Kapingamarangi: cómo vivir aislados del mundo en pleno siglo XXI
Por extraño que parezca aún quedan lugares en el mundo que viven ajenos a él. Los habitantes de este atolón del Pacífico no tienen más contacto con el exterior que una radio de onda corta.
Kapingamarangi es un atolón perdido en el Pacífico, a 500 millas náuticas de la capital del país al que pertenece, la Federación de Estados de Micronesia. No tiene puerto, ni aeropuerto ni medio alguno de transporte para salir o entrar de él, a excepción de un carguero del gobierno que va cada seis meses a llevarles algunos suministros externos: combustible para los dos únicos motores fueraborda del pueblo, cemento o tabaco. Unos 350 habitantes de origen polinesio llevan allí una existencia plácida, ajenos a cualquier avatar mundano. Su mundo son los 1,1 kilómetros cuadrados de tierra firme que tiene el atolón.
Viajé hasta Kapingamarangi por una serie de casualidades profesionales largas de contar aquí, pero que narraba en este vídeo, por si alguien quiere profundizar en las peregrinas razones que llevan a un viajero a semejante lugar.
Me atraía la aventura del viaje, atravesar medio mundo en avión y luego otros 770 kilómetros de agua y más agua a bordo de un pequeño velero. Pero me seducía aún más descubrir quién vivía allí y cómo podía hacerlo.
¿Un pueblo que en pleno siglo XXI no tiene teléfono, ni periódicos, ni radio, ni transportes, ni TV y muchísimo menos internet? ¿Existía un paraíso así?
La respuesta la hallé tras cuatro días de navegación desde Pohnpei, la capital de Micronesia: si, existía. Y se llamaba Kapingamarangi, un atolón que por azares de la historia tiene pasado español.
Solo están habitados dos motus (islas) del atolón, ambos unidos por un puente de cemento que construyó el gobierno micronesio, algo que mejoró enormemente la calidad de vida de sus habitantes y la sociabilidad ya que así no necesitaban las canoas para pasar de una isla a otra. Albino, el jefe de la aldea cuando yo estuve allí (lo elegían por votación cada dos años) me contaba que son unos 350 (aunque nunca se han contado) y que viven de manera autosuficiente gracias a la pesca, a las plantaciones de calabaza y de taro (un tubérculo parecido a la mandioca del que obtienen los hidratos de carbono para su dieta) y de lo que recolectan del árbol del pan, de los cocoteros, los bananos y otros frutales tropicales. Tienen gallinas y cerdos -cuyos ancestros llegaron como los de ellos hace cientos de años en las canoas de los primeros pobladores- pero no perros, animal que está prohibido en la isla.
Salen a pescar por la laguna coralina en piraguas muy estrechas y alargadas que se apoyan en un patín y se propulsa a remo o con vela de tipo latina. Con ellas llegan a internarse hasta 2 millas océano adentro. Y la única comunicación con el mundo exterior es por un aparato de radio, que gestiona el jefe de la aldea.
Me llamó la atención lo limpias y ordenadas que estaban las dos aldeas, con calles rectilíneas flanqueadas por parterres de flores o muretes de piedra volcánica, siempre con un suelo de tierra apisonada, barrido y en buen estado. Y el hecho de que hubiera escuela y además bilingüe (kapinga e inglés), aunque solo hasta primaria. Para estudiar la secundaria y el bachiller los jóvenes se tienen que ir a Pohnpei en el barco del gobierno. También había dos iglesias, una católica y otra protestante.
El mayor entretenimiento de la isla era reunirse al atardecer bajo una palapa comunal para jugar a cartas y juegos de mesa o para ver una película en DVD. Tenían varios equipos de DVD y pantallas de televisión que hacían las funciones de cine de pueblo; funcionaban con placas solares. Y luego, a la iglesia. Ambos sacerdotes programaban cada tarde oficios religiosos con bellos cánticos; y los domingos, misa.
No existe posibilidad alguna de salir de la isla en caso de urgencia. Sus únicas embarcaciones son pequeñas lanchas y piraguas para pescar. Tampoco hay médico, ante una enfermedad grave es imposible acudir a un hospital.
Y aún así, si me pregunta si eran felices, le diría que sí. Durante el poco tiempo que estuve allí, al menos, lo que vi fue una sociedad aislada que vivía en sorprendente armonía, como si todos fueran una gran familia. Hasta donde pude averiguar no había problemas sociales ni grandes odios o enemistades entre familias rivales.
Así que, sí. Es posible vivir fuera del mundo en pleno siglo XXI. Me pregunto si habrán oído hablar del coronavirus.
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