El extraño peronista que gobierna la Argentina
Alberto Fernández es un presidente que pide perdón y tolera críticas, algo realmente curioso para el peronismo
El lunes pasado el presidente argentino, Alberto Fernández, le pidió perdón a una madre de desaparecidos. Fernández había destacado unos días antes que, dado el paso del tiempo, a ningún militar en actividad se le puede reprochar haber participado de la represión de los años setenta y, por eso, sostuvo que era hora de "dar vuelta la página". Nora Cortiñas, una de las dirigentes históricas de las Madres de Plaza de Mayo se sintió ofendida y lo llamó "negacionista". "El Presidente será un buen abogado pero nunca estuvo comprometido con los derechos humanos", dijo. Entonces, Fernandez pidió disculpas ante la posibilidad de que sus palabras hubieran herido la sensibilidad de las víctimas. Todo terminó bien: Cortiñas dijo que no volverá a tratarlo de esa manera y otras madres de desaparecidos respaldaron al presidente. Pero el episodio es muy revelador del tipo de liderazgo que ejerce Alberto Fernández, un peronista realmente muy raro.
Fernández es un presidente que pide perdón, que tolera críticas de sus subordinados, que acepta estar rodeado por personas que no le responden a él. Eso es realmente curioso para la Argentina y, especialmente, para el peronismo. Quien mejor definió esa situación fue Julio De Vido, un exministro de Néstor y Cristina Kirchner que odia a Fernández y que padece detención domiciliaria por hechos de corrupción. De Vido dijo que Néstor Kirchner era un líder que "ordenaba el espacio", al que nadie "se atrevía a discutirle". Y agregó: "Ahora cualquiera le discute al presidente. El presidente se desdice a sí mismo. Así no van a funcionar las cosas".
Históricamente, el peronismo se caracterizó por su fuerte componente caudillista. De hecho, el nombre del movimiento se debe al apellido de su fundador, Juan Domingo Perón. La sola presencia de Perón ordenaba al peronismo: casi nadie se atrevía a discutirle en público, y si lo hacía, las consecuencias podían ser letales, en el sentido más literal del término. Esa tradición fue continuada con variantes por los sucesivos líderes que tuvo el peronismo, después de la muerte de su fundador: Carlos Menem, Néstor Kirchner y su viuda, sucesora y actual vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner. Ninguno de ellos pedía perdón: el líder, la Jefa, el Jefe, el caudillo, son figuras que mandan y a las que su tropa les obedece, aunque las ordenes sean equivocadas. La tropa seguía al líder no importaba la dirección que este señalara y, si no lo seguía, el líder era implacable con los disidentes.
Fernández es un peronista raro no solo porque no aplica ese método. Cada paso que da confirma esa excepcionalidad. El primer Perón era un líder antinorteamericano. Menem pregonaba el alineamiento con los Estados Unidos. Cristina Kirchner se recostó en países como la Venezuela chavista o la República Islámica del Irán. Fernández, en cambio, arrancó su Gobierno privilegiando su relación con Europa, en un raid durante el que fue recibido cordialmente por Emmanuel Macron, Pedro Sánchez y Angela Merkel: nunca antes, un líder peronista se había acercado tanto a los líderes moderados de Europa. Mientras Fernández hacía ese esfuerzo, motivado entre otras razones por la necesidad de conseguir apoyo para la negociación de la deuda, Cristina Kirchner pregonaba desde Cuba por una relación más cercana con la República Popular China.
Fernández, hasta ahora, ha roto con un esquema clásico del peronismo. A mediados del año pasado, apareció en Buenos Aires un interesante trabajo llamado Por qué funciona el populismo. Su autora, María Casullo, sostiene allí que el populismo seduce a las masas porque se apoya en un relato muy atractivo y sencillo de entender, según el cual un líder poderoso defiende a las masas populares de sus enemigos: las corporaciones, los ricos, los medios hegemónicos. En ese esquema, el líder es indiscutible e irreemplazable, la sociedad se divide entre el pueblo que lo sigue y el antipueblo que conspira contra él, y el bienestar llegará el día en que ese líder se imponga. Ese esquema ha dado lugar a batallas interminables, a heridas que aun no sanan, a fracasos irreparables.
Perón y, sobre todo Cristina, respondían a ese cliché. Alberto Fernández parece todo lo contrario. Desde el día mismo de su asunción tendió puentes con los supuestos enemigos del pueblo y no pudo, no quiso o no supo erigirse en un rol de líder indiscutible. Tal vez haya razones para explicar esa limitación. Por un lado, Fernández es por ahora presidente pero no líder. Fue candidato porque lo designó Cristina Kirchner. Ese poder delegado le impide ser el verdadero Jefe de ese conglomerado siempre tan complejo como es el peronismo. Cristina, además, no se la hace nada sencilla.
Por otra parte, Fernández gobierna una Argentina signada por la escasez. Los liderazgos de Perón o de los Kirchner coincidieron con momentos en los que había dinero para repartir. Eso lubricó con concesiones concretas el vínculo con el sector de la población que les respondía.
Sin poder propio y sin dinero para repartir, difícilmente surja un nuevo líder popular. En sus primeros pasos, Fernández se propone más bien ser un presidente eficiente que saque a la Argentina del atolladero. Sus objetivos parecen nimios: bajar la inflación del monstruoso 54% heredado, negociar la deuda externa de tal manera que el país pueda salir gateando de la recesión y, en el medio, aplicar medidas para aliviar tenuemente la situación del 40% de la población que hoy está debajo de la línea de pobreza. Para hacerlo, se ha impuesto el trabajoso y agotador esfuerzo de mantener vínculos con propios y extraños, peronistas y antiperonistas, trabajadores y empresarios, y con el que fuera.
Es una experiencia atípica, en un país de gritones. Casi no pasa un día sin que alguno de los suyos lo cuestione en voz alta y exprese así la resistencia a un presidente que, en realidad, es un suplente de la persona a la que desearían ver en la Casa Rosada. Es discutible si el peronismo ha sido exitoso o no en la manera en que manejó los asuntos argentinos. Pero está claro que tenía un método sencillo de entender: un jefe indiscutible que mandaba y cuyos deseos eran órdenes. Fernández no es eso. Pide perdón, tolera críticas, dialoga, se desdice a sí mismo. Un peronista moderado. Parece un oxímoron. Es prematuro aún para saber si el oxímoron funcionará con éxito en la indómita Argentina. Sus presuntos aliados están al acecho.
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