paul (15), los anticuarios; en Saint-Louis (16) se tienta al turista compulsivo, lo mismo que en Saint-Jean (17) intramuros (el tramo a partir de Porte Saint-Jean es diferente: más local y alternativo). El hervidero turístico gira en torno a la Place-Royale y dos arterias que llevan el nombre de Champlain. Junto a la plaza, parece obligado hacerse la foto ante un mural enorme, que encierra muchas claves: aparecen personajes históricos, escaparates cuyos libros o películas son vademécum de la cultura local, y el tipo simpático que toca la guitarra a pie de acera, donde todos posan, es Félix Leclerc, poeta y novelista que se hizo famoso en el París de los años cincuenta como chansonier, al cual aquí se venera —está enterrado en la isla de Orleans, sobre su tumba la gente deja zapatos viejos, por una canción suya (preciosa) que es todo un himno del viajero: Moi mes souliers ont beaucoup voyagé... (Yo mis zapatos han viajado mucho).
20.00 Noche fresquita
Pese a la abultada grey universitaria, la oferta musical clásica no es gran cosa, se reduce al Grand Théâtre (18) (con alguna ópera) y al Palais Montcalm (19) (música de cámara sobre todo). Son bastante aficionados al cabaret o al teatro. Los locales de noche más elegantes están en la Grande Allée (Inox, Maurice); en Saint-Jean se alinean los sitios más canallas y alternativos, como Sacrilège, Fou Bar, Ninkasi (jazz, música en vivo). Cuando acaba la juerga, el equivalente a nuestro chocolate con churros es allí la poutine: patatas fritas con bolas de queso, contundente, para combatir el frío. Que allí pela; otro chansonier muy querido, Gilles Vigneault, lo avisó bien claro: Mon pays ce n’est pas un pays, c’est l’hiver (Mi país no es un país, es el invierno).
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