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El impostor más famoso de la península Ibérica

En 1578 fallecía en batalla Sebastián de Portugal. Unos años más tarde, un humilde pastelero de Madrigal, animado por un fraile, se hizo pasar por el monarca y acabó siendo sentenciado a muerte

Alcazarquivir es el trauma decisivo de la historia portuguesa. En aquella batalla, en 1578, falleció Sebastián de Portugal, monarca joven, más entusiasta que sensato, que había querido ser Alejandro Magno y conquistar un imperio en África. A despecho de sus consejeros —entre ellos su propio tío, el rey Felipe II— armó un numeroso ejército de compatriotas y mercenarios europeos y cruzó el mar. Esperaba batirse con el ejército del sultán de Marruecos, Al Malik, superior en hombres y caballos pero sin artillería. Pero en los alrededores de la ciudad de Alcazarquivir (en el norte del actual Marruecos) se encontró que la Sublime Puerta, el Imperio otomano, había enviado numerosos cañones en socorro de sus hermanos en la fe. Fue una hecatombe; perecieron Sebastián, buena parte de su ejército y lo más granado de la aristocracia, la milicia y el clero portugueses, y hasta se perdió la independencia del reino, que por derecho de herencia Felipe II anexionó a la monarquía hispánica.

La fantasía popular y romántica según la cual el joven rey Sebastián sobrevivió milagrosamente a la catástrofe y un día regresará a Lisboa para instaurar la Edad de Oro es la metáfora crística en la que cristalizan el regeneracionismo portugués, llamado precisamente Sebastianismo, y la famosa saudade. Esperando que vuelva un difunto pueden pasar lánguidamente los siglos.

Tras la catástrofe en África, corrieron los rumores consoladores de que el rey había sobrevivido

La publicación de la Historia de Gabriel de Espinosa. El pastelero de Madrigal que fingió ser el rey Sebastián de Portugal, en una edición (Renacimiento) didáctica y bien contextualizada, escrita por José López Romero, recupera la crónica —contada por un anónimo testigo presencial del proceso al que fue sometido Gabriel y publicada 100 años después por Juan Antonio de Tarazona— del impostor más famoso de la historia de España y Portugal, el que a lo largo de los siglos ha suscitado más novelas, cuentos y dramas teatrales.

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Tras la catástrofe en África corrieron enseguida los rumores consoladores de que en realidad el rey había sobrevivido. En salones palaciegos y en tabernas no faltaba quien contase que había visto al rey vivo en románticas circunstancias: un soldado que sobrevivió a Alcazarquivir se lo encontró en el desierto, lejos del campo de batalla: iba el pobre monarca malherido, le pidió agua y se fue por el desierto. Otros lo vieron pasar por las carreteras portuguesas, embozado, a todo galope, la capa al viento, entre otros jinetes misteriosos, en noches oscuras. Otros lo habían sorprendido orando ante una cruz de un camino. A un cura que iba a oficiar misa por su alma en una iglesia abarrotada de Lisboa se le hizo saber que tuviera cuidado con lo que dijese en el sermón porque estaría Sebastián escuchándole, camuflado entre los parroquianos…

A rebufo de estas historias en los años siguientes brotaban como setas los impostores. Generalmente se habían retirado a alguna ermita, a restablecerse de las heridas sufridas en combate y hacer penitencia. Alguno ni siquiera sabía hablar en portugués, así que se mantenía callado so pretexto de voto de silencio. Eran desenmascarados y, para evitar males menores, procesados y ajusticiados con diligencia.

Un fraile agustino, Miguel de los Santos, convenció al pastelero de que era idéntico a Sebastián

Gabriel de Espinosa era un hombre de aspecto noble, de exquisitos modales, con el rostro marcado por cuatro cuchilladas. Había aparecido con ese seudónimo en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) como cocinero de pasteles de carne y empanadas, aunque apenas atendía el obrador, donde otros trabajaban para él. Él tenía asuntos más altos de que ocuparse. La suerte quiso que allí se encontrase con el fraile agustino Miguel de los Santos, que había sido confesor en la corte de Lisboa y desterrado en Castilla por predicar, tras la catástrofe de Alcazarquivir, los derechos de otro aspirante al trono.

En Madrigal, Miguel era confesor y amigo íntimo de doña Ana de Austria, hija bastarda de Juan de Austria (y por consiguiente sobrina de Felipe II) y monja a su pesar (“malmonjada”) en el convento de agustinas. El fraile convenció al pastelero de que era idéntico a Sebastián e hizo de alcahuete para comprometer a Ana en matrimonio con “su primo”, que la sacaría del tedio conventual y la llevaría a reinar en Lisboa. De momento las joyas de la monja fueron puestas a disposición del fraile y el pastelero para financiar su conspiración y “recuperar” el trono.

En 1594, empezó a divulgarse por la Península la noticia de que el rey Sebastián estaba vivo y bien, y vivía en Madrigal, y empezaron a llegar caballeros “muy galanes, con cadenas de oro”, que veían al pastelero, reconocían en él al monarca y caían de hinojos. Tenían algunas preguntas que hacerle, claro: habían pasado 20 años desde Alcazarquivir, ¿por qué no se había mostrado antes? Porque, explicaba Gabriel, estaba “corrido”, avergonzado, por haber ido a la guerra contra el parecer de todos, y había decidido hacer esta penitencia. ¿Y por qué, siendo apenas cuarentón, aparentaba sesenta y tantos años? Porque nada envejece tanto como las penalidades, y él había pasado muchas. Estas explicaciones las creían quienes querían creerlas. Los visitantes se volvían a casa suspirando y llorando mucho a preparar el regreso del rey.

La conspiración apenas duró unos meses. Sometido a tormento, el pastelero confesó ser hijo de padres desconocidos, un expósito arrojado a la puerta de una iglesia, que se había ganado la vida como soldado en Portugal y como tejedor de terciopelo, y había vagabundeado por Valladolid, Pamplona y Madrid, escurriendo el bulto a la justicia por alguna muerte que debía. Pero en la horca demostró nobleza natural, al ajustarse él mismo la soga al cuello y advertir a sus torturadores de que si supieran a quién mataban en realidad se horrorizarían, y además se habían ganado un poderoso enemigo en ultratumba. El fraile fue exclaustrado y también ahorcado. Y la engañada Ana fue sometida a un régimen disciplinario en otro convento hasta la muerte de Felipe II, solo dos años después.

Tanto en la historia como en la ficción novelesca o teatral esta clase de farsantes provoca la fascinada credulidad de los cándidos, de los espíritus románticos y soñadores y de los paranoicos de las conspiraciones —entre los tres colectivos deben de sumar, a ojo de buen cubero, la mitad de la población mundial—. A quién no le gusta un buen suplantador. Porque resultan gratas estas historias de fisonomías parecidas y de vuelcos de la fortuna, de príncipes que aparecen y desaparecen, de muertos vivos. Y si se descubre al impostor, suscita aún más simpatía.

La historia de los falsos dimitris, pedros, sebastianes, anastasias es más fascinante porque ya es imposible. La sangre azul está muy documentada. Nada menos ilusorio que el análisis del ADN que determina el parentesco. Y por otra parte se ha dado un cambio de mentalidad colectiva tan radical que hoy el impostor no pretende ser rey, sino solo un tipo bien relacionado o, mejor todavía, una víctima. Son casos como el de Enric Marco, décadas haciéndose pasar por superviviente de Mathausen; Alicia Esteve, alias Tania Head, fingiendo haber enviudado en el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York; el Pequeño Nicolás, dándoselas de amigo de subsecretarios y coroneles del CNI: vaya idea de la grandeza, qué tropa y qué tiempos estos en que hasta los impostores son de andar por casa.

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