Costear el pan y las obras y regentar la escuela
Santos Juliá mostró cómo en Azaña la política empieza cuando se buscan respuestas a problemas concretos
Poco después de que Primo de Rivera llegara al poder en 1923, Ramiro de Maeztu celebró en un artículo la llegada de la dictadura porque venía a terminar con la hidra caciquil. Las viejas ansias de regeneración de parte de la sociedad española se concretaban, por fin, en ese cirujano de hierro que venía a liquidar de un zarpazo los apaños de los políticos de la Restauración. Muchos intelectuales quedaron fascinados con ese militar que pondría las cosas en orden e incluso un sindicato socialista, la UGT, aceptó colaborar con el nuevo régimen. Manuel Azaña entendió, en cambio, que la Monarquía de Alfonso XIII reveló entonces su profunda incapacidad para traer la democracia a España en cuanto apoyó a un dictador militar, así que había llegado la hora de luchar por la República. No tardó en contestar al artículo de Maeztu y le reprochó que intentara legitimar la dictadura como realización de las ideas del 98. A qué ideas se refería, se preguntaba Azaña, si en lo político aquella célebre generación literaria no las tuvo de ningún tipo.
El historiador Santos Juliá, que falleció en octubre del año pasado y al que se recordó el miércoles en la Residencia de Estudiantes, ha señalado en Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940, la gran biografía que escribió del que fue presidente de la Segunda República, “la nula estima en que tenía el legado político de la generación del 98”. Aun cuando sus posiciones fueran críticas, aquellos escritores no demolieron nada porque, según Azaña, “dejaron de pensar en más de la mitad de las cosas necesarias”. Y es que una cosa era alzar la voz contra la decadencia de España y otra muy distinta armar un proyecto que le sirviera al país para combatir sus problemas. Los del 98 tronaron contra lo que iba mal, pero no fueron capaces de responder, explicaba Azaña, esas incómodas cuestiones: “¿Quién ha de costear el pan y las obras?, ¿quién regentará la escuela?, ¿de quién será la tierra, esté seca o regada?”. Es ocupándose de estos asuntos donde empieza la política; los del 98 se quedaron a las puertas.
Un tiempo después, y cuando Azaña estaba ya profundamente implicado en la batalla por la República, un 20 de noviembre de 1930 en la conferencia inaugural de curso del Ateneo, volvió a referirse a los del 98 para afirmar que fueron ellos los que convirtieron aquella institución en un espacio bullicioso, abierto al mundo. “Los hombres del 98 instauraron la actitud de repulsa, trazaron el ángulo crítico y abrieron así el cauce al movimiento inaugural de una edad nueva”, dijo. Santos Juliá apunta que, al margen de aquel reconocimiento, Azaña seguía pensando que no se podía llegar muy lejos con su “consigna de sumergirse en los campos de Castilla o en las profundidades del Quijote para encontrar la roca sobre la que instaurar la libertad y la república”.
Es ahí donde confluyen Juliá y Azaña, en la férrea voluntad de salir de las grandes palabras para entrarle de una vez al atolladero de la política. No se trata tanto del abstracto combate contra la desigualdad, sino de articular las medidas para poder costear el pan y las obras, abordar una profunda reforma educativa, dar respuesta a los desafíos del campo (etcétera). Fue una de sus grandes lecciones. No hay que olvidarla.
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