Respuestas legales al coronavirus
Todas las medidas adoptadas para detener la epidemia tienen anclaje normativo suficiente, salvo la de suspender las elecciones vascas y gallegas
Según avanza la epidemia por coronavirus, con su aséptico acróstico Covid-19, más problemas jurídicos se presentan, paralelos a los grandes problemas sanitarios, sociales y económicos que supone, hasta el punto de que la OMS ha declarado que se trata de una pandemia. En el ámbito del derecho público español el primer problema es determinar las bases legales de las medidas que se están tomando o que se pueden tomar, muy especialmente si afectan a los derechos fundamentales. En principio, esta base la proporciona la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, que permite a las autoridades adoptar -entre otras- las medidas oportunas para el control de los enfermos y de las personas que hayan estado en contacto con ellos, es decir, el internamiento en un centro sanitario o el confinamiento en cualquier edificio, como hizo la Consejería de Sanidad del Gobierno de Canarias en el hotel de Adeje donde se había confirmado la presencia de un afectado por coronavirus.
Como la ley orgánica guardaba silencio sobre el control judicial de esa medida administrativa, algo incompatible con el Estado de derecho, la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa de 1998 suplió el olvido de 1986 de una manera muy española (por usar la famosa frase de Antonio Machado en el poema Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido): yéndose al extremo contrario de exigir "la autorización o ratificación judicial de las medidas que las autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental" (art. 8.6). Por eso, vimos cómo el consejero de Sanidad tuvo que dirigirse a los juzgados para que ratificaran su medida, que el destino quiso que fuera en un día festivo, por lo que quien la avaló fue el Juzgado de Instrucción número 1 de Arona (Santa Cruz de Tenerife), de guardia el día de La Candelaria.
Debemos de encontrar una solución para evitar el absurdo de celebrar unas elecciones que nadie quiere
Pero si se hiciera necesario decretar aislamientos a lo largo de todo el país parece fuera de lugar que los consejeros de Sanidad vayan de juzgado en juzgado solicitando su ratificación individualizada. Y no digamos si, como ha ocurrido en Italia, hubiera que prohibir viajar por el país y ordenar el cierre de negocios de propiedad particular, permitiendo solo la apertura de farmacias, parafarmacias y tiendas de alimentación. O establecer una cooperación obligatoria de los hospitales privados en la lucha contra el coronavirus. En mi opinión, no tiene sentido seguir apelando a una ley orgánica pensada para situaciones concretas y muy localizadas y habría que usar una ley pensada para situaciones de crisis, la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, que permite al Gobierno declarar el estado de alarma cuando se den situaciones de “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”. El Gobierno, de hecho, se ha visto obligado a proclamar el estado de alarma.
Sea por la Ley Orgánica de 1986 o por la de 1981, lo cierto es que todas las medidas que se están barajando para detener la epidemia tienen anclaje legal suficiente, salvo la de suspender las elecciones vascas y gallegas. El lehendakari ha señalado que le correspondería a la Junta Electoral Central, pero la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) no le otorga esa competencia; es más, para nada prevé la suspensión de unas elecciones. Por esa falta de habilitación legal, algunos juristas han señalado que o se modifica rápidamente la LOREG o no habrá más remedio que celebrar las elecciones el 5 de abril. Desde luego, coincido plenamente con mis colegas en que sería muy conveniente que se modificara esta ley electoral para regular cómo y cuándo se pueden suspender unas elecciones, pero si (como parece evidente) no hubiera tiempo para su tramitación ¿no habría más remedio que celebrar las elecciones aunque los especialistas en epidemias aconsejaran la suspensión y todos los partidos estuvieran de acuerdo?
Podemos llamar en nuestra ayuda a los romanos, a los que tanto les debe nuestra cultura: "Hominum causa omne ius constitutum est", que John Locke tradujo como “las leyes se hicieron para los hombres y no los hombres para las leyes”. Así que debemos de encontrar una solución para evitar el absurdo de celebrar unas elecciones que nadie quiere. Mi propuesta echa mano, otra vez, de un principio romano usado alguna vez por nuestro Tribunal Constitucional, el de contrarius actus, por el cual sería el presidente de la comunidad autónoma el que podría suspender las elecciones porque fue él quien las convocó. Esta solución habría que completarla con la división de poderes de Locke, pues no en balde nuestro sistema político se define como parlamentario: para suspender las elecciones el presidente necesitaría la previa autorización del Parlamento autonómico, lo que evitaría la arbitrariedad y confirmaría que es una decisión tomada por los representantes del pueblo para cumplir con otro adagio romano: “Salus populi suprema lex est”.
Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.
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