Normalización de la desvergüenza
Si cuando lees "mena" no imaginas a un niño migrante, solo, en un país que no es el suyo, el lenguaje ha transformado tu percepción de la realidad
Esta semana, mientras leía el ensayo Cómo perder un país, de la periodista turca Ece Temelkuran (Anagrama, 2019), me enteré de la muerte de George Steiner. Inmediatamente empecé a hacer conexiones entre el libro de Temelkuran, sobre “los siete pasos de la democracia a la dictadura”, y algunos de los ensayos de Steiner sobre lenguaje y política y, en especial, el papel del lenguaje en la conformación del imaginario nazi (muchos de ellos recogidos originalmente en 1967 en el volumen Lenguaje y silencio, Gedisa, 2013).
Steiner, que ha muerto con 90 años, perteneció a una generación que consideró que el Holocausto cambió radicalmente la forma de entender la condición humana o, más bien, la “posibilidad humana”, como decía él. No se podía entender el presente “como si el exterminio no hubiera alterado, profundamente, la cualidad de nuestra conciencia”. El horror de las guerras y los totalitarismos, el aparato industrial creado para la muerte en masa, sus tinieblas, “no brotaron del desierto de Gobi o de las selvas húmedas del Amazonas. Surgieron del interior, del meollo de la civilización occidental”. Y esa civilización no podría expresarse igualmente con las palabras que habían servido a una máquina de muerte tan siniestra, unas palabras que habían sido “torcidas y rebajadas”. En muchos de sus escritos Steiner enfocaba su análisis en el uso del lenguaje del Reich, donde “las palabras fueron forzadas a que dijeran lo que ninguna boca humana habría debido decir nunca y con las que ningún papel fabricado por el hombre debería haberse manchado jamás”.
En la escritura de Steiner sobre las mentiras, el sadismo y el retorcimiento del lenguaje, hay un halo profético. El poso de corrupción que impregnó el lenguaje en la era del exterminio, de la deshumanización y de la bestialidad calculada parece haber sobrevivido estas décadas como un parásito resistente. Y ahora surge, sin vergüenza ni complejo, globalmente. De ello nos advierte Ece Temelkuran, cuyas palabras en Cómo perder un país se entrecruzaron con mi recuerdo de Steiner. Ella relaciona “el espectro de la verdad alternativa, mentiras a gran escala y extremadamente organizadas” con la “normalización de la desvergüenza”. La mentalidad exterminadora de la primera mitad del siglo XX no surge en un desierto, como tampoco lo hace la mentalidad populista de ultraderechas, el (neo)fascismo o como quieran llamarlo (xenófoba, racista, machista, homófoba, violenta). Temelkuran señala un momento clave en esa normalización de la desvergüenza: 1991, bombardeos con drones televisados en la primera guerra del Golfo, excitación en la retransmisión, como si se tratara de un videojuego, como si no fuéramos testigos de una masacre de personas. “De repente, era moralmente correcto hablar de lo emocionante que resultaba el avance tecnológico que nos permitiría ver una guerra en televisión en vivo y en directo”. Temelkuran señala este cambio moral como el inicio de un periodo en el que el lenguaje, las palabras mismas, de nuevo son “retorcidas y rebajadas”. Detrás del lenguaje tecnológico de guerra a distancia o detrás de las nuevas retóricas para señalar al enemigo (desde “el eje del mal” de Bush a los “menas” o “feminazis” de la ultraderecha patria), el lenguaje está al servicio de la deshumanización. Si lees "mena" y no imaginas a un niño migrante, solo, en un país que no es el suyo, sino un ente amenazante, el lenguaje ha transformado tu percepción de la realidad. Neolengua al servicio del odio. Palabras forzadas a decir lo que nunca deberían decir.
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