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VARIACIONES DE RHODES
Columna
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En busca del duende

Partitura del segundo movimiento de la Tercera sonata de Chopin.
Partitura del segundo movimiento de la Tercera sonata de Chopin.
James Rhodes

Siento que el hecho de compartir algo inmortal, la música que fluye debajo de las palabras, directamente impregnada en el alma, en fin, los cientos de horas de práctica, valen la pena

Han pasado siete meses desde mi último concierto y eso me duele muy adentro. Echo de menos actuar. Cuando era niño me dormía todas las noches escuchando a mis héroes interpretar, generalmente en grabaciones en vivo, y cuando llegaban los aplausos me imaginaba que yo estaba en el escenario terminando una sonata de Beethoven. Era todo lo que soñaba hacer desde los siete años. Y, de alguna manera, he logrado convertir ese sueño en realidad.

El proceso es mágico. Voy a Hazen, al lado del Teatro Real, y compro una partitura. Digamos, la Tercera sonata de Chopin, la pieza que estoy preparando ahora. Tiene 34 minutos de duración, cuatro movimientos (cada uno de ellos, como el capítulo de un libro). Me siento en mi piano con el lápiz apretado entre los dientes y lentamente voy pasando compás por compás y eligiendo la mejor digitación. Esto es lo más importante. Si se hace correctamente, todo resultará mucho más fácil. Se trata de un trabajo arduo, largo y frustrante. Miles y miles de notas, cada una de las cuales requiere un dedo específico asignado. Un rompecabezas matemático gigante. Física pura. Como rascarse una picazón realmente friki.

Hecho esto, viene la práctica lenta, en la que debes solidificar la digitación, esclavizada durante días o semanas. También encontrar las áreas problemáticas, los puntos débiles y descomponerlos en micromovimientos. Para ello debes aumentar gradualmente la velocidad y comprobar a cada paso si la música fluye con naturalidad. El segundo movimiento (ver la imagen), aunque apenas dura cuatro minutos, a veces tiene más de 20 notas por segundo. Eso requiere una cantidad ridícula de práctica (al menos para mí).

Una vez se aprenden las notas, los pasajes difíciles funcionan de cien maneras diferentes: usas diferentes ritmos, tocas con los ojos vendados, colocas acentos (pensemos en un signo de exclamación o un énfasis en una nota individual) sobre los lugares equivocados (como “Ser, O no SER, ES la cuestión”). Todo para asegurarte de que los dedos más débiles (cuarto y quinto) se muestran fluidos y fuertes, que una mano toca en silencio (acariciando las teclas pero sin presionarlas) mientras que la otra las toca normalmente, tomando tramos complicados de notas al revés, etcétera… Entonces llega la hora de memorizar. Inicialmente lejos del piano, repasándolo todo en la cabeza, nota por nota, luego ante el teclado, tocándolo sin la partitura, extremadamente lento (imagine recitar un soliloquio de Shakespeare haciendo una pausa de un segundo entre cada palabra). Esta es la parte agotadora. Se necesita tiempo, pero de alguna manera el cerebro hace su trabajo. No recuerdo qué día de la semana es, pero de alguna manera puedo acordarme de 100.000 notas, cada una con un dedo específico y una cantidad concreta de peso asignada. Intento no pensar cómo es posible esto.

Y luego, después de semanas o meses de práctica obsesiva y minuciosa, me encuentro caminando hacia un escenario ante 2.000 personas sentadas, frente a las 88 teclas mágicas de un Steinway gigante, cerrando los ojos y escapando por un momento, mientras mis pensamientos se detienen y salgo en busca del duende de Lorca. Entonces, para ese concierto de 90 minutos, en ese respiro del mundo, entre los ecos de la música compuesta hace 200 años pero viva ahora, siento que el hecho de compartir algo inmortal, la música que fluye debajo de las palabras, directamente impregnada en el alma, en fin, los cientos de horas de práctica, valen la pena.

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