El viejo sabor de las viejas novelas
Uno se familiariza tanto con los personajes que acaba considerándolos sus amigos o sus enemigos
Se ha dicho tantas veces que ya es casi un cliché: vivimos o acabamos de vivir la época dorada de las series de televisión; el mejor cine de hoy se hace en las series de televisión; si John Ford viviera, no filmaría películas, sino series de televisión, etcétera. Nunca comulgué con esa idea, y no por el gusto de llevar la contraria, o no sólo: sobre todo porque, aunque yo nací —perdonadme— con la televisión y estoy seguro de que se pueden hacer cosas maravillosas con ella, lo que siempre me gustó de verdad fue el cine. Por lo demás, es cierto que pensar por cuenta propia es pensar contra el cliché, pero a condición de que no se olvide que una idea sólo se convierte en cliché si contiene una parte de verdad; no creo que la que he resumido al principio de este párrafo represente una excepción a esa regla.
Lo cierto es que yo también he terminado sucumbiendo al vicio universal de las series. Todo empezó cuando advertí que las series proporcionan placeres que no pueden proporcionar las películas, igual que las novelas proporcionan placeres que no pueden proporcionar los cuentos. La comparación no es azarosa. De hecho, cabría argumentar que las películas son a las series lo que los cuentos a las novelas (sobre todo, a las novelas clásicas: las del siglo XIX). Un cuento se lee de una sentada, debe poseer una unidad de efecto —lo dijo Edgar Allan Poe— y ganarle al lector por KO —esto lo dijo Julio Cortázar—; algo parecido les ocurre a las películas. En cambio, las novelas, igual que las series, se toman su tiempo con el lector, lo trabajan sin prisa, diversifican sus efectos y prefieren ganar a los puntos. El resultado es que en las grandes novelas clásicas, uno se familiariza tanto con los personajes que acaba teniendo una relación personal con ellos, acaba considerándolos sus amigos o sus enemigos, acaba conociéndolos mejor que a muchas personas de carne y hueso, igual que nos ocurre, digamos, con Carrie Mathison en Homeland o con Walter White en Breaking Bad. Eso es lo que nos devuelven, si no me engaño, las series de televisión: el viejo sabor de las viejas novelas, de aquellas novelas en las que la cantidad era un ingrediente de la calidad. Y por eso supongo que debe de resultar más fácil adaptar sin pérdida esencial las novelas a las series y los cuentos a las películas: porque debe de ser muy difícil comprimir con lealtad, en una serie, las oceánicas magnitudes episódicas de las grandes novelas del XIX —Guerra y paz, digamos, o Los miserables—, pero mucho más difícil debe de ser hacerlo en la brevedad de una película. Sea como sea, las similitudes entre series y novelas no terminan ahí, o al menos entre las series actuales y las novelas del XIX. Éstas, por ejemplo, solían publicarse por entregas, igual que las series se emiten por capítulos, y sus autores estaban tan pendientes de las reacciones del público como un actor en un escenario, de manera que a menudo modificaban la trama de sus historias para acomodarse a su gusto, igual que hacen los directores de las series actuales. Porque ese es otro rasgo que las series de televisión comparten a veces con la novela del XIX: una saludable falta de pretensiones. Se olvida a menudo que, sobre todo en la primera mitad del siglo XIX, la novela seguía sin ser un género serio, intelectualmente respetable, canónico, así que los novelistas operaban casi siempre con una frescura, un desparpajo y una libertad de las que los autores actuales de series —a los que suele considerarse menos artistas que simples proveedores de entretenimiento— todavía pueden beneficiarse. ¿Lo hacen? ¿Lo han hecho ya? ¿Hay series que estén a la altura de las grandes novelas o las grandes películas de la historia? Yo he disfrutado muchísimo con algunas series —ya mencioné dos, Homeland y Breaking Bad; podría haber mencionado The Wire o Le Bureau des Légendes—, pero mentiría si no añadiese que no estoy seguro de que alguna de ellas me haya dado tanto como siguen dándome El hombre que mató a Liberty Valance, El Padrino, Ocho y medio o Fresas salvajes. Más no sé. Mejor dicho: no lo sabe nadie. Al fin y al cabo, el único crítico infalible es el tiempo.
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