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ideas/ En portada
Crónica
Texto informativo con interpretación

De pronto, una sensación física en el fondo del estómago

El enviado especial de EL PAÍS en Wuhan cuenta cómo se vive el miedo cuando uno está en el epicentro de la crisis del coronavirus

Una imagen del aeropuerto de Pekín.
Una imagen del aeropuerto de Pekín.Jaime Santirso

En las calles de Wuhan el miedo era palpable desde el primer día de cuarentena. Las contadas personas que salían al exterior guardaban distancias exageradas al dirigirse la palabra. El contacto físico enseguida quedó restringido. Por eso, a la hora de saludar por primera vez a los españoles atrapados en el epicentro de la infección, ambas partes experimentamos un instante de indecisión antes de acabar entrechocando los codos. Esta es la historia de una segunda epidemia, la del miedo, que ha detonado en paralelo al coronavirus.

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El miedo empuja a la acción inmediata. Tras el anuncio del cerco a la población, hordas de ciudadanos pusieron rumbo a los supermercados y centros comerciales en busca de productos con los que aprovisionar sus despensas ante un cierre que sigue sin tener fecha de caducidad. Las mascarillas, primera línea de defensa contra el patógeno, pronto quedaron agotadas. Las autoridades, no obstante, reaccionaron pronto, estableciendo una línea de abastecimiento especial que garantizara el suministro continuo de víveres y la estabilidad de los precios.

El miedo afila la atención. Y la gente, ansiosa por saber, pega la oreja a Internet —una derivada que subraya el importante papel que los medios de comunicación desempeñan en este tipo de situaciones—. A partir de ahí, el efecto multiplicador de las redes sociales hace el resto. Los artículos que contienen información falsa, además, se viralizan con facilidad: al ser llamativos, tienden a ser compartidos con más frecuencia. Un apagón de Internet, una procesión fumigadora, el poder desinfectante del vinagre, un fallo en un laboratorio de enfermedades infecciosas cercano. Por la ciudad de Wuhan han circulado todo tipo de bulos.

Recuerdo en particular una serie de tuits compartidos por un experto en salud pública, profesor en la Universidad de Harvard. En ellos azuzaba el terror escribiendo en mayúsculas grandes exclamaciones de pasmo mientras comparaba —con datos equivocados— el nivel contagioso del coronavirus con el de “una pandemia termonuclear”. Recuerdo también la sensación física en el fondo del estómago al leerlo: era el miedo.

También es el miedo el que ha desencadenado desagradables episodios xenófobos contra individuos de etnia china fuera de las fronteras del país asiático. Aunque no solo fuera: en China ha dado comienzo una caza y captura de residentes de Wuhan repartidos por el territorio doméstico, a manos tanto de fuerzas de seguridad como de agresivas turbas. Muchos de ellos se han convertido en parias en su propio país: ningún hotel les da alojamiento y tampoco pueden regresar a su lugar de origen. Las autoridades locales han estimado que cinco millones de personas abandonaron la ciudad en los días previos a la imposición de la cuarentena.

La batalla del coronavirus sigue luchándose. La ralentización del ritmo de aparición de nuevos positivos es una buena noticia. La pérdida de la trazabilidad geográfica, una mala. Esto ha sucedido, por ejemplo, con los siete británicos infectados en Francia —uno de ellos, residente e ingresado en Mallorca—. Un miembro de este grupo de amigos contrajo el virus tras asistir a un evento de negocios en Singapur, sin que se haya identificado la conexión con Wuhan, presente en todos los casos precedentes. Uno de los escenarios más pesimistas que manejan los expertos pasa porque el coronavirus se convierta en una dolencia estacional, como la gripe ordinaria, dada su alta capacidad contagiosa. Casi tanto como el miedo.

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