Michael Robinson: historia de un reportaje inacabado
La última vez que estuve con Michael Robinson fue en el Wanda Metropolitano. Jugaba el Liverpool, su equipo, con el Atlético de Madrid y ahí empezábamos un reportaje para El País Semanal que quedó suspendido. No pudimos viajar a Anfield con él, en esa vuelta a sus orígenes, antes de despedirse de todo. Murió la pasada semana en Madrid y la historia quedó incompleta.
La percha, en un periódico, es esa mínima o gran excusa que te ofrece la actualidad para que nos metamos a escribir un artículo. Las redacciones están llenas de ellas: de las físicas cuelgan los abrigos; de las metafóricas, gran parte del contenido. Para casi todo debes buscar una. La razón, la excusa para trabajar sobre algo con múltiples enfoques, a poder ser, originales.
En El País Semanal no teníamos ninguna percha cuando nos planteamos hacer un perfil sobre Michael Robinson antes de las pasadas navidades. Pero contábamos con la única razón que no necesita excusas y resulta de por sí suficientemente poderosa: porque sí. Lo que no sabíamos entonces era que no terminaríamos de hacerlo. Esta es la historia de un gozoso perfil truncado. Lo contaremos como queda: un reportaje en sí que quedó ahogado dentro del tintero, que no pudo terminarse, que no tiene punto final.
Guardo todavía el mensaje en que Michael Robinson, un sábado a deshoras, pedía que lo llamara. Tenía que comentar algo hablar urgente. Cuando un amigo marca el teléfono casi a punto de entrar en la madrugada, aunque lo haga habitualmente para huir de sus fantasmas o desahogarse, un encuentro fortuito, un chiste, algo sencillamente gracioso que le acaba de pasar, aunque te fastidie una cena o el final de una serie, mejor contestar. Puedes llegar sino a lamentarlo. Mucho. Al día siguiente, hablamos.
-Tengo cáncer.
Sentimos el silencio precedente a esas palabras que tratan de buscar consuelo. Pero él lo rompió con su picahielos y una sucesión de chistes a la manera de esos conjuros que aplican los brujos. Acabamos a carcajada limpia:
Tengo cáncer, dijo. Sentimos el silencio precedente a esas palabras que tratan de buscar consuelo. Pero él lo rompió y acabamos a carcajada limpia".
-Esto es un timo, porque yo me siento como nunca.
Michael era tan buena persona que temía mucho más el sufrimiento de los demás que el suyo propio. Por eso, algunos nunca acertamos a saber hasta qué punto era consciente de lo que se le venía encima. Cuando habíamos decidido empezar con el reportaje, le llamé. Aun no se había producido la percha más grandiosa que podíamos imaginar. Toda una carambola: el Liverpool, su equipo, se cruzaría con el Atlético de Madrid en cuartos de final de la Champions. Michael Robinson comentaría aquello para Movistar +. La ida sería en el Wanda Metropolitano. La vuelta en Anfield. La excusa vino a nuestro encuentro, a darnos en cierto sentido la razón… ¿Qué mejor ocasión para hacer una historia con quien había ganado una Copa de Europa junto a los Reds que viajando a lo que fue su campo?
Comenzamos en el Wanda. Robinson y Carlos Martínez solían llegar un mínimo de dos horas antes de la retransmisión. El segundo soltó al saludarnos: “¡Pero si ya lo sabes todo del inglés! ¿Qué más quieres contarnos?”. Hacía frío y las tribunas deportivas del estadio quedan instaladas en la vieja peineta, por donde corre un biruji que corta la piel. Trataba de hacerse a la idea de que debía tirarse más o menos cinco horas por ahí, junto a dos reporteros que le marcaban los pasos: uno gráfico al que acababa de saludar por primera vez y un plumilla al que ya de sobra conocía.
Pero no le vimos aquella noche de ofensiva cholista con los atléticos un mal gesto. Se sentaba en la grada, disfrutaba del vacío antes del estruendo que provocó la afición rojiblanca, esa amalgama heterogénea y con rayas que cuando ruge rebota como una sola voz. Carlos Martínez parecía concentrarse en su delgadez engordada con bufanda para convocar las energías que después le permiten contar como nadie el endiablado ritmo del balón en el campo. Y aquella noche se presentaba como un gran combate. Nada de trámites: el fútbol o la vida.
Robinson no se fiaba de quien consideraba el equipo más masoquista de Europa: “El que mejor sabe sufrir”, decía. Hubiese preferido a cualquiera antes de cruzarse en una eliminatoria con 11 titulares entrenados por el Cholo Simeone. El Atlético ganó 1-0 en la ida. Por muy corto que pareciera el resultado, ese único gol, valía por 10. Había caído el líder de la Premier, el vigente campeón de Europa, el cuadro que llevaba 27 jornadas sin perder en su liga. Pero Robinson no dejó de sonreír pese al cerco, pese al acoso de las fieras en su empeño de ganar cada metro de terreno en pos de la pelota. Tiritando, sonreía, zampándose un perrito caliente en el descanso, guiñaba el ojo. Fue toda una tarde de encaje para la derrota donde aún le cabía un resquicio de esperanza para la vuelta. Pero mientras se lamentaba, a la vez, podías notar su disfrute dentro de un trabajo en el que más de 30 años después, se sentía todavía tan agradecido como el primer día.
¿Era consciente entonces de que le quedaba tan poco tiempo ante las cámaras y los micrófonos? Robinson despedía aquel día una serenidad extraña. Medía sus palabras, miraba la vacuidad del estadio cuando se quedó sin almas como quien observa caer el telón. Por entonces llevaba un año y tres meses de lucha contra su melanoma. La ironía, el sarcasmo, la mordacidad –todos esos elementos crudos del humor- le habían servido para no desfallecer. Quizás porque, a la vez, los combinaba con momentos de lucidez y esperanza. “No pienso morir de esta”, nos decía poco después de su diagnóstico.
No dejó de trabajar, no se rindió, no renunció a hacernos compañía y al privilegio, decía él, “de meterme en el salón de sus casas”. En ese año celebró otra Champions para el Liverpool la primavera anterior. Confiaba en renovar el título y pasar la ronda en Anfield. “Es que somos muy buenos, joder”. No lo sabía entonces. Pero aquel iba a ser su último partido.
No dejó de trabajar, no se rindió, no renunció a hacernos compañía y al privilegio, decía él, “de meterme en el salón de sus casas”.
Nos pusimos a organizar el viaje a Liverpool. Vuelos y hoteles salían por un ojo de la cara. Los 2.500 atléticos que viajarían aquel día dispararon las tarifas. Michael esperaba ilusionado para mostrarnos la ciudad. Entonces hubiésemos querido ir con él a Blackpool, donde pasó su infancia tras haber nacido en Leicester en 1958, que nos mostrara su barrio, el lugar exacto donde sus padres montaron aquel Bed and Breakfast, el colegio donde hacía continuamente pellas y Miss Baker le inculcó aquel sentido crudo del perfeccionismo. La ruta del chiquillo que salía del colegio e iba a entrenar pero dudaba si dedicarse al rugby o al fútbol, un dilema tan genuinamente británico para los chavales de clase media baja.
Quien sabe, quizás, también dentro de Anfield, tocar juntos el escudo, como hacen los jugadores antes de saltar al campo, meternos en los vestuarios donde él aprendió la importancia de los galones, el respeto de los principiantes con aspiraciones a base tener preparados los pantalones, las camisetas con dorsal antes de que las marcara el barro y limpiar las botas de los mayores. Todo eso que sabía contar como nadie. Las reglas ocultas que permiten después el funcionamiento de lo que juzgamos especial, el respeto a las leyendas, la naturalidad y el sentido del sacrificio con que aprendió el magisterio que le llevó después a triunfar en lo que se propusiera en la vida.
Helaba por aquellas latitudes también. Tanto que mandó el siguiente mensaje: “Tráete unos calzoncillos de cuero porque hace un frío de cojones”. Pero era 10 de marzo. Justo el día en que amenazaba de tal grado el virus que en el periódico prohibieron los viajes previstos. La prudencia aconsejaba evitar ya riegos. Y para eso, nada peor que merodear por los aeropuertos o meterse en un avión con decenas de hinchas, rumbo a un probable contagio. “Nos han chafado el viaje Michael, disfrútalo”.
Si la derrota de su equipo supuso para él una mala noticia, estaban por llegar las peores. Justo al día siguiente se sintió mal. “Me mareaba y no era muy consciente de la lengua en que hablaba, si inglés o español. ¡Joder! El Cholo Simeone quiere acabar conmigo”. Seguía con la guasa camino de hacerse pruebas en el hospital. Pero desde que obtuvo los últimos resultados, supo que no había remedio con aquellas múltiples pelotitas, decía, que le habían invadido el cerebro en una cruel metástasis. Una de esas tardes bastardas de confinamiento, entró un mensaje suyo por el móvil: “Espero que estés bien y toreando las circunstancias con la elegancia necesaria. Sin embargo, yo no…”.
Andaba recibiendo a diario radioterapia en Benalmádena, con los resultados, decidiría. “Mi último partido fue en Anfield. Y cuando pienso en aquello sale siempre el Atlético ganando. Cosas del cerebro”, se desahogaba. Mientras, a mí me llevaban los demonios por no haberlo acompañado. Y trataba de animarle diciéndole que habían tenido que suspender todos los campeonatos hasta que él pudiera volver a contárnoslo en las retransmisiones. Tal era su importancia en el engranaje del espectáculo. El fútbol sin que Robinson nos explique qué narices estamos viendo va camino de convertirse en algo triste y mucho menos excitante.
“Mi último partido fue en Anfield. Y cuando pienso en aquello sale siempre el Atlético ganando. Cosas del cerebro”, se desahogaba.
Toca ahora pensar cómo hubiera sido este reportaje. Háganse a la idea: aunque ustedes crean que lo están leyendo, no existe. Son meros apuntes de lo que no verá jamás la luz. Ha quedado truncado, pero pienso de qué habríamos hablado. Y eso es en sí un absurdo, porque con Michael Robinson, para estas cosas, no existía nunca un guion fijo. De una frase, de cualquier pregunta, sacaba un libro para la vida cargado de épica, preñado de sentido del humor, acompañado de mística cara al sacrificio, degustando cada palabra, desmenuzada cada anécdota a base de gozo. Por el mero placer de contar, incluso los momentos amargos cobraban su sentido justo y contrario. También por el afán que ponía en la aventura de preguntarse y cuestionar a cada paso. Como aquel día en que al colgar su abrigo en uno de nuestros restaurantes favoritos, el mítico Zeraín, soltó antes de sentarse a comer: “Venía pensando que Jesucristo fue un crack, pero, dime, ¿a ti de verdad te importa quien coño era su padre?”.
En Liverpool, metidos en ese trance en que el hombre al borde del fin regresa al escenario del niño, hubiéramos hablado de un puñado de humanas divinidades sin apelar a sus progenitores: ídolos comunes que van desde Messi hasta The Beatles. Pero también de su estirpe: de Gabriela, su nieta, de las hazañas y penalidades de sus padres y sus abuelos en las guerras mundiales, de la dulzura con la que recordaba a su madre y a su abuela, del pilar que fueron para él Chris, su esposa y Liam y Aimee, sus hijos.
Al pisar el suelo de aquella patria que no era ya parte de Europa a voluntad, le habría vencido esa rabia por la batalla perdida del Brexit, un capítulo que le hizo llorar más de una vez y de dos... Nos habríamos lamentado de ese mercado frívolo y codicioso en que se ha convertido el fútbol, para el que había trazado un análisis en el que muy a menudo le costaba seguir manteniendo el entusiasmo. Hubiera comprado un ejemplar de The Guardian –su periódico de referencia británico junto a EL PAÍS en España- y no sé si hubiera caído ningún gin tonic. Creo que no, porque fuera de España no le gustaba pedirlos. Se le quedaba cara de imbécil al comprobar que no se los servían en copa de balón o vaso de sidra. Pedir un gin tonic fuera de su país de adopción suponía para él tirar el dinero.
Habríamos comentado su sueño cumplido de vivir junto al mar. Algo que acarició mucho antes de caer enfermo y que cumplió al retirarse el último año a Marbella. De hasta qué punto se sentía finalmente contento dentro de su propia piel. Era algo que le atormentaba. No ser digno de sus asideros, de sus convicciones ligadas unas raíces éticas y emocionales.
Allí hubiese disfrutado su papel de guía por Liverpool más que un perro con dos rabos, uno de esos retruecanos en los que adaptaba el dicho inglés al refrán español. Porque con Robinson desaparece no sólo un referente del deporte y la comunicación en sus vertientes éticas, estéticas, morales. Desaparece un idioma, un lenguaje que fue creando en cada frase y del que resultó pionero y transformador. Un antes y un después que resuena con su poderoso y evocador eco entre varias generaciones. Las de quienes lo han escuchado atentamente y lo seguirán haciendo dentro de su memoria.
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