Sembrar con el pincel
Enseñar a dibujar es enseñar a mirar. Varios libros demuestran que se puede aprender tanto de un árbol como de un cuadro. Analizamos aciertos y desaciertos
Las hojas insinúan cómo dibujar los árboles. Los troncos rara vez son rectos, el viento o la topografía los inclina. Tampoco suelen ser marrones aunque mucha gente los pinta marrones por inercia. Durante algunas estaciones, un árbol es poco más que un tronco sobre el que las ramas se retuercen caprichosas porque se desarrollan en lugares insólitos y buscan el sol. No hay copas de árbol con forma de globo, son más bien airosas y en ellas las hojas están sueltas, vivas. Entre las palmas de las palmeras tiene que poder correr el aire. Y el aire corre entre los dibujos y consejos que da el ilustrador Santi Sallés en el libro Verde al natural (Gustavo Gili). Este diseñador gráfico explica técnicas y trucos para dibujar la naturaleza.
Se trata de un volumen verde pero no tanto -los grises y los azules sobrepasan a los marrones en el retrato de la vegetación- práctico y visualmente refrescante, un libro fácil para aprender a dibujar. Hay ideas, pero sería un libro más ambicioso si el texto –meras indicaciones- hubiera estado tan cuidado como los dibujos. A veces, esa ambición mayor se deja entrever. Sucede cuando Sallés insiste en que la clave para dibujar es observar (Rafael Moneo dijo lo mismo de la arquitectura) o cuando el ilustrador concluye que “aunque no hay una edad para dibujar como un niño, hacerlo siendo adulto, o incluso adolescente, exige desactivar los mecanismos de control racional que pone en marcha el cerebro. Los dibujos infantiles expresan emociones por medio de la exageración, la deformación y la espontaneidad”. Allí lo inesperado es bienvenido. Lo mismo sucede en el libro. Demuestra que compartir trucos para dibujar puede ser, en realidad, enseñar a mirar.
Sallés cita a John Berger que lo expresó con precisión: para el artista, dibujar es descubrir. Y también el jardinero y paisajista Eduardo Barba Gómez defiende que se puede aprender de una planta tanto como de un cuadro. En su libro El jardín del Prado (Espasa) se fija en algo vivo en el interior de los lienzos en lo que rara vez reparamos.
Hay una higuera en La Anunciación de Fra Angelico que cuelga en el Museo del Prado. Cuesta verla porque se esconde tras los capiteles corintios de la casa de la virgen. Pero Barba nos dice que es joven porque la corteza de su tronco es lisa. También que está dibujada entre mayo y junio: cuando aparecen nuevas hojas y lo que se convertirá en los higos.
El Jardín del Prado es un libro sobre los árboles, los arbustos y las flores en los que difícilmente reparamos cuando miramos los cuadros que cuelgan en la gran pinacoteca española. Su autor habla de naturaleza, botánica y pintura. Uno descubre cómo la vegetación se asoma por rincones que ni siquiera había visto y, cuanto menos, aprende que debe mirar con más cuidado. El libro da detalles botánicos y personales del autor. Y esa es una decisión arriesgada.
En su mejor versión cuenta cómo a la Santa Bárbara de Robert Campin le hace compañía un lirio. Y se pregunta de dónde ha salido. “Tenía que proceder de un sitio cercano porque no es una flor que aguante mucho tras ser cortada”. Se hace esa pregunta y la contesta cuando encuentra la mata de lirios azules en el jardín que puede verse, con esfuerzo, a través de la ventana del retrato de San Juan Bautista, la segunda de las partes del un tríptico desmembrado.
Sin embargo, más de la mitad de la información que contiene el libro de Barba hace referencia a cuestiones más o menos peregrinas del propio autor. Así, ante una palmera datilera de Claudio de Lorena recuerda la dificultad para encontrar alojamiento que tuvo en París, tras contemplar cuadros de Lorena en el Louvre. O al observar el Caronte de Patinir lleva el discurso a la vez que visitó Murano.
Con todo, Barba demuestra una encomiable capacidad de observación cuando se centra en ofrecer datos que facilitan el conocimiento de la botánica o el disfrute de las obras reseñadas. Centrándose tanto en sí mismo, el autor, y sus editores, han corrido el riesgo de despistar sobre los descubrimientos que puede uno hallar en el libro.
Siendo jardinero, Eduardo Barba habla del cuidado de las plantas como “algo femenino”. Santi Sallés cuenta que empezó a fijarse en ellas cuando su abuela le enseñó a cuidarlas “en las largas tardes del verano”. También fue la madre de Barba la que le llamó la atención sobre las plantas. Hoy el primero dibuja árboles. Y el segundo, paisajista y profesor de jardinería, los cuida y los busca en los rincones de los lienzos. La escritora Gioconda Belli habla de las mujeres que son más cuidadoras que ciudadanas. Dedicar tiempo y buena disposición a observar la naturaleza podría acercarnos a esa idea y convertirnos en ciudadanos cuidadores.
Babelia
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