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Tribuna
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Sobre política, ciencia y certeza

Nuestros gobernantes se ven obligados a decidir en condiciones trágicas e inmersas en la incertidumbre

Javier de Lucas
Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, durante una conferencia de prensa.
Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, durante una conferencia de prensa.JOSE MARIA CUADRADO JIMÉNEZ (AFP)

¿Cómo estar seguros de que las decisiones de los políticos son las apropiadas? Creo que este es uno de los debates más relevantes que nos plantea la gestión de la pandemia. Una respuesta es la que propuso Platón. Quien sabe, necesariamente actúa bien: dejémonos guiar por los que saben. Desde el filósofo rey, hasta la fe ciega en el avance inexorable de la ciencia y la técnica, que fue proclamada por el positivismo del XIX y que se prolonga hasta hoy mismo, eso conduce a lo que los profesores Moreno, De Pinedo y Villanueva, en un artículo reciente de título muy sugestivo —Expertos: solo los míos son buenos—denominan epistocracia, y que supone, cito, “la tesis del gobierno de los expertos y la crítica de la democracia. En este caso, se considera que la democracia, de existir, debe guarecerse en el consejo de los verdaderos especialistas”. Pero los supuestos en los que se asienta la epistocracia resultan más que discutibles, también en esta pandemia, pues, como explican, ni nos ponemos de acuerdo sobre qué expertos, ni tampoco sobre la relación y límites entre lo que es ciencia y lo que compete a la decisión política: “Es difícil saber cuál es la naturaleza de los hechos sobre los que las instituciones deben actuar y más difícil todavía determinar cómo ha de ser el proceso de decisión a partir de esos hechos. La reflexión de las instituciones debe siempre partir de la información científica, pero involucra necesariamente cuestiones que pertenecen al ámbito de lo normativo”.

Parece difícil de discutir que, comenzando por la propia OMS y continuando por los diferentes comités científicos y equipos de investigación creados ad hoc en cada país, están muy lejos de ser el oráculo de Delfos que nos gustaría (que necesitamos) creer. Por más que sea preciso destacar y agradecer la enorme contribución de esos equipos científicos, es ineludible la crítica. Basta leer, por ejemplo, lo que el premio Jaume I de Nuevas Tecnologías de 2015, Pablo Artal, ha llamado en un artículo reciente el “gran fracaso de la ciencia española”.

La ciencia no es el demiurgo que nos gustaría creer. Por supuesto que es suicida adoptar decisiones políticas contra lo que nos indica la ciencia, pero es que la ciencia, la comunidad científica, avanza también en este terreno sobre el sistema de prueba y error, en una discusión abierta y en permanente corrección, que está muy lejos de esa versión popular de la ciencia como sistema de dogmas irrefutables y asentados de una vez para siempre. Entre otras razones, porque quienes investigan y quienes deciden en la pandemia de la covid-19 no se mueven con datos indiscutibles y completos, tal y como ha señalado reiteradamente Javier Sampedro, por ejemplo.

La comunicación de las decisiones políticas debiera tener el coraje de venir presidida por este principio: decir la verdad a los ciudadanos

Me parece que Jürgen Habermas, en una reciente entrevista de Nicolas Truong en Le Monde, nos ofrece la clave. Lo hace al señalar algo que los estudiosos de lo que se conviene en denominar ámbito de la razón práctica tienen muy en cuenta: la defectibilidad constitutiva de ese uso de la razón (si se quiere, del conocimiento). Permitan que traduzca la cita: “La pandemia pone al alcance de la opinión pública internacional, de golpe y de forma simultánea, un principio que hasta ahora solo era cuestión de los expertos: la necesidad de actuar desde el conocimiento explícito de nuestro desconocimiento. Con la pandemia, todos los ciudadanos aprenden que sus Gobiernos deben tomar decisiones desde la plena conciencia de los límites del saber de los virólogos que les aconsejan. Y es así como se nos revela a plena luz, cómo la acción política se lleva a cabo, por así decirlo, sumergida en la incertidumbre. Y es posible que esta inhabitual experiencia deje huella en la conciencia pública”.

No solo es que los dirigentes políticos no deban escudar sus decisiones como consecuencia necesaria de dictámenes científicos. Es que no pueden hacerlo. Parto, claro, de la presunción fuerte de buena fe y predominio del criterio del bien común en la mayoría de aquellos a quienes el azar ha puesto en centros de decisión durante esta pandemia. Lo que trato de subrayar son las condiciones trágicas en las que nuestros gobernantes deben decidir ahora, y por eso me parecen mezquinos y falaces juicios tan comunes en redes, del tipo “les va en el sueldo”. Pero no intento convertirles en inimputables, ni eximirles de la crítica ni del control. La comunicación de las decisiones políticas debiera tener el coraje de venir presidida por este principio: decir la verdad a los ciudadanos. Eso incluye reconocer las limitaciones, el grado de incertidumbre en el que nos movemos. No nos proporciona la seguridad que nos gustaría, claro. Pero la pandemia ha venido a recordarnos también eso, que además de vulnerables y frágiles, ni sabemos todo, ni debemos actuar como si lo supiéramos.

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos en la Universitat de Valencia y senador del PSOE.

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