Lapidaria
Los cuerpos, tangibles o evanescentes, de las víctimas no se borran echando salfumán sobre sus nombres. Sus nombres son nuestros nombres
Mi amigo el gran poeta Ben Clark me envía un WhatsApp: “El día de mi cumpleaños, agenda de la Diputación de Málaga”. Acompaña su mensaje con una foto de la página correspondiente al 21 de junio; al final, una cita: “No todo fluye. Quedan a veces las aguas estancadas”. La cita es mía. Me reí, orgullosa, de mi aforismo-chiste corrector de Heráclito y sentí una punzada al reconocerme como parte del acervo de la denostada filosofía de calendario. Intenté reconciliarme con el género: fue en una agenda donde reparé en la definición de Ionesco sobre el círculo vicioso: “Tomen un círculo, acarícienlo, y se hará un círculo vicioso.” (La cantante calva).Los contenidos de los libros se reproducen sobre otros soportes, adornan camisetas de algodón, mutan en broche de oro del día en una agenda. Se popularizan. Se sacan de contexto y, en ese desplazamiento, se ven. Es sensacional y, sin embargo, encontrarme en la agenda me hizo sentir lapidaria y, como suelo castigarme dulcemente, pensé que no era bueno ser lapidaria ni lapidada. Esas dos palabras de la misma familia me cargan de razón para evitar Twitter.
Sin embargo, el 1 de marzo de 2020 me retracté de mis pensamientos en el cementerio de la Almudena. Frente a la tapia donde fusilaron a las Trece Rosas, nos reunimos para protestar por la reformulación, contaminación, devastación de la memoria democrática perpetrada por el alcalde Martínez-Almeida, que no solo borró los nombres de casi 3.000 fusilados y fusiladas entre 1939 y 1944, sino que además sustituyó los versos de Miguel Hernández —“porque soy como el árbol talado, que retoño: porque aún tengo la vida”— y el adiós de la rosa Julia Conesa —“que mi nombre no se borre de la historia”— por un eslogan inclusivo, perversamente equidistante y confesional, que malversa la verdad confundiendo el dolor de la guerra con las exactas muertes de personas masacradas por un régimen cuyos tentáculos aún nos ahogan. Hacer memoria del pasado, con justicia y verdad, es la única manera de construir un presente con calidad democrática. Importan las lápidas y lo que se escribe sobre ellas. Importa la muerte digna y la dignidad del enterramiento. Los cuerpos, tangibles o evanescentes, de las víctimas no se borran echando salfumán sobre sus nombres. Sus nombres son nuestros nombres. Quienes recitamos en la Almudena no creemos en la transustanciación, sino en la huella de una sangre que era roja, amarilla y morada. Esas fueron las personas fusiladas contra las tapias. Esas. Siento que, para que no nos lapiden con mentiras —Ortega Smith se aleja cada vez más de su cielo—, necesitamos lápidas que resguarden respetuosamente a niños perdidos y mujeres muertas. La voz de poetas pobres que usaban la hipérbole y tenían sentido del humor se convierte en materia persistente e incorpórea, pero firme, memoria colectiva. Necesitamos un relato ni blando, ni nostálgico, ni sensacionalista: ya conocemos la banalidad del mal y que los monstruos aman a sus animalitos. Ahora escribamos las historias de buenas personas que se hicieron mejores en sus arranques épicos. Y lo pagaron. Porque “no todo fluye. Quedan a veces las aguas estancadas” e, incluso cuando las aguas fluyen, fluyen para que ganen los mismos. Como si no ganasen. Imperceptiblemente. Dame un like.
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