Un ojo
Hay, donde vuelvas la vista, una armonía destemplada, una paz armada hasta los dientes, hay un sosiego tenso
La capital eléctrica es hoy una ciudad anhelante y quieta. Exhalan ansiedad los bloques de viviendas, las alcantarillas, los semáforos, las iglesias, los grandes almacenes. Las pequeñas tiendas de proximidad que aún no han cerrado respiran por la puerta con las dificultades propias de un ataque de angustia. Los edificios vacíos de oficinas tienen un nudo en el pecho, tienen un bulto, tienen un bolo histérico, según la terminología psiquiátrica, que se desplaza caprichosamente a la garganta para provocarles sensación de ahogo, dificultades para tragar saliva y dolor de cabeza. Los expedientes de los despachos de abogados se agitan en el interior de las carpetas como el mercurio en los termómetros. Al afeitarte, la nariz y los ojos se desplazan en el interior de la cara, porque también el azogue de detrás del espejo, que está nervioso, tiembla.
Hay, donde vuelvas la vista, una armonía destemplada, una paz armada hasta los dientes, hay un sosiego tenso. Ayer, al asomarte a la ventana del cuarto de baño, que da al patio, coincidiste con el joven de 12 o 13 años de la casa de enfrente. Consumido por el encierro, se llevó los dedos índice y corazón de la mano izquierda a los labios, solicitándote de ese modo un cigarrillo. Aunque hace años que no fumas, conservas en el botiquín, junto a las medicinas caducadas, un paquete de Marlboro que exhaló, al abrirlo, un suspiro de alivio. Le tiraste un par de cigarrillos envueltos en un trozo de papel higiénico junto a un tubo agonizante de pasta de dientes que proporcionó peso al conjunto.
Abandonaste luego al muchacho con su cigarrillo onanista y revisaste el mecanismo de la cisterna, que ha vuelto a gotear con la tristeza del que llora por un solo ojo.
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