La muerte sin rostro
La epidemia de coronavirus ha quebrado los ritos de acompañamiento y de despedida y nos ha abocado a un duelo masivo sin calor humano
Seguir siendo humano, albergando ilusión en el alma, deseos frenéticos en el corazón, en medio de esta pesadilla, eso le pido yo a los dioses.
Manuel Vilas, escritor. 1 de abril. Twitter.
Un día antes.
Es martes 31 de marzo. La epidemia no ha alcanzado todavía su pico y nos seguimos muriendo. A las 11 de la mañana un coche fúnebre se para a las puertas de la capilla del cementerio de La Almudena, Madrid. Lleva dentro un féretro con el cuerpo de una mujer fallecida por coronavirus. Ha empezado la primavera, pero hoy es uno de los peores días del año. Por la noche ha nevado. Hace mucho frío. El cielo es una capota gris. La lluvia cae gorda y helada. El diácono Santiago Pérez sale a la puerta de la capilla vestido con una túnica blanca, una estola morada de cuaresma cruzándole el pecho y una mascarilla de raso que le hizo una modista de su parroquia.
–Querida familia. Queridos amigos. Un adiós, un hasta siempre, un hasta el cielo.
El cura comienza el oficio. Delante de él están el conductor del vehículo y tres familiares de la difunta, el límite de asistentes a los entierros de víctimas de la Covid-19 impuesto por el Gobierno. Tampoco está permitido celebrar las exequias en el interior. Por eso Santiago Pérez ha sacado afuera una mesilla sobre la que ha colocado la cruz de Cristo y un cirio encendido. Pero lo más extraño, lo que muestra de forma más dura que esta tragedia está partiendo en dos nuestras estructuras simbólicas, es que ni siquiera se puede abrir la puerta del coche para que el diácono eche el agua bendita sobre el ataúd. En su lugar, se acerca con el isopo al vehículo y salpica tres tristes gotas sobre la amplia luna del maletero.
El virus ha realizado una dolorosísima doble operación con la muerte. La ha aumentado en número de manera insoportable y a la vez la ha suprimido de manera también insoportable: quienes están falleciendo no pueden ser acompañados en los hospitales en sus últimas horas, y cuando mueren, sus cuerpos no pueden ser vistos ni velados y únicamente pueden ser despedidos por su más estrecho núcleo de allegados en el cementerio o en el crematorio. Así, la muerte está por todas partes pero ha desaparecido. Estamos viviendo un velatorio colectivo sin cuerpo presente.
"Se ha producido un cortocircuito en los ritos de paso que nos ayudan a asimilar la muerte", reflexiona María Cátedra, catedrática emérita de Antropología Social de la Universidad Complutense de Madrid y autora de La muerte y otros mundos (1998). La profesora explica que la ritualidad de la muerte se compone de tres pasos definidos como separación, margen e incorporación que se han quebrado durante esta crisis. En la mayoría de los casos, se mantiene la separación –cuando el enfermo es hospitalizado– pero se elimina el margen intermedio de acompañamiento hasta que pierde la vida y, por último, debido a la cancelación de los velatorios y a la reducción de la presencia humana en entierros y cremaciones a un mínimo aséptico, queda en una nebulosa la incorporación del difunto a la categoría de muerto. "Es un corte radical en nuestros procesos culturales de asunción de la muerte, que no por ser ritos y pertenecer a la dimensión de la costumbre dejan de ser fundamentales", sostiene Cátedra, que nos responde desde su cuarentena en una casa retirada en la naturaleza de la sierra de Gredos.
En la capilla de La Almudena, el coche fúnebre se marcha. Enseguida llega uno más. "Como veis, ya tengo otro, y luego otro y otro", dice el sacerdote Santiago Pérez, que ha visto como la actividad en su capilla se ha triplicado de unos ocho oficios diarios antes de la epidemia a una veintena larga ahora.
A unos metros está un enterrador con mascarilla. Los enterradores de La Almudena no quieren salir en fotografías ni en vídeos y hablar no les motiva lo más mínimo. Pasan el tiempo trabajando o conversando en círculo entre ellos, algunos fumando con esos rostros curtidos y graves del oficio. Cada cuadrilla de cuatro ha pasado de hacer unos cuatro entierros diarios a una docena o más. Están pasando unas jornadas extenuantes en las que lo peor, según cuentan, es ver la soledad de las familias despidiendo a los muertos. "El miedo al contagio es lo de menos", nos dice el enterrador que está junto a la capilla. "Lo que es una verdadera penuria es ver a una mujer grabando el entierro de su padre para enseñárselo luego al resto de la familia. Eso sí es una penuria".
Nos movemos por el camposanto hacia un entierro y escuchamos en la radio: "La emergencia sigue. El balance hoy mantiene las constantes de la semana pasada. En las últimas 24 horas han fallecido otras 837 personas". Las vías de La Almudena están vacías. Llegamos al sitio de la inhumación y observamos a distancia. Los enterradores introducen el féretro en la tumba. Hay tres familiares cubiertos con paraguas, separados entre ellos a dos metros de distancia y protegidos con mascarillas. Alrededor no pasa nada, no se mueve nada. Solo hay silencio. Durante el entierro nada más se oyen el piar de los pájaros y paladas de tierra. Es una despedida sin flores ni calor humano. Es pura pena.
El director de cementerios de la empresa pública Servicios Funerarios de Madrid, Rafael Mendoza, informa de que han puesto en marcha "programas de apoyo emocional a los familiares para la gestión del duelo", con psicólogos. También están trabajando en la opción de posibilitar "despedidas por streaming [retransmisión digital en directo]". Tecnología para paliar el vacío. Un recurso obligado por las circunstancias que puede ayudar, sin duda, pero no sustituir las necesidades humanas, según razona Rosa García-Orellán, antropóloga estudiosa del ámbito de la enfermedad y de la muerte y profesora de Ciencias de la Salud en la Universidad Pública de Navarra. "La llegada de esta pandemia se produce en un contexto de revolución digital y el confinamiento en casa nos lleva a vivir el duelo a través de smartphones y de ordenadores. Los medios nos hablan de curas que comparten por YouTube los ritos funerarios o de whatsapps colectivos y videoconferencias en los que la gente drena su dolor desde los domicilios. Pero en este confinamiento día y noche, de 24 horas, si bien la pantalla está siempre a nuestro lado, hay muchos momentos de soledad, y hay ausencia de abrazos, de miradas, de silencios compartidos. De emociones que no se pueden trasladar a través de teclados o de cámaras. El cuerpo necesita al otro no solo de forma virtual, sino con ese sentimiento de clan tan ancestral nuestro", escribe por correo electrónico.
De La Almudena vamos al Tanatorio Municipal M30. En el vestíbulo encontramos lo mismo: más vacío. En una hora solo entran dos personas que preguntan desorientadas qué hacer para que se recoja a un familiar cuyo cuerpo está en el Palacio de Hielo, la morgue improvisada en Madrid para acumular cadáveres. El personal de información los atiende y vuelve a su tarea de responder al teléfono las incesantes llamadas. "¿En qué residencia ha fallecido?". "Tanatorio M30, buenas tardes". "Ahora ese servicio no se puede hacer. Más adelante, cuando esto haya pasado". "Ya está todo gestionado, señor, pero entienda que tenemos que llevar un orden y estamos teniendo cientos de muertos todos los días". "Tanatorio M30, buenas tardes". "Muchas gracias por el gesto, de verdad", responden a la llamada de un ciudadano que había trabajado en un tanatorio y se ofrecía a acudir a ayudar en lo que se necesitase.
–Estoy agotada –dice una.
Cuelga el teléfono. Vuelve a sonar.
Bajamos al sótano y nos recibe un hombre joven con un sobrio jersey de cuello alto, vaqueros pitillo y cómodas zapatillas deportivas. Se llama Julio Benito y es el jefe del almacén de féretros. Nos muestra centenares de ataúdes ordenados en filas. A lo largo de una semana normal a este tanatorio llegaban 200 féretros. Desde que estalló la epidemia, reciben 200 al día. Benito cuenta que los primeros días de la crisis del coronavirus fueron angustiosos y que poco a poco se han ido organizando mejor. Está sereno, aunque no oculta que se enfrentan a un reto complejo e inédito: "Hemos tenido otros momentos graves como el accidente del avión de Spanair en Madrid [2008; murieron 154 personas], pero aquello fue algo que tuvo un principio y un fin en un espacio de tiempo limitado. En este caso, por desgracia, no sabemos dónde está el fin". A su lado hay una furgoneta funeraria con un cartel de cartón sobre el volante que dice: "No utilizar. Hay que desinfectar".
En otra zona del tanatorio se preparan para sus servicios los conductores de coches fúnebres. Es un garaje amplio en el que lo primero que llama la atención es la presencia de dos filas de percheros repletos de los llamados trajes EPI (Equipos de Protección Individual). Los conductores se enfundan en estos monos de plástico con capucha para ir a hospitales y domicilios a por muertos por coronavirus. En un cuarto adyacente hay varios ataúdes con difuntos y en cada uno hay una hoja blanca donde se lee, escrito a boli o a rotulador fosforescente, el nombre de la persona y las especificaciones "Covid" o "No covid". Los trabajadores se mueven por el garaje sin posibilidad de guardar las distancias de seguridad recomendadas ante un posible contagio, algunos de ellos prescindiendo de la mascarilla. Igual que sucede por ejemplo con los médicos en los hospitales, o con los enterradores en los cementerios, realizar su labor les está abocando a exponerse al virus abiertamente. Entretanto, por los montacargas llegan ataúdes con muertos con una frecuencia que espanta. Los operarios sitúan dos en medio del garaje y los rocían con agua y lejía. El Jesús crucificado de uno de los féretros queda tocado por gotas de la solución desinfectante. El montacargas sube otra vez, baja y aparece un ataúd más. Un trabajador pregunta:
–¿Otro covid?
–Sí –le responden.
Aunque realizan su cometido mecánicamente –¿cómo hacerlo, si no?–, no están insensibilizados. "Estamos acostumbrados a trabajar con la muerte, pero no tenemos una coraza", dice el conductor José Luis Pérez. Es un hombre de mediana edad con un rostro robusto, austero en palabras pero delicado en el trato, con una presencia de ánimo pacífica que resulta acogedora en un escenario tan desquiciante. Nos dice que las recogidas de difuntos en domicilios son lo más duro para ellos. "Estás delante de familiares que no pueden tocar a sus muertos y que tampoco van a poder velarlos", explica. Estos días ha vivido dos episodios que le costará olvidar. Un hijo que lloraba y le pedía disculpas a su padre por no poder darle un último beso y otro que vio cómo se llevaban al suyo y solo pudo levantar una mano y musitar: "Adiós, campeón".
Pérez sale del garaje conduciendo un coche fúnebre hacia el hospital Gregorio Marañón. Al llegar él y otros tres compañeros que iban en una furgoneta aparcan a la entrada de la morgue, despliegan un plástico en el suelo y se meten trabajosamente en los trajes de seguridad, cerrando los primeros guantes en la muñeca con cinta aislante y poniéndose otro par por encima. Pasan unos minutos, se abre la puerta de la morgue y entran a por el cadáver de una víctima del virus. Dentro lo meten en dos sudarios, uno encima del otro, para sellarlo más. Luego lo sacan ya en el ataúd y le rocían lejía. La entrada en las morgues de los hospitales, dice Pérez, está siendo también traumática. "Para nosotros no es raro ver dos o tres cuerpos allí, pero ver 15 o hasta 20 juntos, tanta acumulación, se hace muy cuesta arriba".
Bajando en taxi hacia el Crematorio Sur de Madrid en la radio se escucha la historia de un pastor evangélico de Estados Unidos que reunió en su iglesia a cientos de fieles y les aseguró que allí estaban libres del patógeno, además de aconsejarles que no dudasen en abrazarse los unos a los otros.
–Buf –se desespera el taxista tras su mascarilla.
Al llegar a la incineradora hay un coche fúnebre aparcado a sus puertas. Un cura dice unas palabras junto a dos allegados del fallecido. Cuando finaliza, vuelve a entrar al tanatorio y el hombre y la mujer que estaban con él se van caminando lentamente hacia su vehículo. Él saca del bolsillo un bote de gel higienizante. Se echa un poco. Se lo pasa a ella. Ambos se alejan frotándose las manos.
La portavoz del crematorio, Nuria Andrés, explica que están llamando a los familiares de los fallecidos para que sepan que pueden acudir a darles un último adiós, aunque sea en estas condiciones tan limitadas. "Por lo menos así tienen ocasión de ver su féretro", dice. Ella suele dedicarse a tareas de comunicación pero ahora está echando una mano también en los hornos, donde ya había trabajado. "La cantidad de trabajo es desbordante. Estamos currando al 200%, cremando unos 30 cadáveres al día, el doble de lo normal, pero mantenemos el control de la situación", afirma. Nos conduce a la parte trasera del crematorio, por donde llegan los ataúdes a los hornos, y allí presenciamos –de nuevo– cómo se pulveriza sobre ellos agua con lejía. El fotógrafo le pregunta a Andrés si la puede retratar y a ella le da timidez, aunque acepta. Esa timidez, esa reacción tan hermosa y humana a unos metros de cuatro hornos crematorios y mientras nuestro mundo tirita de pánico, es un pequeño milagro.
Al atardecer nos trasladamos al Palacio de Hielo, el centro de entretenimiento que se ha convertido en el símbolo más ominoso de la capital de España estos días. Su pista de patinaje helada se está usando como almacén de cadáveres provisional para aliviar la saturación de las morgues de los hospitales. La policía resguarda el acceso y entran y salen vehículos: de bomberos, funerarios, de una empresa de productos químicos... El centro comercial es de una arquitectura fría e impersonal que transmite una sensación si cabe más lastimosa. Ahí, mirándolo sin saber qué decir, uno se pregunta qué será de este lugar. Si su estigma hará que lo evitemos o si, tal vez, sea precisamente su estigma algo que nos ayude tras esta pesadilla a simbolizar nuestro dolor, a darle un lugar físico, a proveer de un espacio memorial a este enorme duelo colectivo sin rostro.
Silvia García, una vecina del barrio, pasa cargada con dos bolsas del súper. Ella iba al Palacio de Hielo de niña. Dice que ahora lo ve y se le cae el alma a los pies, pero cree que hasta este edificio sanará: "Verás. Pronto volverán las risas y los correteos".
Las risas, los correteos, la timidez.
Volverá la vida.