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Las encrucijadas de América Latina
Columna
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Insuperable progresismo

Ante su inevitable deterioro, el progresismo no fue capaz de ofrecer algo nuevo o dejar canales abiertos con los movimientos sociales

El candidato del MAS de Evo Morales, Luis Arce, durante un mitin en El Alto.
El candidato del MAS de Evo Morales, Luis Arce, durante un mitin en El Alto.David Mercado (Reuters)
ALDO MARCHESI
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En las últimas semanas del 2019 asistimos al fin de un ciclo en Sudamérica. En cierta medida fue la crónica de una muerte anunciada desde la victoria de Mauricio Macri y el impeachment a Dilma Rousseff pero el golpe contra Evo Morales en un contexto de creciente descontento por su reelección y la derrota electoral del Frente Amplio en Uruguay cerraron definitivamente el primer ciclo de Gobiernos progresistas en Sudamérica en el siglo XXI. Alguien podrá decir que aun está Venezuela. Sin embargo, la deriva autoritaria de Maduro parece haberse despegado de las ideas y sensibilidad inicial del progresismo. Incluso ha generado explicitas oposiciones dentro del campo progresista en Argentina, Uruguay, Brasil y Chile. También se puede decir que el novel Gobierno argentino de Alberto Fernández parece un retorno a aquella sensibilidad pero las condiciones y posibilidades difieren de aquel momento inicial.

Durante las primeras dos décadas de este siglo las experiencias progresistas concitaron la atención internacional. En un contexto donde las izquierdas a nivel global no lograban reincorporarse de la profunda crisis de las socialdemocracias y los comunismos, en América del Sur emergieron una serie de propuestas políticas que aunque diversas entre si apuntaron al desarrollo de ciertas transformaciones sociales en un sentido igualitarista. Además, se reconocían como parte de la tradición de izquierda del siglo XX, la misma que en otras partes del mundo se trataba de abandonar. En términos generales las apuestas transformadoras de estos Gobiernos fueron moderadas. Podrían ser consideradas “reformistas”en el viejo lenguaje de la izquierda. Paradójicamente aquellas generaciones que a fines de los sesentas cuestionaron con el discurso de la revolución las experiencias desarrollistas y nacional populares de fines de los cincuentas en el nuevo siglo terminaron reivindicándolas.

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Las políticas de estos gobiernos tuvieron que ver con: medidas redistributivas a través del mejoramiento salarial, la legislación laboral o políticas sociales que incorporaron programas de transferencia monetaria, un mayor diálogo con los movimientos sociales, la apertura a ciertos movimientos identitarios en clave étnica o de género y la promoción e inversión en servicios públicos (educación, salud). Todas estas medidas que afectaron en un sentido progresivo la distribución del ingreso y en algunos países rehabilitaron la posibilidad de la movilidad social ascendente en sectores populares no parecieron transformar la economía política de estos países. Redistribuyeron los ingresos pero no la riqueza. Los modelos de crecimiento económico tuvieron importantes continuidades con los periodos previos y se sostuvieron en los modelos de crecimiento hacia afuera centrados en la explotación de recursos naturales.

El desarrollo de estas propuestas se basó en la democracia liberal como un principio articulador de la política. Aunque muchas veces se denunció una suerte de autoritarismo intrínseco de la izquierda lo cierto es que incluso en los países donde se desarrollaron reformas constitucionales se mantuvo el pluralismo político, la alternancia electoral y la separación de poderes. Aunque algunos de estos políticos tuvieron practicas autoritarias, como las han tenido políticos de diverso signo ideológico en el continente, no existió una propuesta de institucionalizar el autoritarismo con un régimen de partido único como si había ocurrido en Cuba en décadas anteriores.

Mas allá de estas coincidencias los procesos fueron variados. Algunos fueron discursivamente más radicales que otros. Algunos fueron más respetuosos de los procedimientos democráticos que otros. También existieron diferencias en los estilos de liderazgos, el lugar de los partidos en el estado y el tipo de relaciones que establecieron con los movimientos sociales. Sus finales fueron diversos. En algunos casos las caídas tuvieron que ver con golpes blandos acompañados de protestas sociales, en otros con derrotas electorales, y en otros con conflictos dentro de los propios elencos gobernantes.

Mas allá de los variados finales todos tuvieron algo en común. En ningún país existieron experiencias superadoras de los progresismos. Luego de los progresismos todos los países enfrentaron reacciones conservadoras de derecha. Lo que muchas veces fue un axioma del progresismo se transformó en una amarga realidad. “No hay nada más a la izquierda que el progresismo”, “somos la única izquierda posible”, se decía ante diversas críticas que surgían desde movimientos sociales o sectores políticos de izquierda o centro izquierda. Frente a estas críticas los progresismos respondían con los argumentos del realismo político. Se puede criticar pero en realidad no hay espacio para otro tipo de alternativas. La hipótesis de la insuperabilidad fue la posibilidad pero a la vez el límite de la experiencia progresista. Fue así como el argumento de la insuperabilidad condicionó las criticas por prácticas de corrupción, o autoritarismo (en algunos casos), obturó el desarrollo de ciertos movimientos específicos en algunos países (feminismo, ambientalismo), y también inhabilitó la renovación de los liderazgos.

El argumento tenía cierta solidez. Efectivamente, los progresismos constituyeron mayorías electorales que para los partidos de izquierda resultaban inéditas. Incluso en los momentos de caída electoral esas mayorías lograron mantener cifras cercanas al cuarenta por ciento en varios países. Mas allá de algunas prácticas clientelares, importantes sectores populares se sintieron identificados en dichos movimientos. Pero los progresismos no consideraron que sus proyectos (en términos de sus organizaciones políticas así como en términos de sus programas redistributivos) tenían ciertos límites históricos y que había que pensar como generar escenarios futuros más plurales que construyeran un sentido común más a la izquierda.

Los progresismos fueron una respuesta contingente posneoliberal a la crisis social y política de neoliberalismo de los noventas. Ofrecieron un programa de mínima pragmático, alejado de los horizontes ideológicos en los que se habían pensado las izquierdas en la segunda mitad del siglo XX. A modo de ejemplo hay una gran diferencia entre lo que organizaciones como el Frente Amplio uruguayo o el Partido de los Trabajadores pensaban de sus proyectos de trasformación política en los ochentas y noventas y lo que realmente hicieron a comienzos del siglo XXI.

Dicha respuesta contingente ha sido leída por algunos analistas como moderación, adaptación, e incluso se ha utilizado el termino revolución pasiva para mostrar cómo la movilización popular que emergió en los noventa fue en algunos casos contenida y cooptada. Pero si ampliamos la cronología y ponemos el momento progresista del siglo XXI en un período más amplio partiendo de los ensayos desarrollados durante los cincuentas y sesentas es posible conceptualizar este momento como un discreto renacimiento de la izquierda política luego de las masacres sufridas en los setentas y ochentas por reacciones autoritarias. Y donde una memoria de aquellas tragedias actuó como advertencia en contra de la radicalización política y programática, al menos para aquella generación. En este sentido, las transformaciones desarrolladas estuvieron muy lejanas de los cambios estructurales de la economía tan reclamadas por la izquierda durante la segunda mitad del siglo XX. En términos de economía política hubo importantes continuidades con el neoliberalismo previo, pero con un carácter redistributivo diferente al de las décadas anteriores.

Lo que no se previó es que esa agenda mínima y pragmática tenía sus limites. Esas políticas posneoliberales desarrollaron dinámicas para las que los progresismos no tenían respuestas. Las políticas redistributivas ambientaron una movilidad social ascendente y la emergencia de sectores medios con expectativas aspiracionales que parecían ajustarse mejor a los discursos neoliberales celebratorios de la iniciativa individual que a aquellos de la solidaridad y emergencia social centrados en los planes sociales que los Gobiernos defendían. También, el modelo de crecimiento centrado en propuestas extractivas agudizó los problemas ambientales y generó un incremento de la movilización ambientalista. Asimismo, en algunos casos esta movilización estuvo conectada con el cuestionamiento a que la explotación de los recursos naturales fuera desarrollada por empresas extranjeras. Aquel principio del nacionalismo económico que había sido tan importante en el siglo XX se fue apagando en el progresismo por motivos diversos.

Por otra parte, un clima político más abierto habilitó al surgimiento de nuevas demandas. Los movimientos feministas y los de la diversidad encontraron en el momento progresista una oportunidad para amplificar sus demandas redefiniendo el igualitarismo sobre el que supuestamente se definía la izquierda. Los movimientos indígenas fueron parte central del primer momento pero luego se fue produciendo una separación entre visiones más cercanas al neodesarrollismo y otras que reivindicaban alternativas más radicales. En algunos momentos estos movimientos se encontraron con algunos Gobiernos, pero en otros las relaciones fueron extremadamente conflictivas. Incluso se llegaron a perseguir protestas legitimas de maneras que poco tenían que ver con el discurso de los derechos humanos que los progresismos reivindicaban. Entre otros ejemplos se puede mencionar que en Brasil durante el período de Rousseff se desarrollaron leyes fuertemente condenatorias de la protesta social, en Bolivia existieron serios conflictos con sectores indígenas y en Ecuador la relación de Rafael Correa con sectores feministas fue extremadamente conflictiva.

También los progresismos comenzaron a sufrir las criticas por prácticas políticas asociadas a los órdenes políticos tradicionales que habían sido fuertemente cuestionados por las izquierdas del siglo XX. Las prácticas caudillistas, personalistas, clientelares, y en algunos casos corruptas generaron indignación en algunos sectores de la sociedad, muchas veces asociados a la sensibilidad de sectores medios. Mientras en otros momentos de la historia esa sensibilidad se había asociado a la crítica de izquierda en este contexto encontró pocos canales para su expresión y terminó siendo capitalizada por los discursos de derecha a través de una construcción caricaturesca de la idea de populismo.

En síntesis los progresismos tuvieron dificultades serias para incorporar la crítica y construir escenarios más plurales de diálogo con diversos actores que no necesariamente representaban a las fuerzas de la reacción y de los sectores oligárquicos. Los motivos de dicha dificultad son variados y no tan fáciles de dilucidar. El realismo político tuvo mucho que ver. La constatación de que algunas concesiones a dichos movimientos podían alterar los acuerdos tácitos con determinados sectores de las élites (desde las iglesias al gran capital) muchas veces se presentó como un argumento para evitar avanzar. Por otra parte, la tradición unanimista asociada a liderazgos personalizados de ciertas experiencias nacional populares dificultó una concepción de la transformación en clave más plural y que admitiera cierto nivel de conflicto dentro de las fuerzas proclives al cambio social.

Por otra parte, es cierto que el tono de la crítica no ayudó a posibilitar nuevas síntesis. Muchas veces la crítica se estableció desde un posicionamiento de una autodeclarada autoridad moral de aquellos que realizaban la crítica frente a la supuesta traición o degradación moral de aquellos que con argumentos realistas habían tranzado con el poder. Hubo poco de evaluación política de las condicionantes, limites y posibilidades en las que los gobernantes y los críticos se movían para entender lo que era posible y mucho más de declamación ética. Además, dichos impulsos críticos también tendieron a banalizar los logros efectivos de los Gobiernos progresistas en términos de bienestar y mejora relativa de los niveles de vida de los sectores populares. Tal vez fue por eso que estos movimientos críticos no lograron convocar mayorías alternativas a los progresismos. Sus criticas tuvieron impacto pero en última instancia tendieron a ser capitalizadas por reacciones conservadoras. El reciente debate sobre la relación entre el levantamiento popular y el golpe en Bolivia es una clara muestra de esta tensión.

En algo de estas polémicas contemporáneas dentro de las izquierdas parece resonar aquella tensión entre reforma y revolución que articuló gran parte de los debates del siglo XX. Los progresistas se instalaron con argumentos cercanos a la idea de la viabilidad de la reforma, y los más críticos denunciaron que la reforma ocultaba problemas más profundos. Los primeros se sostuvieron en argumentos de realismo y posibilismo político y los segundos se ampararon en el discurso de la ética. Mientras los primeros en países tan diferentes como Bolivia y Uruguay se esforzaban por mostrar que sus políticas económicas y sociales eran reconocidas muy positivamente por organismos internacionales como el Banco Mundial o la CEPAL los segundos denunciaban dichas políticas como el resultado de la traición con las ideas de izquierda. Pero los críticos no pudieron construir argumentos verosímiles para mostrar que el progresismo en última instancia generaría escenarios más nocivos para los sectores populares. Como Rosa Luxemburgo sugería, hace un siglo, el discurso revolucionario únicamente se puede sostener en un discurso realista que efectivamente muestre que la reforma genera un escenario peor que el de los costos que implica la radicalidad revolucionaria. El énfasis ético descuidó estos aspectos de la política y en alguna medida inhabilitó que las posibilidades de superación vinieran de estos sectores críticos.

El progresismo fue más efectivo convenciendo pero pasados los años ante su inevitable deterioro no fue capaz de ofrecer algo nuevo o dejar canales abiertos para nuevas síntesis con algunas de las justas críticas que se abrieron desde los movimientos sociales, y sectores críticos. Dicha reacción monolítica regaló causas legitimas a la reacción conservadora que supo como capitalizar dicho descontento. Fue así como los progresismos terminaron siendo insuperables.

Después de este ciclo la situación de las izquierdas no parece tan negativa en varios de estos países permanecen importantes contingentes cercanos a dichas ideas y liderazgos. Sin embargo, aquellos progresismos no podrán transformarse en alternativas reales de poder si no incorporan algunos de los temas que habían quedado limitados a la crítica durante sus periodos de Gobierno y si no desarrollan una concepción más plural de los procesos de cambio social.

Aldo Marchesi es un historiador uruguayo. Trabaja en la Universidad de la República. Trabaja sobre historia reciente del Uruguay y el cono sur. Su libro más reciente es Latin America’s Radical Left Rebellion and Cold War in the Global 1960s.

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