Mi vida alterconsumista en tiempos del coronavirus
Reflexiones sobre el consumo en plena crisis mundial
Desde hace años intento ajustar mi vida pasito a pasito para que mi consumo, el individual y el familiar, sea lo más acorde posible con mis principios y con la información de la que dispongo. Y desde hace poco más de una semana estoy aprendiendo a conformarme a un estilo aún más frugal a pesar de la presión ambiental que me propulsa hacia un consumismo desaforado. Es como si la inmovilidad física a la que estamos todos obligados debiera compensarse con una actividad sin freno y sin límite de la tarjeta de crédito.
Algunos parecen no haberse enterado de que algo está cambiando. Sigo recibiendo casi a diario emails de una tienda de ropa de segunda mano en línea que me propone descuentos y ofertas de ensueño. Pero ¿tiene sentido seguir comprando ropa ahora que estoy encerrada en casa y, si quiero, paso el día en pijama? También me escribe una librería en línea que me informa de que está abierta y de que puede enviarme libros. ¿No tengo suficientes en casa y, si no los tuviera, internet no me propone una oferta de por sí ya inasumible? Sé que la Unesco, por ejemplo, ha abierto su biblioteca mundial. ¿Vamos a leer todo eso en el tiempo de confinamiento? Por no hablar de los anuncios en Youtube para hacer el negocio del siglo en la Bolsa aprovechando las circunstancias. Pena, penita, pena, como la que me entra cuando me entero, a través de mi madre, de que la pequeña tienda de ultramarinos debajo de su casa en Barcelona se está haciendo de oro a base de reventar los precios.
Supongo que el negocio es el negocio aunque caigan chuzos de punta, ¿no? En todo caso me sorprende un poco toda esta actividad comercial como si no pasara nada en Internet cuando las consignas que llegan de las autoridades, en Francia donde yo vivo, pero en todo el espacio económico europeo y allende las fronteras, nos invitan a moderar nuestros desplazamientos. Y yo añadiría: y nos invitan a moderar los desplazamientos de los otros. ¿Realmente necesito ese libro o esa consola de vídeo? Porque ese pedido que a mi sólo me exige un clic sobre el teclado va a hacer que alguien trabaje para prepararlo, para empaquetarlo, para enviarlo, para transportarlo, para depositarlo. Y no sé yo en qué condiciones todas esas personas realizan sus tareas.
Ahora que puedo pasar tiempo con mis hijos y mi marido, ¿debo volcarme en las redes y las pantallas con la excusa de que hay barra libre?
Y hablando de consolas de vídeo, en el drive donde desde hace años hago mi compra semanal, han puesto de oferta una, en la misma rúbrica donde hace sólo un par de semanas te proponían pasta o galletas o legumbres. Me abstengo de comprarla aunque siento en mí el deseo de caer en la tentación. ¿Estar encerrada significa ceder a todo, a todo lo que me promete que “no me voy a aburrir”? ¿Debo mimarme rodeándome de cosas y más cosas porque de alguna manera debo compensar el castigo que se me ha impuesto?
¿Aburrirme? El confinamiento no me ha detenido, ni de lejos. Todo lo contrario: ha multiplicado y complicado mi vida de malabarista multi-tasking, como les ha pasado a tantas otras personas. Hasta la fecha del encierro por ucase — según la Rae, del ruso ukaz, decreto del zar — yo ya era esposa, trabajadora, madre, amita del hogar, vecina de sus vecinos y, en mi caso, además mujer de pastor. Ahora un nuevo rol me ha sobrevenido como a muchos otros: me he convertido de la noche a la mañana en maestra de escuela infantil para mis dos hijos de cinco años. Recibo cada día un mail de sus profesoras con información sobre actividades a realizar, material pedagógico en línea y consejos varios. Ni tiempo tengo para acceder a todo ese paraíso cultural y lúdico que se me ofrece a un golpe de clic y en muchos casos gratis. De momento estoy improvisando las clases. Ahora que puedo pasar tiempo con mis hijos y mi marido, ¿debo volcarme en las redes y las pantallas con la excusa de que hay barra libre?
De entrada me he propuesto reciclar todos los trastos y enseres que circulan por el piso: viejos libros y libretas de dibujo de mi hijo mayor; lápices y rotuladores olvidados en el fondo de un cajón; cintas y cartones que esperaban su turno en un estante para ser ordenados. El fin de semana pasado mis hijos pequeños se fabricaron unos gorros de chef de cocina con dos trozos de cartón bastante grueso que recuperé de la basura y un poco de papel de seda rojo que había llegado a casa como envoltorio de algún regalo. En casa tenemos muchas cosas que ni recordamos que están ahí y en un momento como el que vivimos actualmente podemos devolverles el sentido y alargarles la vida útil. La economía circular aplicada a la economía familiar.
Debo ir a la farmacia a comprar un producto de primera necesidad que se me ha acabado. Uso el cerebro y no los ojos. La vista me informa de que hay una buena cola en la farmacia, de que hay gente con máscaras y cara de no andar muy bien, de que el tema se complica más cada día que pasa. El problema es que de la vista al miedo hay un solo pasito. ¿Debería ceder al pánico, volverme loca y hacerme con todas las existencias al alcance de mi brazo? Compro solo dos paquetes, que es lo que necesito para dos meses, y me vuelvo por donde he venido. ¿La mejor técnica para vencer al miedo? De entrada no mirar ni escuchar a sus voceros, que gritan muy alto pero no por eso llevan la razón. He decidido ayunar de coronavirus. Me trago mi dosis diaria (necesaria para estar mínimamente informada) por la mañana y por la noche, nunca antes de ir a dormir. El resto del día trabajo, que ocupaciones no me faltan.
Vivir en un piso con tres niños que no pueden salir al parque puede resultar muy agobiante. Mi vecina de rellano, que es un amor, ha encontrado la manera de que sus hijas puedan estirar las piernas a placer sin poner el pie en la calle y sin cruzarse con nadie. Y yo hice lo mismo que mi vecina: en vez de bajar los niños al parque ayer los bajé al parking de la copropiedad, un espacio privado y vacío donde mis hijos hicieron circular sus bicis sin poner a nadie en riesgo. Decía que mi vecina de rellano es un amor porque la semana pasada depositó en el felpudo delante de nuestra puerta un plato lleno de galletas caseras hechas por sus hijas. El viernes me vengué de tamaña afrenta y le deposité un pastel de yogur delante de su puerta. Donde las dan las toman.
En casa tenemos muchas cosas que ni recordamos que están ahí y en un momento como el que vivimos podemos devolverles el sentido y alargarles la vida útil
Para los días de lluvia, o por si el encierro es aún más severo, la vecina de abajo, que también es un amor, nos ha echado un cable. Debajo de nuestro piso hay un local donde se ofrecen clases de yoga. Su propietaria nos ha pasado las llaves para que le reguemos las plantas una vez a la semana, pero no sólo eso. Además nos cede el espacio, una enorme superficie de parquet, para que nuestros hijos, pertrechados de los calcetines de rigor, practiquen el patinaje, para nada artístico pero muy práctico para desahogarse.
Antes de dormir me obligo a leer cosas agradables, positivas, que animan. Mi lectura preferida, mi revista de cabecera, una lástima que aún no haya llegado a España. Se llama Flow (Fluir, en inglés) y tiene varias ediciones europeas. Si lees en inglés, envían su edición internacional a cualquier lugar del mundo. Bueno, la enviaban antes del coronavirus. Siempre puedes seguir sus redes sociales, como Facebook. Se considera una revista femenina pero mi marido me la roba y la lee medio a hurtadillas. Flow habla de la vida sin tapujos y sólo de mirarla te relajas, te sienta bien. Los mensajes suelen ser positivos y dan ánimos, y eso ya lo hacían mucho antes de la llegada del virus. Encima es bonita de mirar porque entre su nómina hay ilustradoras excepcionales. Para ser perfecta sólo faltaría que pudiéramos comerla.
Me digo que en estos tiempos de coronavirus estoy obligada a tomar todas las medidas posibles para no contaminar a otros, y a intentar no caer enferma. Pero sobre todo tengo el deber cívico de no perder la cabeza, de no olvidar quién soy y en qué creo, de alimentarme de la actualidad pero sobre todo de nutrirme de buen rollo. Y casi mi primerísima obligación es no vivir presa del pánico. Ese es el peor confinamiento de todos los que uno se pueda imaginar. Libre aunque esté encerrada en casa.
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