Niños que no sonríen en las fotos
Del territorio del pasado, sobre todo cuando es un pasado traumático, no se sale
La cubierta de la nueva novela de Alfons Cervera, Claudio, mira (Piel de Zapa), es una fotografía con dos niños, de cinco o seis años, subidos a un caballito de cartón. No miran directamente al objetivo, sino a alguien que está al lado del fotógrafo. Es una foto en blanco y negro; los niños tienen un parecido familiar, posiblemente hermanos; visten la misma ropa, aunque el jersey de uno de ellos ha sido coloreado de rojo. Los niños se deberían reír, al fin y al cabo la foto está tomada posiblemente un día de fiesta en el pueblo y montan juntos el caballito de cartón. Uno sujeta las riendas, que son un pañuelo; el otro, detrás, tiene las manos en los bolsillos. No hay peligro en este caballito de cartón, así que no están serios porque tengan miedo. Igual es que, simplemente, son niños serios. O que su miedo es permanente y ese caballito de cartón no es capaz de sacudírselo. El motivo de su seriedad, esa mirada que transmite vulnerabilidad y tristeza, no está presente, pero lo intuimos, como intuimos la presencia de la persona a quien miran.
La fotografía se tomó a principios de los años cincuenta. Siempre he tenido la impresión de que los retratos de la infancia durante la posguerra y el franquismo son tristes, que los niños tienen un aire de ancianos prematuros, que sus ojos han visto demasiado dolor y miseria, que sus oídos han escuchado demasiados silencios. La forma en la que las generaciones que no vivimos esos años nos relacionamos con su historia íntima —la de los afectos y subjetividades— es a través de los testimonios que nos dejan los supervivientes y las representaciones que heredamos de ellos, una de las cuales es la fotografía. A partir de la contemplación de esos niños que nos hablan desde el pasado, comenzamos a imaginar cómo fueron sus infancias.
En realidad, la fotografía de la cubierta de Claudio, mira alberga lo que Alfons Cervera desarrolla en esta breve novela. Sus páginas son una especie de carta dirigida al hermano, Claudio, en la que se funde el presente con el recuerdo de la infancia durante una posguerra feroz: un padre condenado a 12 años de cárcel que nunca habló de su condena, un maestro “depurado”, la pobreza representada en un libro que se comparte con toda la clase y en las ropas sucias de tinta, rumores de desaparecidos. Impregnándolo todo, el miedo y el silencio. “El pasado es como un territorio del que salimos con el miedo en los ojos”, reflexiona el narrador. Pero esta novela me confirma, como lo han hecho muchas otras, que del territorio del pasado, sobre todo cuando es un pasado traumático, no se sale. La infancia de miedo y silencio se entrelaza en la novela con un presente en el que el hilo central es la enfermedad del hermano Claudio: la que sufre (epilepsia) y la que anticipa sufrir, que cada día puede ser diferente. Porque Claudio es hipocondriaco. Rara vez sus palabras se refieren a algo que no sean sus enfermedades imaginarias. Rara vez habla de otra cosa que no sea, al fin y al cabo, su miedo. Ante el miedo de Claudio a que le amputen un pie por un mero moratón, el narrador ofrece este símil impecable: “La negrura del pie, como la huella de un daño que consideras incurable”. La huella del daño se intuye ya en la fotografía de la cubierta: una infancia robada que progresivamente convertirá al adulto en un niño desamparado.
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