“Una abominación” y "un completo desastre": por qué ‘La puerta del cielo’ es una de las películas más brillantes y fallidas de la historia del cine
"Le dediqué todo mi talento, pero en el proceso perdí la objetividad. Me entraron dudas y acabé traicionándome a mí mismo”, confesó Michael Cimino 30 años después de haber estrenado el gran fracaso de su carrera como cineasta
“La película se me fue de las manos”. Michael Cimino tardó más de treinta años en reconocer esta verdad elemental. Lo hizo en 2012, cuando presentaba en sociedad la versión “restaurada” de su obra maldita, La puerta del cielo: “Aquí tienen la película tal y como la concebí y tal y como me hubiese gustado estrenarla en 1980. Si no habían podido verla así hasta ahora es por mi culpa. Le dediqué todo mi talento y mi energía, pero en el proceso perdí la objetividad, me enfrenté al estudio que la producía y luego me entraron dudas y acabé traicionándome a mí mismo”. Sus palabras son un resumen preciso y ecuánime de lo que ocurrió entre verano de 1978 y otoño de 1980, los dos años y pico en que se concibió, pactó, rodó, montó y estrenó una de las películas más ambiciosas, brillantes y fallidas de la historia del cine.
Porque La puerta del cielo, cuya primera versión (y ha conocido unas cuantas) cumple 40 años este verano, es todo eso y muchas otras cosas. Un derroche, un desastre, un canto a la autoindulgencia y la desmesura. Pero también una (paradójica) obra maestra que se avanzó a su tiempo y a la que, cuatro décadas después, no se le acaba de hacer justicia. El periodista británico Zach Vasquez incitaba hace unos días a sus muy cinéfilos lectores a “verla de nuevo, pero esta vez para darle una verdadera oportunidad, intentando olvidar todo lo que hemos leído sobre ella”. Vasquez es de los que piensan que la antipatía insólita que suscitaron Cimino y su western ‘de autor’ en 1980 se debe a razones que ya no tienen la menor importancia.
El rodaje de 'La puerta del cielo', que iba a durar siete semanas, acabó convertido en una extenuante prueba física de más de medio año en la que se invirtieron el grueso de esos 44 millones de dólares, una auténtica fortuna por entonces
Hoy ya no importa que costase 44 millones de dólares y recaudase apenas 3,5. No importa que los directivos de United Artists que toleraron semejante despropósito y tan obsceno derroche perdiesen sus trabajos y que la compañía fuese vendida muy poco después a Metro Goldwyn Mayer. No importa que uno de esos directivos, Steven Bach, quisiese ajustar cuentas con Cimino publicando, en 1985, su despiadada crónica Final Cut: Art, money and ego in the making of Heaven’s Gate, the film that sank United Artists, origen en gran medida de la leyenda negra que sigue acompañando a la película. No importa que Cimino se comportase como un déspota solitario en el rodaje ni tratase después con desprecio y prepotencia a la prensa especializada de Nueva York, a sus socios comerciales o incluso a compañeros de profesión, como Norman Jewison, que se ofrecieron a echar una mano cuando las cosas empezaban a ponerse feas.
Ni siquiera importa que lo que se quiso vender como un “western social, proletario y subversivo” fuese en realidad la obra de un anarco-individualista con ideas muy a la derecha del (supuesto) consenso liberal de Hollywood. No importa tampoco que se estrenase dos veces (primero en una versión de más de tres horas y varios meses después en una de 147 minutos que sacrificaba gran parte de sus virtudes estéticas) y que la crítica hablase de ella como “un naufragio”, “una abominación” y "un completo desastre". Para Vasquez, la película es espléndida, ha resistido estupendamente la prueba del tiempo y, ahora que las aguas de la discordia comercial e ideológica ya no mueven el molino, puede por fin disfrutarse sin prejuicios.
Pilar Carrera, profesora de Teoría de la comunicación en la Universidad Carlos III y autora de Michael Cimino (Cátedra), biografía del director neoyorquino, comparte a grandes rasgos la opinión de Vasquez. Ya en su libro describía a Cimino como “un cineasta de genio, uno de los más brillantes y radicales de la historia del cine”, además de “uno de los más incomprendidos y vilipendiados por la crítica convencional”. Hoy opina que La puerta del cielo es “una película magnífica”. Un western “sin indios ni vaqueros en el que todo se juega entre blancos ricos y pobres, en el que el Salvaje Oeste es el de la lógica del capital y en el que ninguna de las clases enfrentadas se libra de sus propias contradicciones”. Un retrato plural de un conflicto histórico, la llamada guerra del condado de Johnson, que enfrentó a jornaleros inmigrantes contra empresarios ganaderos en el Wyoming de la década de 1890. Cimino convirtió aquella carnicería local, según Carrera, en “un western antidogmático y desgarradoramente ‘real’, en un sentido muy distinto a esa forma discursiva conservadora que solemos llamar realismo”.
Cimino trabajó en un primer esbozo del guion en 1971, cuando era aún un licenciado en Artes gráficas y Pintura que se ganaba la vida como creativo publicitario en una gran empresa de Madison Avenue, en Manhattan. Mientras dirigía cuñas publicitarias para Pepsi, Kodak o la marca de cigarrillos Kool, soñaba ya con contar en la gran pantalla la verdadera intrahistoria del Viejo Oeste: la de los plutócratas que exterminaron a los indios y construyeron el ferrocarril y su guerra sin cuartel contra el proletariado campesino recién llegado de Europa. Sin embargo, el destino pondría en su camino otro par de proyectos cinematográficos. Primero, la intriga criminal Un botín de 500.000 dólares (1974). Y después, El cazador (1978), descarnado retrato de la guerra de Vietnam que le consagraría como uno de los grandes autores de su generación.
Cimino no supo darse cuenta a tiempo de que volvía de su encierro creativo con la reputación maltrecha. De presunto genio del cine había pasado a ser el símbolo de los excesos
El 9 de abril de 1979, Cimino recibió el Oscar a la mejor dirección por El cazador. Cinco días más tarde viajaba al parque natural de los Grandes Glaciares, en el estado de Montana, para empezar el rodaje de La puerta del cielo. Acababa de cumplir 40 años y estaba pletórico. En su última reunión de pre-producción, en Los Ángeles, había llegado a un acuerdo de caballeros con United Artists: se comprometía a hacer la película por un máximo de 11 millones de dólares (una cantidad razonable, apenas cuatro millones más de lo que le ofrecía inicialmente el estudio) y a entregarla entre octubre y noviembre de ese año para que pudiese estrenarse antes de Navidades y competir en la siguiente edición de los Oscar. Sin embargo, había una cláusula que convertía ese par de compromisos en letra muerta: se le autorizaba a gastar más dinero (sin especificar cuánto más) siempre que fuese para acelerar en la medida de lo posible el estreno de la película y se renunciaba a penalizarle en caso de que, pese a todos los esfuerzos, no estuviese acabada a tiempo. Tal y como lo resumiría Bach cinco años después: “Gástate lo que quieras y entréganos la película cuando buenamente puedas. Confiamos en tu profesionalidad, tu buena fe y tu buen criterio. Esa es la cláusula que consiguieron colocarnos Michael y su agente. Y nosotros la firmamos”.
¿Por qué lo hicieron? Según Bach, porque por seguían confiando en Cimino, al que consideraban “un genio”, aunque también un tipo imprevisible y volátil. La película parecía prometedora, estaba en su cabeza y él era el único capaz de hacerla. Además, tras eternas discusiones, el director había renunciado a propuestas tan poco realistas como que John Wayne protagonizase el filme y Henry Fonda, Burt Lancaster, James Stewart, Burt Reynolds, Ingrid Bergman y Kirk Douglas aceptasen papeles secundarios. También encajó con deportividad que ni Jane Fonda ni Diane Keaton estuviesen disponibles para el único papel femenino de cierto peso, el de madame del burdel local, objeto de deseo de los dos protagonistas. Tras insistir una y otra vez en que Francis Ford Coppola había podido contar con Marlon Brando en El padrino y que él también tenía derecho a ‘su’ Marlon Brando, ya fuese Wayne, Lancaster o Fonda, Cimino acabó cambiando de táctica: aceptaba dirigir una película “sin estrellas”. La estrella iba a ser él.
Eso sí, se mostró intransigente en los nombres de las cuatro no-estrellas que quería que la protagonizasen: Kris Kristofferson, Christopher Walken, Isabelle Huppert y John Hurt. Al estudio no le entusiasmaba ninguna de esas opciones, pero centró su rechazo en Huppert, a la que veían “demasiado joven, demasiado frágil y demasiado francesa” para interpretar a la propietaria de un prostíbulo. En el colmo de la falta de elegancia, Bach llegó a decir: “Esta chica es mucho menos atractiva que Kristofferson y Walken, el público no entenderá que los dos quieran acostarse con ella en lugar de acostarse entre ellos”. Pero Cimino convirtió la presencia de Huppert (a la que Bach y sus socios empezaban a conocer como “la novia gabacha malhumorada de Michael”) en cuestión de principios. Y se salió con la suya. El éxito abrumador y los cinco Óscar obtenidos por El cazador convencieron a los productores de que valía la pena mostrarse indulgentes. Michael era el hombre del año y seguro que sabía bien lo que se traía entre manos.
Sin embargo, en la primera semana de rodaje ya se hizo evidente que las visiones del proyecto de Cimino y United Artists eran del todo irreconciliables. El estudio aspiraba a producir una película de prestigio que, además, fuese un buen negocio. El director, en cambio, se había propuesto crear una obra de arte mayúscula, rotunda y sin precedentes. Y el gran arte se hace sin prisas y no tiene precio. Bach dejó escrito que casi un tercio de los 11 millones previstos se habían gastado ya antes de rodar la primera escena: Cimino había reunido a un ejército de 70 intérpretes, 118 técnicos y varios cientos de extras, había alquilado a un precio delirante varias hectáreas de terreno a la reserva federal de los indios Pies Negros e instalado en ellos una inmensa reconstrucción de un poblado del Oeste que luego hubo que desmontar y montar de nuevo porque, según testimonio del director de fotografía, Vilmos Zsigmond, “la calle principal era unos diez centímetros más estrecha de lo previsto”.
Cimino, asustado ante el nulo impacto en taquilla y la virulenta reacción de la prensa, pidió que la película fuese retirada y se comprometió a trabajar en una versión “bastante más convencional y mucho más corta”
El director siguió gastando dinero a discreción y trabajando sin apenas interferencias hasta mediados de mayo. La única representante de United Artists a la que se permitió supervisar el rodaje era la productora, Joann Carelli, mujer flexible, entusiasta e íntima amiga de Cimino, con el que compartía la idea de que lo único importante era hacer la mejor película posible. Según la versión de Bach, interesada, pero basada en gran medida en cifras y datos concretos, en los seis primeros días se había filmado el equivalente a menos de una jornada según lo previsto en el plan de rodaje: Cimino dio por buena una escena de poco más de un minuto y desechó todo lo demás.
La prensa empezaba a publicar artículos de periodistas infiltrados en el rodaje en los que se hablaba de planos de recurso filmados más de 50 veces. De terribles discusiones tras las cuales un Cimino cada vez más narcisista, autoritario y desquiciado desaparecía durante horas. De jornadas enteras de inactividad delirante, con todo el equipo dispuesto, en las que el director esperaba que una nube en concreto se posase tras una montaña o corregía una y otra vez la posición de los extras en el encuadre, como un pintor que le añade nuevas pinceladas a su lienzo. El rodaje que iba a durar siete semanas acabó convertido en una extenuante prueba física de más de medio año en la que se invirtieron el grueso de esos 44 millones de dólares, una auténtica fortuna por entonces.
Cimino no supo darse cuenta a tiempo de que volvía de su encierro creativo en Montana con la reputación maltrecha. De presunto genio del cine había pasado a ser el símbolo de los excesos del Nuevo Holywood. Incluso alguno de los actores por los que apostó contra viento y marea se refería a él como ‘el Ayatolá’, el hombre de las exigencias ridículas y los absurdos caprichos. Joann Carelli le advirtió de que United Artists empezaba a preocuparse por las expectativas comerciales de la película, que tenía el presupuesto disparado, iba a estrenarse tarde y estaba siendo objeto de una pésima campaña de prensa.
Pero nada de esto parecía preocupar a Cimino, que se había traído de la tierra de los Pies Negros alrededor de 220 horas de metraje, cerca de un millón de metros de celuloide. Más incluso, confesaba a sus allegados con cierto orgullo, de lo que se trajo Francis Ford Coppola del rodaje de Apocalipsis Now en Filipinas. Buceando en aquel mar de celuloide estaba la película, la obra maestra prometida. Se trataba de sacarla a flote en la mesa de montaje, y eso es lo que intentó Cimino durante el otoño de 1979 y la primavera de 1980.
El 26 de junio del 80, mostró en un pase privado en United Artists una primera versión de 310 minutos. Más de cinco horas. Pretendía estrenarla tal cual, tal vez en dos partes, con una breve pausa en medio, como en el teatro o en la ópera. Los directivos presentes trataron de disimular su inquietud y estupor. Hay escenas brillantes y con mucha fuerza, le dijeron, como las del baile de graduación en Harvard o la pista de patinaje, que parecen cuadros renacentistas en movimiento. Sí, claro, es un poema visual, argumentaba el director. Parece un western filmado por David Lean, aventuró uno de sus interlocutores en lo que a Cimino le pareció un elogio envenenado. “Está muy bien”, terció Steven Bach tras un largo silencio, “pero no podemos estrenarla así. Son más de cinco horas”. Cimino se mostró dispuesto a repasar el metraje e intentar acortarla un poco, pero “no más de 15 o 20 minutos”. Podarle más las ramas sería mutilarla, como cortarle los brazos a la Venus de Milo. Pero los directivos de United Artists no creían tener entre manos una Venus de Milo, sino un desastre en ciernes, un inmenso agujero en su cuenta de resultados. Una película que nadie querría ir a ver y un director tan terco y ensimismado que ni siquiera se daba cuenta de cuál era el problema.
En los días siguientes se barajaron todas las opciones. Incluso la de despedir a Cimino, hacerle una demanda preventiva por mala fe e incumplimiento de contrato y dejar la película en manos de un “verdadero profesional”. Alguien como Norman Jewison. O, por qué no, David Lean. Al final se optó por la vía intermedia de plantearle un ultimátum: un par de meses adicionales para que trabajase en una versión final de un máximo de tres horas.
Cimino aceptó a regañadientes. Dedicó sus mañanas, sus tardes y sus noches de verano a salvarle la vida a una película que nacía moribunda y que ya no se sentía capaz de sacar de la incubadora. Incluso un detractor tan feroz como Bach reconoce que hizo lo que pudo, pero el apego a su material le impedía prescindir de las escenas más bellas y más largas. Para Cimino, todo en la película era sustancial. Para sus socios, convertidos ya en enemigos, todo era relleno.
Al final, se dio por buena una versión de 219 minutos que no entusiasmaba a nadie. La presentaron en Nueva York en noviembre de 1980. Fue un fracaso. En el prestreno, Cimino tuvo la ingenuidad de preguntarle a un empleado del estudio por qué nadie bebía champán en el entreacto: “¿No lo entiendes, Michael? ¡Odian tu película!”. Estuvo una semana en cartel. Lo suficiente para que la crítica neoyorquina la destrozase sin el menor recato, hincando los colmillos hasta el hueso. “Es algo casi inédito en las grandes producciones de Hollywood: un inclasificable desastre”, escribió Vincent Canby. “Vista esta auténtica abominación, me pregunto si después de todo no me equivoqué al decir que El cazador era una buena película”, escribió Pauline Kael.
El propio Cimino, asustado ante el nulo impacto en taquilla y la virulenta reacción de la prensa, pidió que fuese retirada y se comprometió a trabajar en una versión “bastante más convencional y mucho más corta”. Era una claudicación en toda regla. Ya no se trataba de pasar a la página más exclusiva de la historia del séptimo arte, sino de salvar los muebles. La versión que se estrenó en abril de 1981 duraba 149 minutos. Resultaba igual de coherente (o de incoherente) que las anteriores, pero sacrificaba gran parte de su majestuosidad, su ambición y su belleza. Fue un fracaso sin paliativos en Estados Unidos y un discreto éxito en Europa. Exhibida en el festival de Cannes, entusiasmó al menos a una parte de la crítica francesa y británica, pero no sirvió para rescatar a Cimino del descrédito.
Para Pilar Carrera, lo esencial de esta historia es que “la película sufrió cortes, cambios, toda suerte de avatares, de infortunios, pero lo aguanta todo. Es un film mutante, camaleónico. Es difícil, ni aún proponiéndoselo seriamente, acabar con una propuesta tan potente como la de Cimino. Incluso reduciéndola a ruinas, los restos florecen magníficos”. Criterion apadrinó la restauración de la película en 2012 y hoy puede decirse que esa presunta ruina florece mejor que nunca. A nuestra generación acostumbrada a maratones de HBO o de Netflix no le disuade en absoluto que una película necesite 219 minutos para crear un universo de ficción apabullante y contarnos una historia compleja en toda su riqueza y sus matices. Tampoco nos escandaliza que nos muestren, a estas alturas, que las grandes corporaciones capitalistas de los Estados Unidos se enriquecieron y consolidaron explotando, cuando no exterminando, a pobres, inmigrantes e indígenas. Y no nos indigna el grado de ambigüedad moral implícito en que dos buenos amigos dispuestos a compartir a la mujer a la que aman combatan uno del lado de los desposeídos y el otro junto a los empresarios depredadores y homicidas.
Han pasado cuarenta años y el mundo ha dado la razón a Michael Cimino. Tal vez no a su autoindulgencia, su despotismo creativo y su gusto por el derroche, pero sí a su visión artística y a su terca voluntad de no someterse a las exigencias de un modelo de producción caduco. Tal y como explica Pilar Carrera, “suele decirse que la película fue la causa del hundimiento de United Artists, que Cimino en su delirio creativo fundió dinero a espuertas, desbordó todas las previsiones presupuestarias. Pero presupuestos más disparatados se habían visto y se verían”. Para ella, el problema fue más bien que “le cortaron el paso”. La película era “demasiado radical, ponía de forma demasiado lacerante el dedo en la llaga. La metieron en el calabozo en cuanto vio la luz”. En su opinión, “United Artists arrastraba problemas que muy poco tenían que ver con Cimino. La tesis que sostiene Steven Bach en su libro es poco defendible, más allá de los límites de una cierta mitología”.
Cuarenta años es tiempo más que de sobra para hacer las paces con una película que tal vez nunca mereció que le declarasen la guerra. Zach Vasquez lo tiene claro: ha llegado el momento de volver a verla. Y esta vez, sin prejuicios.
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