La mecha de Vox
La desafección política, el sentimiento de abandono y la cuestión identitaria son claves en el auge del partido de ultraderecha en España
Cuando Vox nació, su votante ya estaba allí, aunque aún no lo sabía. Era diciembre de 2013 y por esas fechas un tercio de los españoles opinaba, según el CIS, que había que revertir o recentralizar el Estado de autonomías. El paro, la corrupción y los políticos eran, por este orden, sus principales preocupaciones. Más del 50% estaba de acuerdo con la afirmación: “Los inmigrantes le quitan el trabajo a los españoles” (dato de 2014). Un 23% le profesaba “poca o ninguna simpatía” a los movimientos feministas y un 28% le tenía “poca o ninguna” simpatía a las organizaciones de gais y lesbianas (encuesta de 2010); un 47% veía en la Ley Integral de Violencia de Género un instrumento “poco o nada” eficaz; y un 60% estaba “muy o bastante de acuerdo” con la idea de que algunas mujeres interponen denuncias falsas “para obtener beneficios económicos y hacer daño a sus parejas” (en 2012). El país rondaba los 4,7 millones de parados; la derecha tradicional, en el Gobierno, se deshilachaba entre juicios; la presión fiscal había aumentado desde la crisis y se habían destruido más de 180.000 empresas; más del 80% consideraba la situación política y económica como “mala o muy mala”. Y también había un hueco: cuando a los ciudadanos se les preguntaba si eran de izquierdas o derechas, un 29% respondía “no sé” o “no contesto”. Existía la demanda. Faltaba la oferta. Vox se registró en 2013. Un año después tomó las riendas Santiago Abascal. En sus dos primeras elecciones generales, en 2015 y 2016, rondó los 50.000 votos. En las terceras, en abril de 2019, superó los 2,6 millones; en las últimas, las del 10-N, los 3,6 millones.
El ingeniero y analista de EL PAÍS Kiko Llaneras, que ha buceado en datos, estadísticas y encuestas sobre Vox en los últimos tiempos, pide “cautela” en las radiografías porque cree que los electores de cada partido son un mundo. Pero añade que se pueden distinguir al menos tres tipologías marcadas dentro de Vox. Al primero lo llama el “votante ideológico o identitario”. “Personas que se definen de derechas, que creen que la sociedad los define como tales, y que sienten que Vox es el partido que representa a los suyos. Existe en Madrid y en otras grandes ciudades, como Sevilla”. Para ellas, el conflicto separatista en Cataluña y la unidad nacional han sido claves, aunque ambos han sido un catalizador del voto para todo tipo de personas. El segundo perfil, que aflora en la costa andaluza y el Levante, incluiría a “personas que viven en zonas relativamente pobres de España en los que hay una alta presencia de inmigración y mucho trabajo en el campo”. Huelva, Almería y Murcia, la primera y única autonomía en la que Vox se ha impuesto en unas generales hasta la fecha, son un ejemplo claro. El tercer perfil, concluye Llaneras, es quizá el más difícil de definir, y probablemente el más interesante de investigar por su parecido con los chalecos amarillos en Francia; con los votantes del Brexit en el Reino Unido; con los forofos de Trump en Estados Unidos. Una suerte de perdedores de la Gran Recesión, en su mayoría hombres de entre 35 y 50 años —el grupo en el que Vox tiene más éxito—, con un nivel de estudios razonable y rentas relativamente altas. “Gente que en el momento de llegar al mercado laboral y formar una familia se encontró una de las crisis más grandes que ha vivido este país. Que probablemente tenía unas expectativas distintas sobre cuál iba a ser su vida”. Este perfil se percibe con intensidad alrededor de las grandes ciudades y podría explicar la fuerza de Vox en el sur de Madrid: localidades dormitorio por donde se fue ensanchando la capital en los tiempos de la burbuja.
El economista Thomas Piketty explica en su reciente ensayo Capital e ideología (Deusto) que el “aumento del sentimiento de abandono de las clases medias y populares” y de “las actitudes de repliegue identitario” guardan relación directa con el incremento de la desigualdad en Occidente desde la década de 1980. El Brexit y la elección de Donald Trump con sus propuestas de muros y patria, argumenta, son fenómenos que beben en parte de este descontento. Cómo de intensa es esta relación entre economía y populismo identitario es quizá una de las grandes preguntas de hoy.
“La venganza de los lugares olvidados”, lo llama Andrés Rodríguez-Pose, catedrático de Geografía Económica de la London School of Economics, que ha analizado infinidad de distritos electorales en Europa y EE UU en busca de una explicación del populismo. “Hay muchos territorios que reciben cada vez menos inversiones, menos servicios, que han crecido mucho menos que la media, han perdido empleo, productividad, que tienen mucho menos futuro y para los que no se han ofrecido ningún tipo de soluciones. Estos son los lugares que hoy en día se están oponiendo, que están decidiendo: ‘El sistema ya no nos beneficia’. Llevan mucho tiempo en declive y con la mecha de la crisis se han rebelado y han optado por votar a los extremos y, sobre todo, a la extrema derecha, a los partidos antisistema de corte populista”. Con ese voto, añade Rodríguez-Pose, están diciendo: “Si yo no tengo futuro, tú tampoco lo vas a tener”.
En su opinión, el “populismo” en Europa propone una “trinidad” con la que atrae a estos lugares que no importan: “Un discurso antiélite, un discurso antiinmigrantes y un discurso antieuropeo”. Los tres vectores generan un pensamiento binario: la idea del “nosotros frente a ellos”, fácil de comprender, en lugar de abordar los verdaderos retos que plantean la globalización, las migraciones, las economías de plataforma, la precarización del empleo, la tecnologización… “Estamos dejando problemas muy complejos que requieren un gran nivel de coordinación en manos de profetas que venden soluciones muy simples”. Y alerta de que este descontento generalizado y en especial “con la política y la democracia” es “el cóctel perfecto para que líderes de corte mesiánico se aprovechen, lleguen al poder y transformen la sociedad”.
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