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De una aldea gallega a la gloria en Francia: María Casares, la actriz legendaria que no supimos apreciar en España

Triunfó en el cine y en el teatro, tuvo relaciones con Albert Camus, quitó papales a Marlene Dietrich y se la recuerda como un "monstruo sagrado" en el país vecino. Sin embargo, casi 25 años después de su muerte, su figura aún no es del todo reivindicada en España

La actriz María Casares fotografiada en 1989.
La actriz María Casares fotografiada en 1989. Eric Robert/Sygma/Sygma via Getty Images
Ianko López

Cuando en 1981 María Casares (A Coruña, 1922-Alloue, Francia, 1996) se presentó en España para hablar de sus memorias, el público nacional no tenía ni idea de que aquella mujer madura con pelo a trasquilones y rasgos de águila, a la que vagamente vinculaban con un político exiliado, era en Francia una leyenda viva del cine y el teatro. Para empezar, resultaba impensable que una gran actriz pudiera expresarse con aquel hermoso y densísimo acento gallego que había conservado intacto a lo largo de medio siglo como quien guarda un tesoro de su infancia (que es lo que era). ¿O es que alguien imaginaba a la Jimena Le Cid recitando sus alejandrinos con cadencia coruñesa?

Béatrix Dussane, de la Comédie-Française, apuntó en su diario una nota sobre aquella muchacha “menuda, con un aire como de cabra salvaje, con una curiosa dicción: aún habla muy imperfectamente el francés”

Precisamente en aquel libro de memorias, titulado Residente privilegiada, dedicaba a su Galicia natal el espacio que merecía: hablaba de una infancia idílica entre A Coruña y Montrove, donde la familia alquilaba el palacete Villa Galicia para pasar sus largos veraneos. Su madre, Gloria Pérez Corrales, venía de orígenes modestos (hija de una cigarrera, a su vez nacida de madre soltera), mientras que su padre, Santiago Casares Quiroga, lucía un lustroso pedigrí político progresista. Con el advenimiento de la Segunda República, Casares Quiroga fue requerido para diversas carteras en el nuevo gobierno y la familia se trasladó a Madrid, lo que supuso el primer trauma en la vida de la niña Vitola (así llamaba su padre a María Victoria Casares). Gracias a eso pudo también conocer a gente como Azaña, Largo Caballero, Lorca y Valle-Inclán, un legado que debió compensarla con creces.

Su segundo trauma no tardaría en llegar. Cuando la facción militar sublevada dio el golpe de estado que desencadenó la Guerra Civil española, su padre estaba al frente del gobierno republicano, así que tuvieron que exiliarse a Francia. Solo Esther, hija natural de Santiago Casares, permaneció en A Coruña, rehén de los nacionales. Él quedó para siempre proscrito por el nuevo gobierno franquista, pero muchos de los republicanos con los que compartió exilio tampoco le profesaban simpatía debido a su tardía e ineficiente reacción al alzamiento fascista. En especial, se le acusó de haberse negado a repartir armas entre la población civil, confiando demasiado en el fracaso del golpe por su propia entropía. Él siempre adujo que su intención era evitar baños de sangre innecesarios, intento que a toro pasado sabemos fallido. Moriría en París en 1950, y no sería rehabilitado hasta los tiempos de la Transición.

Arthur Honegger, Albert Camus, Jean-Louis Barrault, Jean Desailly, Pierre Brasseur, Madeleine Renaud, Balthus, María Casares y Gabriel Cattand en el Teatro Marigny de París en 1948.
Arthur Honegger, Albert Camus, Jean-Louis Barrault, Jean Desailly, Pierre Brasseur, Madeleine Renaud, Balthus, María Casares y Gabriel Cattand en el Teatro Marigny de París en 1948.Foto: Getty

María, acaso interesada en hacer valer su españolidad, atribuía muchos de sus logros vitales a un donjuanismo que compartía con su padre. Esa pulsión seductora que le había llevado a conquistar a sus amigos, a los directores y autores teatrales, al público de su nuevo país, a la propia lengua francesa. Cuando llegó a París, María Casares tenía ya catorce años y apenas sabía hablarla. Antes de los veinte estaba haciendo primeros papeles en los escenarios franceses y por su dicción nadie diría que no hubiera nacido en la Touraine. Y aunque aquel camino fue rápido, no le resultó fácil recorrerlo.

"Un aire de cabra salvaje"

“La felicidad que me das existiendo por el mero hecho de existir (cerca o lejos) es grande pero un poco vaga, un poco abstracta, y la abstracción nunca ha colmado a una mujer”, le escribió Casares a Albert Camus

El matrimonio de actores formado por Pierre Alcover y Gabrielle Colonna-Romano (que había sido discípula de Sarah Berndhardt y modelo en algunos célebres retratos de Renoir), amigos de sus padres, intuyeron las posibilidades trágicas de aquella jovencita que recitaba poemas entre sollozos y espasmos cuando la hacían figurar como monería doméstica en las reuniones de adultos: “O la hacemos actriz de teatro o se nos ahoga”, valoraron. Sin embargo, su acento español hizo fracasar dos veces su intento de ingresar en el Conservatorio Nacional. La diva Béatrix Dussane, sociétaire de la Comédie-Française, apuntó en su diario una nota sobre aquella muchacha “menuda, con un aire como de cabra salvaje, con una curiosa dicción: aún habla muy imperfectamente el francés”. Después se preguntaba: “¿Dónde estará el próximo año? Me gustaría volver a verla”. Pues bien, al año siguiente aquella cabra se había convertido en una de sus alumnas en el Conservatorio y no balaba en absoluto, pues su dicción gala, más que curiosa, era perfecta. Con ese activo por delante, se convertía en 1942 en protagonista absoluta en un montaje dirigido por Marcel Herrand de Deirdre of the Sorrows, tragedia mitológica del irlandés John M. Synge por la que recibió críticas entusiastas.

Herrand quiso entonces montar con ella El Malentendido, del escritor existencialista y futuro premio Nobel Albert Camus. En casa de otro escritor, Michel Leiris, se conocieron Camus y Casares, y ella tomó la determinación de conquistarlo también. Se vieron otras veces en el apartamento de Herrand para preparar la obra, pero fue el 6 de junio de 1944, fecha exacta del desembarco de Normandía, cuando al fin se hicieron amantes tras una fiesta dada por Charles Dullin, director del Théâtre de la Ville. La relación parecía destinada al conflicto, porque él estaba casado con la pianista Francine Faure (era su segunda esposa). Cuando al cabo de un año el matrimonio engendró a los gemelos Catherine y Jean, Casares decidió no interponerse y dio por terminado el idilio.

Sin embargo, se reencontraron tiempo después, y la relación proseguiría, con altos y bajos, hasta la muerte de él en 1960. Ella confesó que fue gracias a Camus como conoció realmente la literatura francesa y su cultura en general, y que aprendió así a amarla. La editorial Gallimard publicó hace tres años la correspondencia amorosa entre ambos. En estas cartas puede apreciarse la intensidad de su pasión, que late bajo el tono expansivo y algo grandilocuente de quien ya contempla que aquello termine nutriendo las mesitas de noche de medio mundo. Se dicen allí cosas como: “Oh, querido mío, ha hecho falta que yo sintiera la alegría, primero sorda, luego creciente y finalmente inmensa […] para poder medir el estado de depresión, de vacío y casi de angustia en que estuve en los últimos días” (Casares a Camus). O: “Adiós, reina negra, te beso con todo mi corazón” (Camus a Casares). O: “La felicidad que me das existiendo por el mero hecho de existir (cerca o lejos) es grande pero un poco vaga, un poco abstracta, y la abstracción nunca ha colmado a una mujer” (Casares a Camus).

Cuando interpretaba en castellano no era lo mismo: como pudo apreciarse en Adefesio, de Alberti, aquella montaña rusa de acentos e inflexiones vocales resultaba algo extravagante en su idioma natal

Como el padre de María, Albert padecía tuberculosis. También como él, era un hombre elegante y seductor. Durante todo aquel tiempo tuvo otras amantes, y de hecho su última carta de amor, fechada cinco días antes del accidente de automóvil que lo mató, estaba dirigida a una actriz que no era María Casares, sino Catherine Sellers, que en el teatro había protagonizado sendas adaptaciones suyas de obras de Faulkner y Dostoievski. “Nos vemos el martes, cariño”, se despedía. “Ya te beso y te bendigo desde el fondo de mi corazón”. Naturalmente, no se vieron el martes.

Un 'Lo que el viento se llevó' a la francesa

Para entonces, María era una estrella en el teatro y el cine. En la pantalla debutó por todo lo alto en 1944. Junto con su descubridor en los escenarios, Marcel Herrand, fue reclutada por el director de cine Marcel Carné para el reparto de Les enfants du Paradis, superproducción escrita por Jacques Prévert que por su excelencia artística, importancia histórica, duración desmesurada y tormentoso rodaje (fue la última cinta nacional realizada bajo la ocupación nazi, y sufrió todas las restricciones propias del momento) se ha descrito como un Lo que el viento se llevó francés. Lo que estaba concebido como un vehículo de lucimiento para los protagonistas estelares, Arletty y Jean-Luis Barrault, sirvió sobre todo para que los espectadores de cine descubrieran a una doliente Casares y quedaran fascinados por ella.

Inmediatamente después trabajó en otra película mítica, el segundo largometraje de uno de los mejores directores de la historia del cine, Robert Bresson. Las damas del Bois de Boulogne era un drama ultraestilizado con diálogos de Jean Cocteau, y en él encarnaba a una mujer sedienta de venganza y vestida para matar con impresionantes modelos firmados por Grès y Schiaparelli y aparatosos sombreros de espía rusa. Aquel rodaje fue otro de los damnificados por los vaivenes de la II Guerra Mundial, pero sobre todo por la tensa relación entre la actriz y el director. No cabe una intérprete más alejada de lo que Bresson requería de sus actores (que era básicamente la imitación de un robot) que aquella gran trágica precoz. Tras la experiencia, Bresson se pasó seis años sin rodar, y en lo sucesivo no volvió a contar en sus repartos con un solo actor profesional. Él consideraba Las damas una película espantosa, y ella declararía que nunca llegó a odiar a nadie en un plató como odió a Bresson. Dijeran lo que dijeran ambos, lo que el espectador ve en pantalla es una inmarchitable delicia.

María Casares en la película 'Orphee' (1949).
María Casares en la película 'Orphee' (1949).Foto: Getty

Después obtendría otros dos éxitos cinematográficos: una adaptación de La cartuja de Parma de Stendhal, en la que interpretaba a la duquesa Sanseverina, y el Orfeo (1950) de Cocteau, donde volvía a desplegar su magnetismo convertida nada menos que en la Muerte. Aquel papel se había concebido originalmente para Marlene Dietrich, pero el modo en que Casares se apropió de él aporta verdad al tópico de que resultaría imposible imaginarlo encarnado por otra. Cocteau, (él sí) más que receptivo a los malabarismos interpretativos de su actriz, volvería a contar con ella para una segunda parte rodada diez años después, El testamento de Orfeo.

Pese a aquellos inicios, y con unas pocas excepciones (hacia el final de su carrera fue nominada a los premios César por La lectora, de Michel Deville), no se prodigó en el cine y a cambio prefirió centrarse en el teatro. Allí el público la reclamaba con avidez y la crítica saludaba con ditirambos cada una de sus apariciones. Rebelde e individualista, pasó por la Comédie-Française y el Théâtre National Populaire de Pierre Vilar, pero en ninguna de estas prestigiosas compañías duró demasiado. Fue una presencia habitual en el festival de Aviñón, donde en 1954 hizo una Lady Macbeth que, con la escena de sonambulismo, más que hacer historia se convirtió directamente en mitología teatral francesa. Interpretó todos los grandes papeles del teatro galo, y del griego, y del internacional: Racine, Corneille, Marivaux, Claudel, Sartre, Koltès, Eurípides, Shakespeare, Chéjov, Ibsen. Ganó el premio Molière por encarnar a Hécuba. Hizo a Genet con Patrice Chéreau y danzó para Maurice Béjart, que dijo de ella que hacía el amor en escena. Cuando hoy se la recuerda en Francia, invariablemente la llaman “monstruo sagrado”, etiqueta que allí solo se aplica a los muy grandes.

Un talento intraducible

Y seguramente parte de ese éxito hay que atribuírselo, aparte de a un talento innato, a lo que en principio era un hándicap. El dominio tardío de la lengua francesa le otorgó el estatus privilegiado de quien está metido en algo hasta los huesos pero al mismo tiempo es capaz de contemplarlo con cierta distancia. Fue desde esa doble trinchera como logró explotar las posibilidades sonoras del francés como quien emplea a conveniencia una herramienta de precisión. Confesaba no leer textos en español por miedo a perder aquel precioso terreno que había ganado.

María Casares con su padre.
María Casares con su padre.Foto cedida por María Casares para el documental de RTVE 'Imprescindibles: María Casares'

De hecho, cuando interpretaba en castellano no era lo mismo. Viajó en diversas ocasiones a Argentina, donde protagonizó montajes como una Yerma de Lorca dirigida por Margarita Xirgu, mucho antes de regresar a la España democrática tras cuarenta años de ausencia con un accidentado Adefesio de Alberti. Como puede apreciarse en las grabaciones, aquella montaña rusa de acentos e inflexiones vocales resultaba algo extravagante en su idioma natal. Fascinante también. Solo que de otro modo.

Reivindicó siempre sus raíces gallegas y españolas, y solo quiso hacerse oficialmente francesa, como ella misma manifestó, “por unión”. Así que se casó con un viejo amigo, el también actor André Schlesser (de orígenes gitanos), para sentir que a la vez se enlazaba matrimonialmente con su país adoptivo. Junto a Schlesser había comprado una gran casona campestre en la región de la Charente que convirtió en su hogar. Tras su muerte en 1996, debida a un cáncer de colon, fue enterrada allí, en el pueblo de Alloue. La mansión se convirtió en un centro cultural dedicado a salvaguardar la memoria del monstruo sagrado y servir de residencia y punto de encuentro para gente del teatro. El edificio y su biblioteca fueron declarados monumento histórico de Francia en 2002. Decían que allí María Casares había creado su propia Galicia privada, su paraíso de la infancia, para no perderlo nunca más.

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Ianko López
Es gestor, redactor y crítico especializado en cultura y artes visuales, y también ha trabajado en el ámbito de la consultoría. Colabora habitualmente en diversos medios de comunicación escribiendo sobre arte, diseño, arquitectura y cultura.

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