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Tribuna
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La Constitución, la peste y la economía

No está la economía española para que las entidades públicas asuman la gestión de empresas y servicios; el fortalecimiento de lo público habrá de centrarse en los servicios sociales y, desde luego, en la sanidad

Santiago Muñoz Machado
Ilustración de Nicolás Aznárez
NICOLÁS AZNÁREZ

El problema constitucional más importante que plantea la declaración de estado de alarma para combatir la covid-19 no radica, como insisten algunos artículos periodísticos y debates de estas últimas semanas, en si hubiera sido más procedente declarar el estado de excepción, sino en los límites de los poderes gubernamentales de emergencia.

Es capital la importancia de observar los procedimientos establecidos, pero mientras se discurre sobre la corrección constitucional de lo decidido, que ya es irreversible, no debería olvidarse el examen riguroso de lo que está sucediendo: desde hace más de un mes el Gobierno ha sido habilitado con poderes de excepción, que está ejerciendo con contundencia. Pero la valoración de la legitimidad de sus decisiones se está haciendo sin criterios precisos. Menudean las críticas sobre la laminación a que se están sometiendo los derechos y libertades, lo que es innegable, pero tiene que ser explicado con fundamentos serios.

Existen dos parámetros, de manejo muy sencillo, que pueden aplicarse para evaluar la constitucionalidad de las decisiones restrictivas de los derechos que se adoptan en situaciones de emergencia. Ambos están convalidados por todos los Estados de derecho: en primer lugar, los poderes de excepción se atribuyen para combatir circunstancias de excepción y, en consecuencia, no deben mantenerse más tiempo que el que duren los hechos excepcionales que los justifican. El retorno a la legalidad ordinaria debe ser inmediato en cuanto aquellos desaparezcan. En segundo lugar, el uso de los poderes de emergencia tiene que ajustarse estrictamente al principio de proporcionalidad. La verificación de que las decisiones se acomodan a este principio puede hacerse utilizando tres test: primero, idoneidad de la medida, es decir, si es adecuada para alcanzar el fin u objetivo que se persigue. Segundo, si existen o no alternativas menos gravosas que la decisión adoptada. Y tercero, si la actuación elegida producirá o no desventajas compensables con los beneficios que esperan obtenerse aplicándola.

El derecho de excepción no tiene muchos más misterios que los que acaban de exponerse, a los que solo habría que sumar las cuestiones concernientes al control parlamentario del Gobierno

Es más complejo el análisis de las políticas que emergerán al término de la crisis sanitaria para procurar la reconstrucción de nuestra economía tras la catástrofe del coronavirus. En 1977, cuando se aprobaron los Pactos de la Moncloa, España no tenía Constitución ni era miembro de la Comunidad Europea. En la actualidad, cualquier acuerdo o regulación nueva tienen que ceñirse a la Constitución de 1978 y a la constitución económica de la Unión Europea.

Cada opción política puede elegir la “cantidad de Estado” que postula, aunque sin destruir el mercado

Esta restricción no es, desde luego, baladí. Un grupo importante de informaciones y comentarios que, por lo que se lee en los medios y circula en las redes sociales, produce inquietud a muchos ciudadanos, empresas y organizaciones sociales, son los que aventuran que las políticas de reconstrucción se orientarán hacia el incremento del peso “de lo público”, es decir, del Estado (incluidas comunidades autónomas y municipios), en nuestra economía. ¿Qué significa esto? Para algunos, el posible inicio de una etapa de nacionalizaciones y municipalizaciones. Y, a partir de esta suposición, puede desplegarse un ramillete completo de variantes: ¿de sectores económicos, de empresas concretas, de servicios, de la propiedad privada? ¿Se aspira a cambiar la economía social de mercado por una economía estatalizada?

El artículo 128 de la Constitución indica que toda la riqueza del país está subordinada al interés general y reconoce la iniciativa pública en la actividad económica, que puede concretarse en decisiones que reserven al sector público recursos o servicios esenciales. Este precepto ha sido analizado docenas de veces por los expertos y por nuestros más altos tribunales y no plantea, actualmente, ningún problema de interpretación. El modelo económico de nuestra Carta Magna no reside exclusivamente en aquel precepto. El artículo 33 proclama el derecho a la propiedad privada, y el 38, la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, de lo que se concluye que nuestra Constitución permite que el Estado retenga en su mano empresas y servicios y, al mismo tiempo, impone la economía de mercado, basada en la propiedad privada, la empresa y la libre competencia.

La Constitución ha establecido su neutralidad respecto del equilibrio entre lo público y lo privado, de modo que las fuerzas políticas que dispongan del poder puedan desarrollar toda la gama de políticas económicas: desde las liberales hasta las socialistas. Es decir, que cada opción política puede elegir la “cantidad de Estado” que postula para la economía nacional, aunque sin destruir el mercado, que es un principio constitucional del que no puede prescindirse dado su carácter esencial para el ejercicio de la libertad de empresa.

Las iniciativas que reserven servicios esenciales para el Estado han de justificar que concurre un interés general

Este principio de neutralidad es clásico en los tratados comunitarios y actualmente está recogido en el artículo 345 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Significa lo mismo que en nuestra Constitución: la Unión acepta tanto la propiedad pública como la privada.

Ahora bien, las iniciativas públicas en materia económica que acuerden la reserva al Estado de servicios esenciales tienen que cumplir requisitos exigentes para ser legítimas: si suponen la privación de la propiedad privada o de cualquier derecho de los ciudadanos, ha de justificarse que concurre una razón de interés general evidente. La privación de la propiedad no puede consistir en una confiscación, sino que requiere el pago del precio de mercado del bien o derecho expropiado. Si la decisión se encamina a asumir la titularidad o la gestión de un servicio, ha de justificarse que es más sostenible y eficiente que la privada. Las empresas públicas tienen que competir en régimen de igualdad; por tanto, el Estado no puede reconocer a las suyas posiciones de privilegio ni ventajas competitivas de ninguna clase, en relación con las privadas; por ejemplo: no pueden las empresas públicas sobrevivir a base de ayudas, ni apelar a ellas porque sus gestores carezcan de la capacidad de gestión de un empresario eficaz en el marco de una economía de mercado. La Administración pública que acuerde nacionalizar, comunitarizar o municipalizar empresas tiene que contar con recursos financieros suficientes para atender los compromisos, europeos y nacionales, de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, etcétera.

No está la economía española para que las entidades públicas asuman la gestión de empresas y servicios, me parece a mí. Siendo así, el fortalecimiento de lo público habrá de centrarse no en la economía, sino en los servicios sociales. Desde luego, en la sanidad pública, brutalmente puesta a prueba por la peste que nos asola, invirtiendo en su mejora lo que sea necesario; también en la educación, que es un servicio de rango constitucional. Y en procurar la realización de los demás servicios sociales en la medida en que se pueda y la Unión Europea tolere el incremento de nuestro déficit.

Los sectores económicos más dañados por la crisis lo que necesitarán del Estado son ayudas para afrontar su reconstrucción, y el Estado deberá asegurarse, mediante una regulación firme y estable, de que los recursos se emplean del modo más acorde con los intereses generales.

Santiago Muñoz Machado es catedrático de Derecho Administrativo y director de la Real Academia Española.

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