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El corazonario

Bajo una cúpula de piedad buscó refugio y protección en su azarosa vida Ana de Austria, la infanta vallisoletana que fue reina de Francia y madre de Luis XIV. Algunas veces pienso, al leer los múltiples y diversos retratos que del rey Sol han trazado cronistas e historiadores, que no se valora debidamente lo que la carga genética materna representaba en su carácter. La pompa y majestad de su talante, el gusto del secreto, la reservada condición de sus sentimíentos, el minucioso detalle de los asuntos de Estado, la obsesiva afición a edificar palacios y monumentos, ¿no tienen acaso sus antecedentes en sus trasabuelos Felipe II y Carlos V? Ana de Austria sintió como propia la causa de Francia al convertirse, tras la muerte de Luis XIII, en regente del reino y protectora de su hijo y heredero. Sus intereses prioritarios eran los del pueblo que regía, por encima de parentescos y lazos de sangre tan íntimos como los que la unían con su padre, Felipe III, y con su hermano, Felipe IV. La restauración de la iglesia de Val-de-Grâce y del llamado "salón de Ana de Austria" del pequeño Escorial parisino, fundación de la reina española, me ha llevado a visitar el inmenso monasterio situado en el burgo de Santiago de la capital de Francia. El edificio, que, desde Napoleón, se ha convertido en hospital de la sanidad militar preservándolo de la destrucción, está siendo objeto de un acondicionamiento y rehabilitación parciales, enriqueciendo así el inventario arqueológico del viejo París. La iglesia de Val-de-Grâce ofrece una traza exterior que combina la fachada del Gesú de Vignola con una cúpula bramantina enriquecida con estatuas y adornos llamativos. Por dentro, el templo, de tres naves, es severo y rico a la vez. Un inmenso baldaquino dorado, inspirado en el barroquismo vaticano, protege el altar de la Natividad, símbolo y voto de la fecundidad materna de la reina que esperó veintidós años la descendencia tan anhelada.Aquí se encerró definitivamente Ana de Austria cuando ya Luis XIV iba ascendiendo en el horizonte europeo hacia el cenit de su poder militar exterior y de su poderío estatal interno, llegando en sus fronteras hasta el Rin y hasta el Pirineo, derrotando a la Casa de Austria en el Norte, en el Este y en el Sur. Y aniquilando sin piedad a las frondas rebeldes de la nobleza francesa y a los burgueses parlamentos levantinos. A los primeros les ofreció el deslumbrante escenario de la Corte de Versailles y los mandos del ejército, pero sin permitirles mando político. A los letrados y hombres de asamblea los amordazó sin piedad. La burguesía no le preocupaba. El petit-peuple gozaba callejeramente con el estrépito de los desfiles y la noticia de las; victorias militares. El malestar latente del cuerpo social, herido por las tremendas injusticias, iba a tardar cien años en despertar en formas de violencia. Ana de Austria, que había hecho frente, con su leal Mazarino, a la, Fronda, la que ensayó en 1648 una "revolución francesa" en Ptrís, con toma de la Bastilla incluida, murió alejada de la colmena cortesana y mundana, rodeada de monjas, de rezos y de confesores.

De la famosa capilla de santa Ana del monasterio sólo queda el recuerdo hisitórico. La revolución de 1789 acabó con todo: verjas, altares, estatuas y ornamentos. Hoy se halla instalado allí el órgano moderno de la iglesia. Ana de Austria tenía, como su padre, una piadosa afición a las reliquias de toda clase que llenaban las capillas del monasterio. También organizó cuidadosamente una morbosa colección: la de los corazones de los miembros de las dinastías francesas de la rama primogénita y de la línea de los Orleans. Hasta 47 de estos órganos vitales de hombres y mujeres de linaje real llegó a contar ese que, más que relicario, puede llamarse "corazonario". Los envolvía un primer estuche de plomo, al que seguía uno de plata y otro de vermeil. El corazón de los altos personajes ha sido, en el curso de la historia, muchas veces destinado en testamento a determinado lugar. La soberbia catedral de Murcia contíene -si no recuerdo mal- el de Alfonso el Sabio, enterrado en Sevilla. En tiempos moder- Pasa a la página 14 Viene de la página 13 nos, el barón de Coubertin, fundador de los Juegos Olímpicos, fallecido en Suiza, mandó que su corazón reposara en Olimpia, cuna del gran espectáculo.

El siglo XVIII fue el que puso en órbita nuevas devociones cristianas que Unamuno calificaba, con cierta sorna, de hierocardiocracia. La Compañía de Jesús fue la que con más entusiasmo propagó el culto novísimo. La fundadora,de Val-de-Grâce, tan íntimamente unida -como toda la Corte francesa- a las inspiraciones y criterios de los padres de la Compañía, confesores de los reyes, halló quizá en ese afectivo recuerdo un desahogo para su recatada soledad.

Y ya que de modas hablamos, cabe señalar también el interesante fenómeno de las modas literarias que rehabilitan determinados personajes históricos. Así, Luis XIII, el marido de Ana de Austria, es ahora objeto de un intenso movimiento rehabilitatorio por parte de algunos investigadores. Es difícil escribir la historia con pluma apologética sin caer en la falsedad. Pero igualmente equivocado es buscar la denigración sistemática. Una considerable y exhaustiva biografía de Ana de Austria apareció hace unos meses en Francia, debida a la pluma de Claude Dulong, esposa del diplomático Jean de Sainteny. Leyéndola con apasionado detenimiento he tratado de penetrar en la comprensión del complejo y resuelto carácter de esta mujer excepcional, cuya trayectoria discurre desde su adolescencia en medio de un vendaval de, intrigas, conspiraciones, golpes de mano, guerras civiles y crímenes políticos, mientras iba tomando cuerpo la forma definitiva del Estado francés.

Ana se convierte en reina a los catorce años de edad, núbil todavía, en una corte ajena, cuyos entresijos apenas conoce, rodeada de tramas oscuras y peligros de toda clase. Su marido, el rey, es un hombre de inclinaciones ambiguas, tartamudo, de carácter irresoluto y cruel. El matrimonio fracasa desde sus comienzos, y Ana espera veintidós años la ansiada sucesión que consolide el trono. Por fin llegan los hijos: Luis, que será rey, y Felipe, que será duque de Orleans. Su situación a partir de ese momento cambia y se afirma políticamente. Pero los años iniciales habían sido tremendos. Nada menos que a tres enemigos formidables hubo de hacer frente casi sola en algunos momentos: Richelieu, el dictador despótico; María de Médicis, la suegra, avara y envidiosa; y su marido, Luis XIII, roído de sospechas políticas y celos conyugales.

Ana de Austria era una mujer hermosa y atractiva; de belleza rubia y talante alegre y comunicativo. Capaz de enamorar profundamente a muchos, dentro y fuera del reino, como los abundantes testimonios señalan. Fue el siglo XVIII un tiempo de pasiones desbordadas, de amores turbulentos que iban hasta el límite de lo irracional. Shakespeare es, quizá, el máximo exponente de esas pasiones desnudas que a veces se convierten ellas mismas en protagonistas de sus dramas y comedias, olvidando a los personajes que las encarnan. Otro británico, George Villiers, favorito de los dos reyes estuardos, Jacobo y Carlos, desencadenó, con su arrogante y donjuanesca impudicia, el primer contratiempo político y cortesano grave en la vida de Ana de Austria. El retrato pintado por Van Dyck del duque de Buckingham en la National Gallery y el de Rubens en el Louvre, que representa a la reina española en su maduro esplendor unos años después del episodio, sirven para que el lector de hoy rememore con la intuición psicológica de los artistas la traza humana de los retratados.

La tensión altísima de los acontecimientos del reinado de Luis XIII y la enérgica defensa que del rey niño, Luis XIV, hicieron su madre, Ana de Austria, y el astuto y eficaz cardenal Mazarino, desencadenaron sobre la tenaz y valerosa reina castellana que iba forjando la Francia moderna una ola de panfletos y una campaña difamatoria que duró hasta nuestros días. "Calumniam patientissime sustinuit", decía un epitafio latino que se compuso para sus funerales. La vida de Ana de Austria es un trozo decisivo de la historia de Francia. ¿No escribió André Mairaux que pertenecer a la historia es también pertenecer al odio?

¿Y qué pasó del corazonario? La revolución lo saqueó y lo dispersó, como hizo con el panteón de Saint-Denis. Años después, durante la Restauración, hubo la confusa propuesta de un coleccionista que ofreció a Luis XVIII algunos restos del relicario cardiaco, rescatados por un anticuario. Un pintor neoclásico afirmó a su vez haber utilizado esas vísceras, convertidas en oscuro montón de cenizas, como elemento pictórico. Era el macabro amanecer del romanticismo que despuntaba. "Polvo serán, mas polvo enamorado...".

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