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Blogs / El Viajero
El blog de viajes
Por Paco Nadal

Kapingamarangi, el atolón que nunca supo que era español

Paco Nadal

Una de las cosas que más me excitan de la profesión de periodista de viajes es que cuando suena el teléfono puede ser mi madre… o un cliente para encargarme un trabajo que me obligue a salir disparado hacia el sitio más insospechado del mundo....

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Por ejemplo, a Kapingamarangi.

¿Kapinga, qué? Vale, esa misma cara de sorpresa puse yo cuando escuché por primera vez el nombrecito de marras: Ka-pin-ga-ma-ran-gi. ¿Y dónde diablos está eso?

Este post fue publicado originalmente el 19 de mayo de 2014 y se repone ahora dentro de la campaña de verano 2016.

Hice primero lo que haría cualquier mortal que viva en el siglo XXI: acudí a san Google. Y Wikipedia me devolvió esta escueta información: Kapingamarangi es un atolón aislado perteneciente al estado federado de Pohnpei en los Estados Federados de Micronesia, en el océano Pacífico. Kapingamarangi está situado a 644 km al sur de Pohnpei […..] Algunos autores sugieren que Kapingamarangi pudo haber sido descubierto en 1537 por el español Fernando de Grijalva, suponiendo que podría ser la isla que llamó Pescadores, pero de la cual no dio indicación alguna de su latitud y distancias”.

Kapingamarangi está aquí: al norte de Papúa-Nueva Guinea, en pleno Pacífico; casi en la línea del Ecuador

Es decir, Kapingamarangi no solo existía sino que además tenía un pasado español del que el 99,9% de mis compatriotas (incluido yo mismo) jamás habíamos oído hablar. Acudí entonces a mi buena amiga Lola Escudero, historiadora y especialista en las antiguas posesiones españolas en el Pacífico. La historia que me contó era fascinante:

"En 1537, un galeón español al mando de Hernando de Grijalva que iba de Filipinas a México avistó una serie de atolones en mitad del Pacífico, entre ellos uno al que llamó Pescadores y que se supone es el actual Kapingamarangi, aunque no hay ninguna certeza. No desembarcaron en ellos, pero siguiendo la costumbre de la época dijeron algo así como “Estos, para nosotros” y tomaron posesión de esas tierras en nombre de la Corona española. Durante ese mismo siglo XVI otros navegantes españoles atisbaron más atolones del mismo grupo, pero sin desembarcar en ellos. No fue hasta 1686 cuando Francisco de Lezcano puso pie en tierra en la actual isla de Yap y llamó al archipiélago islas Carolinas, en honor al rey Carlos II (los españoles siempre hemos sido muy pelotas para esto de los topónimos).

Las Carolinas siguieron siendo parte –al menos nominalmente- del imperio español durante otros 213 años… pero sin españoles, si exceptuamos un intento de misioneros jesuitas por establecerse en ellas en 1730 que acabó con la matanza de 3 misioneros y la huida del resto.

Finalmente, tras la Conferencia de Berlín de 1885 -en la que las potencias europeas terminaron de repartirse África- y que entre otras resoluciones dictaminó que ningún país podría reclamar derechos de soberanía en adelante si no la ejercía directamente sobre los territorios en cuestión, España decidió mandar por fin en 1886 una escuadra a tomar posesión de sus dependencias en el Pacífico. Se instalaron en la isla de Pohnpei, llamada entonces Ponapé. Pero en apenas un año los indígenas exterminaron a todos los españoles y a los filipinos que les ayudaban. En 1887 se envió otro destacamento más poderoso que construyó en Ponapé una fortaleza (restos de la cual son visibles), una iglesia (queda la torre) y una pequeña villa a la que se le conocería como “la colonia”. Igualmente se construyó otro destacamento en la isla de Yap al que se le llamó Santa Cristina de Yap.

La vieja iglesia de Ponapé, levantada en 1886 por monjes capuchinos llegados con el primer gobernador español

Por desgracia, la presencia española en las Carolinas fue tan calamitosa como efímera: duró solo 13 años y se limitó a aquella colonia de Pohnpei y al asentamiento de Yap. Tras el desastre del 98, en el que perdimos desde Cuba hasta Filipinas, España vendió las Carolinas a Alemania por 25 millones de pesetas. En 1990 las Carolinas se convirtieron en la Federación de Estados de Micronesia, un país independiente con más agua que tierra.

De la fugaz presencia española en el Pacífico no se hubiera vuelto a hablar de no haber sido porque en 1948 el historiador español Emilio Pastor, revisando el contrato de venta de las Carolinas a Alemania, se percató de que los redactores habían olvidado poner en el acuerdo cuatro islotes minúsculos, entre ellos Kapingamarangi, que era el más alejado, el más remoto y también el más habitado de los cuatro. Pastor planteó el tema a Franco y el asunto llegó a ir a un Consejo de Ministros pero el gobierno de la época dijo algo así como que entre los 100 problemas más acuciantes que el país tenía en ese momento no estaba ni de lejos ponerse a reclamar unos hipotéticos derechos sobre cuatro islotes perdidos en el azul del océano cuyo PIB se medía en unos cuantos cocos y bananos. Y dio carpetazo al asunto.

Cementerio de Kolonia (en la isla de Pohnpei), con tumbas de muchos misioneros españoles llegados durante la colonia

Pero en teoría, y si Pastor llevaba razón, Kapingamarangi pudo haber seguido siendo española hasta 1990, cuando la ONU dio por finalizado el fideicomiso sobre todos esos territorios que tenía EEUU desde el final de la II Guerra Mundial.

Perdonad la digresión histórica, pero era fundamental para situaros en el tipo de destino al que mi cliente quería que fuera para hacer un reportaje fotográfico. Ya sabía qué era Kapingamarangi, vale; pero ¿y cómo diablos se llegaba hasta allí? En posteriores averiguaciones pude comprobar que la distancia real de Pohnpei, la isla-capital y último sitio con aeropuerto, hasta Kapingamarangi era de 420 millas náuticas, 770 kilómetros (y no 644 como dice Wikipedia). Y eso es mucha, mucha agua.

Puse en un buscador de vuelos “Kapingamarangi”… y nada. Busqué en Google “barcos a Kapingamarangi”… y nones. Al final hice lo que hacíamos antes de que existiera internet: llamé directamente a la fuente. En concreto a una autodenominada Oficina de Turismo que el gobierno de Micronesia tiene en Pohnpei. Una señorita me respondió tan rápida como contundentemente: no encontraba aviones porque en Kapingamarangi no hay aeropuerto. No encontraba barcos porque no hay ninguna línea regular que navegue a Kapingamarangi. La diligente funcionaria me aconsejaba no perder mi tiempo: no existía ningún medio de transporte regular que comunicara Kapingamarangi con el resto del mundo. Los 750 kilómetros de océano Pacífico eran un gallo duro de pelar.

La única comunicación con el exterior de sus habitantes era un carguero del gobierno micronesio que les lleva víveres (incluido tabaco) cada seis meses… y para que saliese el siguiente barco quedaba aún mucho tiempo. Entre barco y barco, los kapingas se apañaban con los recursos que tenían. Y ahí acabó la conversación.

Probé a buscar un hidroavión; resultado: no existen hidroaviones en la región. Probé a alquilar un helicóptero. Resultado: tanto en las compañías aéreas de Papua-Nueva Guinea (que está casi a la misma distancia de Kapingamarangi que Pohnpei) como en las de Micronesia me dijeron lo mismo; no disponían de un helicóptero con autonomía suficiente para hacer 1.500 kilómetros sin repostar. Pasé semanas estudiando cómo ir a Kapingamarangi. Ese nombre se convirtió en una obsesión; desayunaba con él y cenaba con él; soñaba con él: “Ka-pin-ga-ma-ran-gi”.

Pero un buen viajero nunca se rinde (ahí tenemos si no al pertinaz Marco buscando a su mamá). ¡Al final encontré una manera de llegar allí!

Casi dos meses después de aquella llamada me presenté en el aeropuerto de Barajas dispuesto a iniciar el larguiiiiiiisimo viaje cuyo destino final era el atolón de Kapingamarangi. ¿Sabrían sus habitantes que durante tres siglos y medio "fueron" españoles? ¿Seguirían a La Roja desde allí? ¿Harían la tortilla de patatas con cebolla o sin cebolla? ¿Cómo podían vivir perdidos en medio del océano sin apenas contacto con el exterior?

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Sobre la firma

Paco Nadal
Soy periodista de viajes, que no influencer. He hecho del viaje una forma de vida nómada… Y soy feliz así. Viajo por todo el mundo con mis cámaras y mis drones filmando documentales desde los que intento mostrar que el mundo, pese a todas nuestras agresiones, sigue siendo un lugar bellísimo y lleno de gente maravillosa.

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