De la blanca de plástico a la más incómoda del mundo: la insólita historia de las cinco sillas de todos los veranos
Un libro recoge 101 historias de sillas, desde la inquietante mecedora de 'Psicosis' a la que tallaba el carpintero Domingo en su taller de Ibiza y que acabó en el Museo de Artes Decorativas de Fráncfort
Si hay una silla que representa la globalización esa es la monobloc blanca. La puedes encontrar en unos sellos de Paraguay, en una oficina de Almería, en la puerta de una casa de Alabama o en una terraza de Luxemburgo. Es la más odiada, la más invisible y a la vez uno de los mejores diseños de la historia: cómoda, adaptable, estable, barata y fácil de producir. Pero su historia es tan desconocida como la de la omnipresente silla plegable de playa que desaparece cada otoño para regresar en ejército todos los julios, la hinchable de la piscina o la de madera con asiento de rafia o mimbre.
Nos sentamos en ellas más de un centenar de veces en nuestra vida y pocas veces nos paramos a pensar en su origen. ¿Cómo es posible que aquella silla de plástico blanca haya conquistado el mundo de una manera tan silente como implacable? ¿Hay alguien haciéndose de oro?
La firma española Andreu World y La Fábrica editan el libro Sillipedia, con 101 historias de sillas que cubren desde la extraña costumbre española de reservar un asiento para el sombrero a la inagotable creatividad del señor Ritz, que hacía las sillas más pequeñas para ampliar los espacios. Y, por supuesto, el nutrido anecdotario que atesoran los diseños clásicos, ya sean los más populares, como la denostada silla Monoblock, o los más extravagantes, como el legendario sillón para el sexo que Eduardo VII mandó construir para practicar cómodamente un ménage à trois.
Se diría que el concepto del asiento no admite muchas variaciones y, sin embargo, pocos son los arquitectos que han perdido la ocasión de darle una nueva vuelta de tuerca, dejando hallazgos tan estimulantes para la vista como para las posaderas. De esta detallada crónica sobre el mueble más elemental –el que nos permite reposar con cierta elevación del suelo– hemos elegido las historias de las cinco sillas de todos los veranos. Es posible que ahora mismo estés rodeado de al menos dos.
1. La silla de Domingo el carpintero que acabó en un museo de Fráncfort
Por Daniel Giralt-Miracle (*)
En los años sesenta, Ibiza aún era un paraíso poco contaminado por la modernidad, en el que pervivía la cultura rural. A ella pertenecía Domingo, un viejo carpintero que junto con su joven sobrino, que le hacía de asistente, seguía establecido en la parta alta de Dalt Vila. Domingo trabajaba la sólida madera de las sabinas insulares, a la que daba forma con la sierra, el cepillo, el escoplo, el formón... Las más tradicionales herramientas, que manejaba con destreza. Y de hecho, de su taller salieron muchas de las sillas y mesas que compraron para sus casas los miembros de la cuantiosa colonia de artistas alemanes, ingleses, franceses y americanos instalada en este refugio, que regularmente exponían en la galería Carl van der Voort, situada precisamente enfrente del taller en el que Domingo trabajaba a lo largo de una intensa jornada laboral, con frecuencia interrumpida para charlar con un amable vecino que no era otro que el arquitecto Josep Lluís Sert.
Uno de los clientes enamorados del repertorio mobiliario del popular carpintero era un alemán que resultó ser director del Museo de Artes Decorativas de Fráncfort, un centro que, aunque defendía el racionalismo, el funcionalismo y la Gute Form, no tuvo reparos en incorporar a su colección permanente, y junto a los asientos de Mies, Breuer, Le Corbusier..., las sillas y las mesas de Domingo, a quien debemos que la más ancestral cultura mediterránea forme ya parte de la gran historia del diseño europeo.
2. La Navy, con garantía de 150 años y la forma del trasero de Betty Grable
Por Ana Domínguez (*)
La historia de la silla Navy es una de las más sorprendentes e ingeniosas que conozco. Durante la Segunda Guerra Mundial, la Armada americana se encontró con un problema con las sillas que llevaban a bordo, ya que solían terminar destrozadas por los rudos marineros después de meses en alta mar. Necesitaban con urgencia sillas tan robustas como ligeras, no magnéticas, inmunes a la herrumbre producida por la sal marina y además resistentes al fuego. Misión casi imposible.
En los años cuarenta, Wilton C. Dinges, el fundador de Emeco, trabajó con un almirante en la producción de estas sillas hechas de aluminio reciclado y en el desarrollo de un extraordinario proceso de setenta y siete pasos que, combinado con el trabajo artesanal, consigue que las sillas sean indestructibles, con garantía de 150 años.
Gregg Buchbinder, cuyo padre había comprado esta fábrica en los años setenta y que después pasó a sus manos, se encontraba un día en Nueva York presentando una silla nueva que había hecho con Philippe Starck cuando conoció a sir Terence Conran, unas de las figuras históricas de la decoración contemporánea. Según me contó, Conran le relató una historia inesperada y alucinante: el curvado asiento de la silla 1006 (también llamada Navy) había tenido un molde anatómico excepcional, nada menos que ¡el trasero de Betty Grable! Según contaba, la pin-up más famosa de los años cuarenta había prestado sus posaderas para darle forma. Estupefacto por semejante historia, Gregg llamó inmediatamente a su empleado más antiguo, Davey Lake, que llevaba toda la vida en la fábrica y que le confirmó que ese rumor corría en la época y era un modo de animar a los marineros a tratar a sus sillas con más cariño. ¡Lo que hace la ilusión!
3. La 'monobloc', símbolo de la globalización y también de la accesibilidad
Por Carmen Sevilla (*)
La silla de plástico blanco es el mueble más utilizado del mundo. Eso leo, y abruma saberlo. Una silla que se me antoja invisible, o al menos mi cerebro desarrolla mecanismos para no verla, para no ser consciente de que es casi omnipresente. Sin embargo, me paro a pensarlo y caigo entonces en la cuenta de que me ha sujetado en la terraza de mi propia casa durante años resistiendo el paso implacable del tiempo, en los conciertos callejeros, en el cine de verano, en las terrazas de bares y restaurantes, en casas de amigos y familiares, en acciones reivindicativas, en conferencias y congresos, en la arena de la playa, el borde de un acantilado e incluso dentro de una piscina.
La lista podría seguir. La he visto en contexto y fuera de contexto. En iglesias, en desfiles, cabalgatas y procesiones, en locales de todo tipo. En situaciones de paz y de guerra. En aldeas y grandes metrópolis. En medio del desierto. Sucias, viejas y ajadas. Restauradas, cosidas, recompuestas con donaciones de otras sillas hermanas. Codiciadas y valoradas, sujetas por un candado a farolas y postes. Pero también abandonadas en vertederos y rodeadas de escombros.
Es una silla fuerte, resistente, ligera, adecuada al uso, limpia, apilable, cómoda, versátil y barata. El paradigma del diseño social y democrático; ¿la pieza con la que soñaban los diseñadores de las primeras vanguardias, de la Bauhaus o del constructivismo ruso? Podría ser, pero paradójicamente no tiene buena fama, es anodina en su presencia estética y sospechosa ante la creciente conciencia ecológica.
Martí Guixé pidió respeto para ella en 2009 y otros diseñadores la han considerado al revisitarla, como los hermanos Campana o Martino Gamper para la exposición que le ha dedicado el Vitra Design Museum en 2017. Esta muestra, Monobloc—A Chair for the World, constituye un homenaje a este diseño que conceptualmente nació en los años veinte y, tras varios productos que se acercaron a su objetivo, como la silla Panton o la Selene de Vico Magistretti [el diseñador que uso una cadena de bicicleta para crear el sofá más cómodo del mundo], irrumpe en el mercado en los años setenta. La Fauteuil 300 de Henry Massonnet parece ser la primera que reúne todos los requisitos de la monobloc. Aquí está otro de sus atractivos: pese a su popularidad y triunfo en el mercado, no tiene pedigrí, quizá por ello también la han ignorado los puristas del diseño, pero también los que creíamos que no lo éramos.
Hay otro pensamiento que me abruma: ¿cuántas se han debido de fabricar? ¿Cuántas hay ahora?
4. La de playa, la silla más incómoda del mundo
Por Isabel Campi (*)
¿Quién no ha ido a la playa o al campo llevando una de esas sillas de tubo de aluminio baratas, plegables, que no pesan, no se oxidan, se pueden almacenar y transportar sin esfuerzo? ¿Este modelo omnipresente en los campings es realmente un diseño bonito y cómodo? Pues no demasiado.
La curva de las patas las hace inestables y vuelcan cuando el usuario se inclina a un lado. El barrote de la parte de atrás se clava en las posaderas y el de delante, en la parte posterior de los muslos, cortando la circulación. El trenzado de las tiras de naylon termina por abrirse con el uso prolongado. Se reparan con dificultad y el viento se las lleva cuando sopla con fuerza.
Aun así, es uno de los diseños anónimos más populares del mundo. Apareció en el mercado norteamericano en los años cincuenta cuando el fabricante de aluminio Alcoa pensó que debía encontrar una salida a su abundante producción de tubo acumulada durante la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de su defectuosa ergonomía, fue el modelo oportuno en el momento oportuno, convirtiéndose en un artículo imprescindible para las familias de posguerra que se disponían a vivir el sueño americano consistente en residir en las afueras de la ciudad. Era la silla omnipresente en las barbacoas, las fiestas de amigos en el jardín y las playas. Y todavía lo es. Incluso se la ve en las calles de los pueblos y ciudades durante las calurosas noches de verano cuando la gente saca las sillas de casa y se dispone a charlas con los vecinos.
En los años cincuenta Alcoa publicitaba este modelo con el argumento de que era la silla que "te acompañaba a todas partes" y, dirigiéndose al mercado femenino, defendía sus ventajas para las amas de casa, que, en adelante, no necesitarían a un hombre para llevar las sillas al jardín.
Con el paso del tiempo esta silla se ha convertido en un modelo universal y sus prosaicas prestaciones superan con creces sus incomodidades. Es una silla para gente práctica que considera que el precio y la función son más importantes que la belleza o que dispone de otros modelos más sofisticados que permiten permanecer largas horas sentado. Sí, esta silla te acompaña a todas partes, pero no por mucho rato.
5. La hinchable que ha traspasado la utopía arquitectónica para aterrizar en tu piscina
Por Isabel Campi
Cualquiera que haya diseñado o producido una silla sabe lo difícil que es concebir una estructura que soporte el peso de una persona corpulenta aparentando la máxima ligereza. Hay que disimular cómo actúan las potentes fuerzas de presión y torsión. Durante milenios las sillas tuvieron cuatro patas. Utilizando tubo de acero, los diseñadores de Movimiento Moderno se las arreglaron con dos y, a mediados de los años cincuenta del siglo XX, Eero Saarinen logró que su silla Tulip se levantara sobre una sola pata, de tal modo que esta adoptaba la apariencia de un pedestal. El reto siguiente sería diseñar una silla sin patas. Es decir, una silla que se sostuviera en el aire.
El sueño se hizo realidad en los años sesenta del siglo XX, cuando se pudieron construir eficientes estructuras hinchables con film de PVC soldado mediante alta frecuencia. Pero de hecho los globos aerostáticos, los zepelines y las lanchas de salvamento ya eran estructuras hinchables bien experimentadas desde hacía tiempo. Lo que las nuevas tecnologías permitían era la fabricación económica y a gran escala. Los artefactos neumáticos perfeccionados dieron alas a la imaginación de los arquitectos y diseñadores del movimiento pop, que buscaban sistemas constructivos alternativos al hormigón y al acero que fueran la expresión de su rechazo al academicismo moderno. Los hinchables eran un vehículo ideal para comunicar los conceptos de lo efímero y lo transitorio y, en muchos aspectos, una de sus manifestaciones más originales. Los edificios y los objetos neumáticos eran coherentes con el deseo de los jóvenes de liberarse de los conceptos tradicionales de solidez y permanencia.
Durante la era del pop las estructuras de aire estaban "en el aire", de tal modo que el Museo de Arte Moderno de París encargó al grupo Utopie la exposición Structures gonflables, curiosamente en el mismo año en que estalló la revolución estudiantil: 1968. Utopie era un grupo de jóvenes arquitectos franceses, liderado por el urbanista de orientación marxista Henri Lefebvre, que cuestionaba la mediocridad del urbanismo, de las arquitectura y el diseño modernos proponiendo la construcción de pabellones y ciudades hinchables que pudieran ser montadas y desmontadas en cuestión de horas en cualquier lugar y sin previo aviso.
Tres componentes del grupo –Jean Aubert, Jean-Paul Jungmann y Antoine Stinco– crearon la empresa A.J.S. Aérolande para editar y comercializar sus muebles soportados por aire. A diferencia del grupo británico Archigram, que también proponía ciudades hinchables, pero se mantenía dentro de la utopía gráfica, de acuerdo con su visión social Aérolande quería acercar sus diseños a la gente.
Uno de sus muebles más logrados e imitados fue el sillón Tore, lanzado en 1968. Estructuralmente, se componía de dos "salchichas" de aire que rodeaban un puf, también lleno de aire. Eso, unido a la ausencia de colores y la sencillez del acto de hinchar, generaba un mueble redondeado, muy divertido, bastante incómodo y tan efímero como los ideales de sus creadores.
(*) Daniel Giralt-Miracle es crítico, historiador del arte y profesor. Fue director del Museu d'Art Contemporani de Barcelona (MACBA) y comisario del Año Internacional de Gaudí en 2002.
Ana Domínguez es historiadora del arte y especializada en diseño por el Sotheby's Institute of Art de Londres.
Carmen Sevilla es profesora de Historia y Teoría del Diseño en la Escuela de Arte Superior de Diseño de Valencia y de Estética del Diseño en la Universidad de Jaume I de Castellón.
Isabel Campi es diseñadora industrial licenciada en Historia del Arte y doctora en Diseño por la Universidad de Barcelona. Comisaria de exposiciones, articulista y autora de varios libros sobre teoría e historia del diseño.
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