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EN PRIMERA PERSONA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

“Ser madre, trabajadora y estar confinada es misión imposible”

Primer positivo por coronavirus en la Escuela Infantil de mi hijo. Siento impotencia cuando veo que se nos pide hacer cuarentenas sin darnos bajas retribuidas, opciones de cuidados ni facilidades de algún tipo

Una madre teletrabaja con su bebé en casa.
Una madre teletrabaja con su bebé en casa.Unsplash
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El viernes 11 de septiembre, a las 21.00 horas, minuto arriba, segundo abajo, íbamos lanzados a casa con mis dos dependientes (bebé de 8 meses y perro de 7 años). Miguel recibe una llamada y cambia la cara, el perro ladra, el niño llora y yo me desespero. La llamada a horas intempestivas es de la responsable de la escuelita infantil a la que va Juan. Una semana. Una semana ha tardado la llamada en llegar: el rayo cae, el miedo invade y la ansiedad me cubre como manto la espalda de coplera. Permítanme que emplee un tono a caballo entre el estrés psicológico y la jocosidad profunda. Yo soy de la escuela de “al mal tiempo buena cara” o “ríe para fuera y llora para dentro”. Y, efectivamente, en la escuelita de Juan Fernández lo que había entrado era el coronavirus.

Miguel (Fernández) entró en pánico como encerrado en ascensor, llegó a casa y marcó todos los teléfonos que el buscador le indicó como “información coronavirus Madrid”. A la ciudadanía nos encanta muchísimo estar enfermos, tener síntomas o consultar y tener que tratar con una máquina. El primer problema del sistema de salud es la deshumanización. Me pregunto si los seres humanos pudientes, cuando llaman a sus seguros médicos, les responde un robot y les emplaza a teclear veinte números. Me cuestiono sobre la primera ventana a la sanidad que tenemos los ciudadanos.

La jefa de la guardería (ubicada entre Aluche y Carabanchel) le habla a Miguel sobre la necesidad de que guardemos cuarentena. Cuenta que una bebé compañerita de clase de Juan Fernández ha dado positivo, y fue el martes (tres días antes) cuando la niña fue por última vez. Cabe añadir que la escuelita está prácticamente vacía, son muchas las familias que, ante el pánico de contagio, han buscado otras opciones de cuidado. Me parece importante puntualizar que las madres y padres que llevamos a nuestros cachorros es por imperiosa necesidad. Los trabajadores nos movemos (como podemos) en transporte público y tenemos contactos con decenas de personas. Es por eso que los niños cuyos padres laboran (fuera de casa) tienen más opciones de cantar bingo. Los barrios como el nuestro están plagados de positivos, no por verbenas u orgías, sino porque hay que salir a sacar las castañas del fuego.

Dos semanas antes de que Juan Fernández empezase en la escuelita, yo llegué a un trabajo nuevo. Turno de mañana, ubicado en el centro de Madrid, y con cero posibilidad de teletrabajo que el jefe me recalcó. Por supuesto que las labores puedo hacerlas desde casa, pero hay arraigo de ir a la oficina por parte de la dirección. La cuestión es que, más allá del dinero, yo necesitaba durante unas horas “olvidarme” de que soy dos tetas andantes, del olor al pañal y de que un bebé gateando a ritmo de twist me persiga por la casa. Pero, antes de aceptar las condiciones laborales, me invadió el terror como chuzo de agua sobre los poros de mi piel. Y si. Y si. ¿Y si Juan lo coge en la guardería? ¿y si lo cojo yo en el curro y se lo pegó a él? ¿y si algún alumno de Miguel se lo pasa y lo trae del instituto? Pero até en corto los miedos y los isis, porque hay gente que podemos permitirnos la prudencia, pero no el pánico. Si agarramos todo el miedo que nos infunden día a día, ¿cómo daría cinco clases de historia mi Miguel con aulas de 20 alumnos? ¿cómo podría currar en un equipo de más de diez personas diariamente? ¿cómo podríamos ir en metros y autobuses atestados?

La cuestión es que nuestro bebé era contacto de positivo, y nosotros estábamos aterrados. Aunque parecía que el niño estaba bien –un Sansón cometiendo tropelías y comiendo con sus manitas los trozos que le ofrecemos–, la espera de que cualquier síntoma se manifieste (o no) es de lo peor que me ha pasado. La incertidumbre de no saber si Juan estaba bien, o si el día siguiente lo iba a estar, nos ha recortado años y regalado canas. No tener margen de maniobra o herramientas de salida es como caer a un pozo sin fondo.

Muy enfadada llamé a la guardería el día siguiente, disgustada con ellos, con el mundo, con lo que nos había caído encima. El jefe de la escuela me confirmó que el aislamiento solo era para Juan y que salud pública nos tenía que llamar. Confiando cero en la Comunidad de Madrid y sus rastreadores fake, llamamos a la pediatra y nos dio cita telefónica para el martes.

En principio pensamos que a Miguel, que es profe de secundaria en la pública, desde la dirección del instituto le dirían de teletrabajar hasta saber los resultados de la prueba a Juan. Pero no, con toda la indignación a cuestas, sin saber si mismamente él ha podido o no contagiarse, ha estado dando clase a adolescentes. Yo por eso me convertí en la cuidadora oficial. Llamé a mi jefe y aceptó que trabajase desde casa. No tenía otra: o me quedo con él o él se queda conmigo. Y salga lo que salga en el PCR, los 15 días de aislamiento del bebé no me los quita nadie.

Teletrabajar cuidando es más mentira que la magia. Me siento como una muñeca obesa de humor amarillo intentando saltar puentes, escalar montañas, arrastrarse por zanjas. Me siento como cuando era adolescente y cada minuto y medio me dispersaba, solo que ahora hay un ente llamado Juan reclamando su dosis de amor. Puedes pasear y hablar por teléfono, puedes cocinar y escuchar la radio, puedes conducir y cantar a la vez, pero lo que no se puede es trabajar y estar con/por un bebé. O tecleas o juegas con los cubos, o llamas por teléfono o le tiras la pelota, o haces una nota de prensa o le persigues y le quitas los dedos de los enchufes, las manitas de dentro del váter o la cabeza del cubo de basura. A la ansiedad por no saber si el coronavirus había entrado en Juan, se le ha sumado el doble tirabuzón de currar sin currar, de cuidar con medio ojo mientras un bebé necesita cien.

El martes le hicieron la PCR y lloró tanto que tuvieron que escucharle en Madagascar, pero el niño sigue como una rosa, solo que tremendamente inquieto. Nos avisan de otro positivo en la guardería. He tenido la baza de que estoy a media jornada y que estos días estoy largando la jornada a la vez que le arranco tiempo al bebé para avanzar en mis quehaceres. Poner un email sin faltas es un logro oigan. Vender una entrevista a un periodista o subir unas fichas a la web de la empresa es una hemorragia de satisfacción. Por supuesto, desde la cama y dando teta por la noche, ya el pirindolo con Morfeo, mi cabeza y mis dedos van como máquina de nieve quitando trabajo atrasado.

Siento impotencia cuando veo que se nos pide hacer cuarentenas sin darnos bajas retribuidas, opciones de cuidados, teletrabajos obligatorios, facilidades de algún tipo. Más allá del coronavirus, que volverá a entrar en mi vida varias veces porque no puedo permitirme vivir en una burbuja, el daño a la salud mental es profundo, es serio. Cada vez estamos más descentrados, miedosos, ansiosos y estresados. Los nervios a flor de piel, los gritos lanzándose. Tengo un bebé precioso y torbellino que quiere a su madre juguetona, no aplicada tecleando. Tengo un Miguel en un instituto sin saber si hay un positivo o negativo bajo su paraguas. Tengo el temor de sombra porque ser madre, trabajadora y confinada es misión imposible.

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