Adiós al nombre y logo de tu equipo: ¿justicia social o exceso de la cultura de la cancelación?
Tras décadas de debate, el equipo de la NFL de Washington dejará de llamarse Pieles Rojas. Equipos de otras ciudades con nombres con connotaciones racistas pueden correr la misma suerte
Los Washington Redskins han sido los últimos en rendirse a la poderosa marejada de la corrección política. El equipo de fútbol americano ha aceptado cambiar de nombre tras años insistiendo en que el actual (pieles rojas) nunca ha pretendido ser un insulto racista, sino todo lo contrario, un homenaje y una muestra de respeto a los primeros pobladores de los Estados Unidos.
Los Redskins ceden así al signo de los tiempos, a la idea, cada vez más extendida en el país de las oportunidades de que algo debe cambiar para que todo siga igual. Hace apenas unos días, el propietario del club de la capital federal, Dan Snyder, insistía aún en que iban a mantenerse fieles a sí mismos y que no cederían a presiones “interesadas y maliciosas”. Lo hacía en respuesta a unas declaraciones de la congresista demócrata por Nuevo México Deb Haaland, de padre noruego y madre nativa, integrante de la tribu amerindia de los Laguna Pueblo, una mujer que ha dedicado gran parte de su tiempo a promover cambios que demuestren una nueva sensibilidad hacia las minorías étnicas: “Con esa resistencia a cambiar de nombre, los Redskins me ofenden a mí, a mi gente y a todo aquello en lo que creo y lo que represento”, había dicho Haaland.
Los Redskins acaban de perder un pulso histórico que en los últimos años habían convertido en cuestión de principios. Además de a un nombre con 87 años de historia, renuncian a su logo, a las coreografías de inspiración ‘étnica’ de su equipo de animadoras y a una campaña de marketing muy centrada en la identidad ‘piel roja’
“Hace 87 años que somos los ‘pieles rojas’ de Washington”, respondía un acorralado Snyder, “y ese nombre es parte fundamental de nuestra identidad y motivo de orgullo. Nunca renunciaremos a él”. Snyder citaba incluso una encuesta publicada por The Washington Post en 2016 en la que nueve de cada diez nativos estadounidenses aseguraban no sentirse ofendidos por nombres como el de su club o el de los Cleveland Indians, de la liga profesional de béisbol. “¿A quién ofendemos entonces llamándonos como nos llamamos?”, se preguntaba en voz alta el dirigente deportivo.
La airada respuesta de Snyder fue el último conato de resistencia por parte de unos Redskins que empezaban a asumir que la guerra estaba perdida. El pasado lunes 13 de julio, llegó la claudicación definitiva. Tras recibir presiones del patrocinador de su estadio, la empresa de mensajería FedEx, el club anunciaba en las redes sociales que buscaba un nuevo nombre de cara a la temporada que arranca el 10 de septiembre y pedía sugerencias a sus aficionados. Un hincha desencantado proponía en Twitter que el equipo pasase a llamarse Washington No Balls (Washington Sin Pelotas), por haber acabado cediendo a la llamada ‘cultura de la cancelación’ impulsada, entre otros, por el movimiento Black Lives Matter.
Sus detractores describen esta cultura, nacida en las universidades a finales de los años ochenta y nutrida últimamente por el activismo en redes como Twitter, como la obsesión progresista por borrar el pasado y reescribir el presente desde el punto de vista de las minorías oprimidas. Sus partidarios (que no hablan de ‘cancelación’, sino de ‘justicia social’) argumentan que no se trata de borrar nada, sino de una simple reparación de agravios históricos que no tienen por qué perpetuarse en el tiempo. Deb Haaland, acusada con frecuencia por la prensa conservadora de ser una de las principales representantes políticas de esa cultura de la inquisición cultural y el olvido selectivo, celebró la claudicación de los Redskins como una victoria de la sensatez y el sentido común. Su única objeción fue que las dos propuestas de nuevo nombre más populares entre los aficionados del equipo, Warriors y Redhawks, le siguen pareciendo “un tanto desafortunadas”. Pero ese será ya el próximo asalto.
El caso es que los Redskins acaban de perder un pulso histórico (las primeras peticiones de cambio de nombre se remontan a la década de 1960) que en los últimos años habían convertido en cuestión de principios. Además de a un nombre con 87 años de historia, renuncian a su logo (un jefe indio de perfil, con su trenza tribal y sus plumas), a las coreografías de inspiración ‘étnica’ de su equipo de animadoras y a una campaña de marketing muy centrada en la identidad ‘piel roja’: no hace mucho, era habitual el reparto entre sus aficionados de reproducciones de plástico de hachas algonquinas, los tradicionales tomahawk. Incluso su casaca, de un llamativo color borgoña que pretende ser una piel roja, estaría bajo sospecha.
Al club no le han faltado aliados en esta defensa de la identidad hoy perdida. La prensa de Washington recordaba estos días a Zema Williams, el popular Jefe Zee, un aficionado de los Redskins que llevaba asistiendo a los partidos de su equipo disfrazado de guerrero apache desde 1978 y acabó convertido en mascota oficiosa del club hasta su muerte, en 2016. Para Snyder, el de Williams es un ejemplo de hasta qué punto “era sana e inocente” la identificación entre el equipo y la tradición amerindia. El comentarista deportivo Barry Richard contaba en su columna de opinión en WBSM que el equipo, fundado en Boston en 1932, adoptó el nombre al que acaba de renunciar en 1933, “en el Boston abrumadoramente blanco de los años 30 y en la América que rendía culto al western e idolatraba a John Wayne”. En un contexto, en fin, “en el que apostar por un nombre así era un ejemplo de coraje cívico, progresismo y respeto por las minorías”. El nombre, además, empezó siendo una broma privada, un homenaje a su primer entrenador, William Henry Lone Star Dietz, que presumía, al parecer sin mucho fundamento, de ser de origen sioux.
Sin embargo, voces como las del periodista político y deportivo Mansur Shaheen disienten de esta lectura “edulcorada y amable” de la historia de los Redskins: “El club se resistió hasta mediados de la década de 1960 a incorporar jugadores afroamericanos. De hecho, fue una de las últimas franquicias de las grandes ligas en hacerlo, a pesar de que recibió presiones del gobierno federal durante las presidencias de Eisenhower y Kennedy para que renunciase a su terca política de segregación racial”.
Probablemente los próximos en renunciar a su actual nombre serán los Cleveland Indians, que llevan en el centro de la diana desde 2016, año en que los disfraces de indígena con que sus aficionados acudían a los partidos empezaron a ser calificados de racistas
En un artículo en la revista Medium, Shaheen recuerda que la franquicia acaba de ser denunciada por acoso y actitudes sexistas y desconsideradas contra 15 de sus trabajadoras, en su mayoría animadoras, lo que vendría a demostrar que sigue siendo una institución “poco digna” y propensa a los comportamientos “tóxicos”. Aunque fuese cierto que su nombre es un homenaje a las tribus amerindias, el club “no está a la altura” y no puede pretender erigirse en portavoz de una etnia “a la que no representa y a la que no hace justicia”. En su artículo, Shaheen insiste en que no debe olvidarse que los actuales nativos estadounidenses son “supervivientes de un genocidio y de una expropiación de tierras violenta y masiva”. Ya que siglos después no han recibido una reparación suficiente por las injusticias históricas de las que fueron objeto, merecen al menos “un poco de consideración y que su nombre no sea tomado en vano”.
Todo apunta a que los próximos en rendirse a la nueva tendencia revisionista y renunciar a su actual nombre van a ser los Cleveland Indians, que llevan en el centro de la diana desde 2016. Ese año se clasificaron para las series mundiales, y los disfraces de indígena con que parte de sus aficionados solían acudir a los partidos empezaron a ser calificados de racistas por la prensa nacional. El club trató entonces de blanquear su imagen con concesiones tan llamativas como dejar de hacer uso en cascos y uniformes de su tradicional mascota, Chief Wahoo, un joven jefe indio de piel rojísima y rictus risueño que les venía representando desde 1947.
No ha sido suficiente. Los Indians acaban de hacer público que les preocupa “tener un impacto positivo sobre su comunidad y contribuir de manera responsable al progreso social” y que entienden que su nombre puede resultar “inapropiado”, por lo que invitan a accionistas y aficionados a “un sereno debate” sobre si conviene o no cambiarlo.
Mucho menos predispuestos al cambio se están mostrando de momento los Chicago Blackhawks, de la NHL. El equipo de hockey hielo considera que tiene todo el derecho del mundo a rendir tributo a Halcón Negro, líder de la tribu amerindia de los Sauk, un noble indígena del siglo XIX que se alió con los británicos en un intento de resistir al impulso colonizador estadounidense y que hoy es venerado como un ídolo local en la ciudad de Chicago y en todo el estado de Illinois. Sin embargo, voces autorizadas como el periodista de The Nation Dave Zirin denuncian que el nombre no deja de ser un ejemplo de apropiación cultural por parte de un club de mayoría blanca y en que “no se puede reducir al líder de una comunidad minorizada a la condición de simple mascota”.
Tampoco parece que vayan a poder sustraerse a la polémica los últimos campeones de la Superbowl, los Kansas City Chiefs. Incluso un comentarista local de prestigio, Vahe Gregorian, considera que “ha llegado el momento de dejar de ser cómplices de una ofensa cultural” buscando un nuevo nombre para el equipo. Gregorian, como Zirin, como Haaland y como tantos otros partidarios de la nueva corrección política, considera injusto que “los niños y adolescentes amerindios crezcan con la idea de que su identidad étnica no merece el menor respeto y puede ser reducida a un simple chiste”. De poco ha servido que los responsables de la franquicia recordasen que Kansas fue habitado en su día por tribus indígenas como los Sioux, los Cheyenne, los Arapahoe, los Kiowa y los Wichita, y que la referencia a sus jefes (chiefs) no es más que un guiño a la memoria histórica del estado.
A este paso, según escribía Will Leitch en un completo y controvertido artículo en New York Magazine, incluso los Atlanta Braves, de la MLB, o los Golden State Warriors, de la NBA, podrían tener problemas a medio plazo, a pesar de que los suyos son nombres genéricos, sin una referencia directa a la tradición amerindia y por tanto difícilmente pueden ser considerados ejemplos de apropiación o de uso peyorativo de expresiones raciales. A los Braves se les reprocha sobre todo su larga tradición de uso de princesas indias como mascotas más o menos oficiales, aunque ya renunciaron a ello hace varios años. Y en el caso de los californianos, existe un precedente, el del equipo de baloncesto de la universidad de Marquette, que pasó a llamarse Golden Eagles en respuesta a un grupo de alumnos de origen nativo que consideraba que la palabra warriors (guerreros) se identifica sobre todo con la resistencia amerindia a la colonización europea y no debe de recibir otros usos.
¿Excesivo? William Leitch opina que sí. Él cree que el “el progreso” no tiene que pasar necesariamente porque los clubs deportivos cambien de nombre, de logo y de mascota persiguiendo la quimera de que nada en su imagen de marca resulte ofensivo para nadie. Sin embargo, como concluye Leitch, “el progreso es progreso”, y como tal “siempre sigue su curso” y atropella al que se cruce en su camino. Cualquier acto de resistencia acaba resultando estéril.
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