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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El 8-M, en disputa

La futura ley de libertad sexual necesita, como todas, pulcritud jurídica

Varias manos pintadas de morado en una manifestación del 8 de marzo.
Varias manos pintadas de morado en una manifestación del 8 de marzo.Ramón de la Rocha (EFE)

En el tercer 8 de marzo desde la aparición de la campaña #MeToo en octubre de 2017, la llamada cuarta ola del movimiento feminista comienza a recoger los frutos de una movilización de alcance planetario que ha marcado un antes y un después en la lucha por los derechos de las mujeres. El salto cualitativo experimentado en sus reivindicaciones no solo se refleja en la voluntad expresa de acabar con la cultura de tolerancia y encubrimiento del abuso sexual, una cultura vinculada al abuso de poder, sino sobre todo en la asunción expresa por parte de instituciones, empresas y organismos públicos de su histórica connivencia con desigualdades estructurales que, hoy en día, se perciben como intolerables gracias a las permanentes denuncias de las mujeres, cuyo impulso y empuje han logrado la aprobación de medidas destinadas a combatir las muchas brechas que todavía perviven en nuestra sociedad. El feminismo goza de una buena salud en España porque ha sido capaz de mantener un importante músculo organizativo y reivindicativo en un contexto de auge de discursos reaccionarios que tanto aquí como a nivel global están cuestionando las transformaciones en las actitudes y en las instituciones que el movimiento ha logrado en los últimos 30 años.

Editoriales anteriores

A la luz de la actual energía del movimiento feminista, resulta preocupante que la tramitación de la principal iniciativa legislativa impulsada desde el feminismo, la futura Ley Orgánica de Garantía del Derecho a la Libertad Sexual, haya sido objeto de un enfrentamiento en el seno del Gobierno de coalición. Confundir alegaciones técnicas con “ataques machistas” formulados por parte de uno de los miembros del Gobierno, como sugirió el vicepresidente Pablo Iglesias, demuestra poco conocimiento del proceso legislativo. Dichas objeciones a la ley no pueden despacharse con simpleza y por meras razones de capitalización partidista, especialmente en lo relativo a los delitos contra la libertad sexual, donde, por el específico ámbito de su competencia, el Ministerio de Justicia debería tener mucho que decir. Una iniciativa legislativa de tanto calado, y cuya principal virtud se encuadra, a priori, en la asunción de un enfoque integral relativo a las llamadas “violencias sexuales”, necesita, primero, pulcritud jurídica y, después, un amplio debate en sede parlamentaria.

Tanto el anteproyecto de la ley de libertad sexual que la ministra Irene Montero quiere impulsar, como el que se ha comprometido a presentar sobre discriminación por orientación sexual, identidad o expresión de género, afectan al núcleo mismo del enfoque feminista, pues introducen un cambio sustancial: dejan de considerar a la mujer como el sujeto central de sus políticas públicas. Fueron estas políticas, precisamente, las que situaron a las mujeres como el eje vertebrador de la corriente de igualdad, aquellas que permitieron colocar a España en la vanguardia internacional de la lucha contra la discriminación de género.

El proyecto feminista no puede consistir en la protección de un “género sentido”, no contrastable biológicamente, como pretende introducir el texto legislativo, porque resultaría incompatible con una agenda política centrada en la protección de las mujeres ante la discriminación que sufren por el mero hecho de serlo, esto es, en función de su sexo y no por su identificación ideológica con la idea de feminidad. El derecho a la identidad sexual es una reivindicación legítima del movimiento LGTBI, sin duda, y debe seguir sus propios cauces de expresión y procedimientos legislativos, pero no debería alterar el enfoque central de las políticas feministas, basadas en la idea de que el género, es decir, el conjunto de atributos diferenciados que se asignan a hombres y mujeres, es una construcción social que, todavía hoy, discrimina activamente a más de la mitad de la población de nuestro país.

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