Dos ciudades en claroscuro
Visita a la desconchada La Habana y al superpoblado México DF, capitales fascinantes y desiguales
La Habana es un asombroso espectáculo de degradación urbana que algunos consideran una expresión de la belleza y otros un verdadero quebradero de cabeza ético. Sí, parece bello que las casas multicolores estén a punto de derrumbarse, con ese sol meridiano y marino que todo lo envuelve, pero ¿no será que parece hermoso porque en ningún caso el viajero tendrá que vivir en ninguno de esos antros que pueden verse desde la calle, en los que —por ejemplo— una viejecita, rodeada de miseria, prepara su cena? Los carros que circulan por la ciudad también parecen movientes esculturas de otro tiempo, pero ¿no son en el fondo una manifiesta expresión de la ruina absoluta, con sus carrocerías corroídas, a veces a punto de desplomarse de puro quebrantadas? Así es La Habana siempre, una extraña mezcla de fascinación e indignación a partes iguales.
Si paseas por la calle del Obispo, la arteria más importante de La Habana Vieja, te sorprende el abigarrado colorido, la simpática vitalidad, la gracia expansiva de los cubanos —siempre lo mejor de lo mejor—, los sones contagiosos de cualquier orquesta que suena a alegre y soñador Caribe, pero, a la vez, te entristece el descubrimiento de que hay establecimientos para turistas y establecimientos para cubanos, los primeros caros y acogedores, los segundos siniestros y tercermundistas (para cerdos, me dijo un cubano indignado). Las plazas de esa Habana Vieja —la plaza de la Catedral, la plaza Vieja, la plaza de San Francisco de Asís— son fascinantes y están restauradas, pero, a la vuelta de la esquina, reaparece la lepra, y el ánimo vuelve a derrumbarse. En el hotel Ambos Mundos vivió Hemingway, después de ser cronista de la guerra civil española, y los turistas, alegres y confiados, acuden seducidos por esa aureola —como van alelados al Floridita, el colmo del turisteo más bobalicón y mitómano—, pero en la calle, sentados en una acera, agotados, derrotados, dos cubanos claman contra la pobreza y la falta de libertad. Vuelve a caerse el ánimo. El malecón reluce con un atardecer de ámbar, con amenaza de tormenta, y es pura embriaguez visual, pero las casas que lo escoltan también lucen su lepra en su piel, como si realmente hubiera algo profundamente enfermo en esa ciudad y todo lo contagiara. Un cubano con ganas de picaresca nos cuenta la historia del Capitolio, en pleno centro, junto a la plaza del Parque Central, donde no hay lepra, pero donde detienen a dos jóvenes anticastristas en medio de un revuelo mísero y deprimente. Vuelve a derrumbarse el ánimo. Después nos conducen al Barrio Chino, fascinante, a oscuras, sin que las amenazas imaginarias se cumplan. La Habana es una ciudad segura, dicen, y sí, hay mucha policía en las calles, y cámaras que vigilan. Al día siguiente, la plaza de la Revolución (usurpado José Martí, no mereces ese destino) es una inhóspita explanada, achicharrada por el sol, donde Castro (ese hombre) se celebraba a sí mismo, como buen dictador. En el barrio aledaño de Miramar viven mejor los burgueses de la Revolución, con sus chalecitos, sus parcelitas ajardinadas, sus vehículos actuales (la chatarra queda abajo, en la otra ciudad). ¿Con qué te quedas, viajero?
En el Zócalo
Vuelo a México DF, que ofrece otra cara: desmesura y una especie de españolidad asombrosa, casi epidérmica. Barrios deliciosos, como La Roma o La Condesa, para perderse en ellos y sentarse en terrazas españolas (oh Madrid…). Plaza de Garibaldi, donde los mariachis destilan sus tragedias que compuso el gran José Alfredo Jiménez. Mi hijo Miguel, residente allí, nos conduce por los vericuetos del DF viejo para que traguemos todo ese México que parece sacado de no sé qué entretelas de una España antigua y más que cercana. El Zócalo respira indigenismo —Cortés asesinó allí y allí— y también oficialismo. La sede del Gobierno, la catedral, perfectos por la noche, con tenue iluminación para preparar el ensueño. ¿Y qué fue de Cernuda, el poeta? Vayamos a Coyoacán, y visitemos su casa, y llamemos al timbre que nadie abre, e imaginémoslo paseando por esas callecitas y maravillosas plazas —La Conchita, Santa Catarina—, por las que efectivamente paseó. Trotski fue asesinado allí, en la casa museo que puede visitarse, y Frida Kahlo también vivió allí, y también tiene un museo, en ese asombroso barrio, rico, pero apenas ostentoso, como de potentados sabios que hubieran leído a Séneca. Mientras caminamos surge la Fonoteca, un bello edificio rehabilitado, un bello patio… ¿Sabías que aquí pasó los últimos días Octavio Paz? Sí, el Gobierno le cedió unos aposentos después de que ardiera su casa. Pero ¿y la pobreza de México? ¿Acaso no existe? Sí, hay barrios terriblemente pobres, pero no los visitamos porque, en cierto modo, México DF sabe esconder su pobreza mientras que La Habana la ofrece a la vista como si se tratara de un mugriento tesoro.
Visita a las pirámides de Teotihuacán, casi mágicas, con sangre de sacrificios humanos aún humeantes, con todo el horror que podamos imaginar sobre esas gradas expectantes, llenas de siniestra ansia religiosa. Vamos a Cuernavaca, donde fulgura el recuerdo de Malcolm Lowry, y deslumbran sus rosales y su catedral, de una sobriedad casi insoportable, pura lasca, puro adobe alabeado, puro barro celestial. Viaje a Taxco —de nuevo Frida Kahlo—, pueblo que recuerda intensamente a Mijas, y escalamos sus calles hasta llegar a la capilla que vigila desde lo alto las casas blancas derramadas por las colinas. Volamos a Mazunte, en el Pacífico, un pueblecito no barrido por la industria turística, con aves insomnes en la noche, hippies de museo, lluvias huracanadas de 24 horas y un mar casi tórrido, casi de sauna. Regreso a México DF, y recorremos el paseo de La Reforma, la obligatoria arquitectura moderna, los altos edificios, la ostentación del capitalismo vocinglero, los eslabones de la historia atormentada de México, con ese Cuauhtémoc que aún lucha contra Cortés en el intrincado imaginario mexicano. Entramos en la fabulosa librería del FCE, en La Condesa, y leemos en sus espaciosas butacas, mientras una música deliciosa —¿quién cantará?— ilumina las páginas de Paz y Cernuda. ¿Regresan los muertos cuando leemos su espíritu en páginas impresas?
» Ángel Rupérez es autor de la novela Sensación de vértigo (Izana Editores) y el libro de poemas Sorprendido por la alegría (Bartleby).
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