La madraza meriní de Salé
Esta escuela del siglo XIV se encuentra en perfecto estado de conservación
Cuando se habla de madraza, en relación con el mundo árabe, no se refiere uno a una madre al estilo mediterráneo, protectora y envolvente. No, madraza es un vocablo que deriva del árabe clásico, madrasah, y significa en su origen “escuela musulmana de estudios superiores”.
Una de esas escuelas históricas es la que se encuentra en la medina de Salé, la ciudad vecina de Rabat, del otro lado del río, entre muros encalados y callejas sinuosas. Se trata de una madraza meriní del siglo XIV, en perfecto estado de conservación, que en la época reunía a estudiantes musulmanes –en régimen externo o interno– de distintas partes del reino. Allí se impartían diversas materias: exégesis coránica, jurisprudencia islámica, gramática árabe, historia… Es un espacio recoleto, cuyo patio no ocupa más de ocho metros de largo por cuatro de ancho, pero sumamente evocador y exuberante en ornamentación.
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Aunque no está lejos del cementerio extramuros y la muralla que ciñe la medina (ni se le ocurra al visitante aventurarse en la medina en coche), llegar hasta ahí caminando requerirá de las orientaciones de algún chaval del barrio, que seguro hará de guía improvisado, exigiendo algún dírham en buen pago a su servicio. Una escalinata y una puerta monumental en piedra tallada y coronada de un tejadillo vidriado en verde, da acceso a este dije de la arquitectura islámica, apenas conocido por los turistas, y que abre sus puertas todos los días de 9h a 18h por diez dirhams.
Los meriníes, o benimerines, en español (se dice de fueron ellos quienes trajeron a España la oveja merina), fueron una dinastía formada por la tribu bereber zenata, surgida en el Norte de Marruecos. Contrariamente a sus predecesores almohades, no traían consigo eso que hoy llaman “programa político” alguno, ni deseos de reformar la moralidad de la gente. Fue en cambio esta dinastía la que implantó el actual culto suní malikí, el más extendido en el Magreb y el que imperó en al-Andalus.
Los meriníes tuvieron numerosos contactos –llamémosles roces– con sus coetáneos nazaríes de Granada, aunque nunca lograron instaurarse en la Península. Fundaron su capital en Fez, donde se instaló la elite de las ciencias religiosas y jurídicas, que enseñaba sus conocimientos en las madrazas; una institución genuinamente meriní. No en balde es en esta bellísima ciudad donde están las más conocidas: la Madrasa Bu Inania y la Madrasa Attarin.
La de Salé, mucho más modesta en proporciones, no les va sin embargo a la zaga en belleza. Muestra la ornamentación clásica de esta época, que, muy similar a la nazarí y la mudéjar que encontramos en el Alcázar de Sevilla, ha perdurado a lo largo de los siglos y aún hoy define lo que se conoce como ornamentación marroquí-andalusí. Así, los muros del angosto patio porticado están cubiertos hasta la saciedad de motivos vegetales en estuco, caligrafía en madera de cedro y motivos geométricos en azulejos alicatados. Es un perfecto ejemplo del mal llamado horror vacui (fobia al vacío) en el arte islámico. O mejor dicho, en parte del arte islámico, en el que también abundan las construcciones “minimalistas” y depuradas.
En mitad del patio, una fuente de pileta a ras de suelo canta cuando se pide al personal que la encienda. En un extremo del pórtico se encuentra el oratorio, con un hermoso mihrab, o nicho de oraciones. Los dos pisos superiores que, contrariamente a lo habitual, no dan al patio sino al exterior, albergan multitud de celdas, pequeñitas pero limpias y aireadas. En ellas, los alumnos dormían sobre una estera o alfombra al frescor de las noches oceánicas (estamos muy cerca del mar), repasando su saber bajo la luz de un candil, cálamo en mano. Y es que, como dice el hadiz (tradición atribuida al Profeta Muhammad), “Una hora de un sabio recostado repasando su saber, vale más que setenta años de plegarias”.
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