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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez
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Cuando los migrantes se llaman Picasso, Chagall o Mondrian

Apátridas, refugiados, extranjeros. La visión idílica del París de principios del siglo XX deja en segundo plano las penurias que vivieron numerosos artistas universales y muestra paralelismos con la polarización política actual

Ana González-Páramo
A la derecha el joven migrante Pablo Picasso junto con su colega polaco, Moïse Kisling y, en el medio, la actriz francesa Marguerite Jeanne Puech (Pâquerette) en un café de París (1916)
A la derecha el joven migrante Pablo Picasso junto con su colega polaco, Moïse Kisling y, en el medio, la actriz francesa Marguerite Jeanne Puech (Pâquerette) en un café de París (1916)

Pablo Ruiz Picasso se mudó a París con 19 años. Llegó como pintor provinciano y migrante. En 1904 se instaló en un modesto estudio de Montmartre y quedó fascinado por la bohemia, la belleza y la inspiración de la ciudad. A pesar de pasar casi toda su vida en Francia, nunca perdió su acento español. Optó por el destierro, espantado por los horrores de la Guerra Civil y la dictadura franquista. Nunca olvidó su Málaga natal, ni hubiera podido pintar el Guernica tal como es sin la mirada del exilio. Pero también creció como artista en Francia, mezclando ambos referentes como otros tantos genios universales que no conocen fronteras. Picasso solicitó la nacionalidad francesa en los años treinta, probablemente para protegerse de la ola fascista que recorría Europa y Francia y que ya había arrasado su país. No se la concedieron por sospechoso, subversivo y comunista, pero él siempre dejó una cosa clara: “quiero morir español”.

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La lista de artistas universales y anónimos que habitaron París entre 1900 y 1950 es interminable: judíos bielorrusos como Chagall, Zadkine o Soutine, el italiano Modigliani, el rumano Brâncuși, el holandés Mondrian o los españoles Julio González o Juan Gris. Junto a ellos, mujeres excepcionales que sufrieron un sistema y una sociedad machista pero cuya obra perduró, como las rusas Marevna y Natalia Goncharova, la ucraniana Sonia Delaunay, la argelina Baya Mahieddine o las españolas María Blanchard y Maruja Mallo. Muchos huían del antisemitismo, la discriminación, el machismo, la represión política o la homofobia y otros buscaban la inspiración, la libertad, el reconocimiento o su crecimiento artístico.

Una reciente exposición en el Museo Stedelijk de Amsterdam daba un enfoque político muy actual a estos migrantes de París. Abría los ojos del visitante a una perspectiva diferente a la del romanticismo habitual, para acercarnos a su condición de extranjeros, visitantes, apátridas, migrantes o refugiados. Mientras en los cafés y variétés alternaban bailarinas, músicos, todo tipo de artistas y revolucionarios en un clima excepcional de libertad y multiculturalidad, se fraguaba en los años treinta una reacción nacionalista que reclamaba la vuelta a las raíces y el rechazo a la influencia extranjera. Era la reivindicación de las tradiciones de la vieja Francia frente a los forasteros que amenazaban su cultura en el contexto de un siglo salvaje, de guerras, revoluciones y nacionalismos fanáticos. La desconfianza de una Europa polarizada y sus pulsiones antisemitas, xenófobas y nacionalistas, afectó la vida y la obra de estos artistas a pesar de que París era un refugio de tolerancia y libertad.

Muchos huían del antisemitismo, la discriminación, el machismo, la represión política o la homofobia y otros buscaban la inspiración, la libertad, el reconocimiento o su crecimiento artístico.

Un ejemplo de esa reacción fue el influyente crítico de arte Waldemar-George, migrante judío-polaco nacionalizado francés, que creó un movimiento neohumanista basado en un odio furibundo al arte abstracto, al que culpaba de interrumpir la tradición artística francesa. Tras esta crítica aparentemente estética, yacía el rechazo a los artistas extranjeros y judíos que dominaban la escena parisina. La supuesta superioridad de los valores eternos de la cultura europea enlazaba con el racismo y los fascismos, en pugna con las vanguardias del cubismo y el surrealismo y su interés por otras culturas.

Marc Chagall, primogénito de una familia jasídica de una aldea judía de Vítebsk –entonces Imperio ruso– pasó una primera etapa parisina entre 1910 y 1914. Tras un periodo de ferviente revolucionario ruso y tras huir de la peste del antisemitismo, volvió desencantado a Francia y en 1937 adquirió la nacionalidad. Tras refugiarse en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, se instalaría en la Costa Azul, donde quiso ser enterrado. La belleza y originalidad de la obra de Chagall radica precisamente en la síntesis de todas las influencias y vivencias de su migración. El arte popular ruso, la tradición judía de su shtetl natal, las corrientes occidentales de su tiempo, el circo, los sueños, el misticismo o París se mezclaban en sus obras con una expresividad conmovedora.

Aunque Chagall obtuvo enseguida reconocimiento, siguió enfrentándose al antisemitismo, no solo durante el régimen colaboracionista de Vichy, que prohibía a los judíos exhibir su obra, sino ya en los años sesenta cuando tuvo que ser escoltado por amenazas al recibir el encargo de pintar el techo de la Ópera del Palacio Garnier. A pesar de ser ciudadano francés desde hacía 30 años, para algunos siempre sería un judío extranjero.

La desconfianza de una Europa polarizada y sus pulsiones antisemitas, xenófobas y nacionalistas, afectó la vida y la obra de estos artistas a pesar de que París era un refugio de tolerancia y libertad.

Muchos artistas, la mayoría extranjeros, se unieron para ser más fuertes. Fue el caso del efímero grupo Cercle et Carré fundado por el belga Michel Seuphor y el uruguayo Torres-García en 1929 o el colectivo Abstraction-Création, que agrupó también a artistas no-figurativos en los primeros años 30, entre los que estaban Picasso, Julio González, Vasili Kandinski o Fernand Léger.

O la corriente Négritude, movimiento ideológico, literario y político que recogía la tradición negra de artistas africanos y caribeños, expresada a través de las vanguardias artísticas de la época. Reivindicaban su identidad frente a la subordinación al sistema colonial y la asimilación cultural francesa. Fue el embrión ideológico del futuro movimiento independentista africano. Entre sus publicaciones de los años 30, destacaba L'étudiant noir, uno de cuyos fundadores era Léopold Sédar Senghor, futuro primer presidente de la República de Senegal. A pesar de la prohibición de filmar películas en las colonias francesas, Paulin Vieyra Soumanou y el grupo Africain du Cinema, rodaron en 1955 el cortometraje Afrique Sur Seine donde siguiendo a su protagonista por las calles de París, y a pesar de las penurias de ser africano, se puede sentir el amor por esta ciudad.

Picasso decía que "el arte limpia nuestra alma del polvo de lo cotidiano". Hoy como entonces, la xenofobia, el antisemitismo y el racismo son el polvo y la carcoma que se depositan sobre nuestra cotidianidad y van eclipsando nuestros principios. Siempre quedará el arte como tabla de salvación.

Ana González-Páramo es investigadora senior en Fundación porCausa.

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