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ideas | ahora que lo pienso
Columna
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Y yo con estos pelos

Soy feminista. Aun así acepto y me autoimpongo con férrea disciplina los patrones de belleza normativos patriarcales

Getty Images/CSA Images RF
Edurne Portela

Espero que esta reflexión no sea demasiado frívola o narcisista. Si así les parece, me disculpan el paréntesis. Les prometo que la próxima semana volveré a ser sesuda. Estos días he estado reflexionando sobre los cánones de belleza patriarcales, su imposición en nuestra consciencia del cuerpo y mis propias incoherencias en el tratamiento de mi apariencia física. Me considero privilegiada porque nunca he sentido discriminación debido a mi físico. Soy y he sido una mujer de un aspecto más o menos “normativo”: más o menos delgada (a veces menos, a veces más), con unas facciones bastante armónicas (aunque siempre he estado acomplejada por mis dientes de conejo) y un pelo agradecido y domesticable. A pesar de que mi aspecto físico nunca me ha dado problemas, siempre he cuidado con disciplina férrea no salirme de la normatividad.

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Es decir, siempre he tenido miedo de no gustarme (¿no gustar a los demás?). Como típica mujer mediterránea, desde la pubertad tuve abundante vello, no sólo en el cuerpo, también en la cara. Me depilo desde los 13 años y lo he hecho de casi todas las maneras posibles: cera, láser, depilación eléctrica. Si algún hombre que me lee no sabe lo que significa esto, se lo explico: te arrancan cada uno de tus pelos de raíz y, de paso, te abrasan la piel. Si tienes una piel hipersensible, como es la mía, sientes el dolor en cada poro en el momento de la depilación y después, durante horas, la abrasión en la piel quemada. Si no me depilara (con la edad surgen pelos nuevos donde los viejos ya están erradicados, o sea que esto no tiene final) me sentiría como un ewok. Además, tengo 45 años y mi cuerpo ha empezado a cambiar. Me encanta cocinar y comer, el buen vino, el jerez y el oporto, las tartas de chocolate, los bollos de mantequilla. Antes podía comer lo que quisiera porque lo compensaba con ejercicio, pero ahora empiezo a notar que mi metabolismo está cambiando, que el climaterio está cerca. Y tengo pavor de engordar, de que se me acumule más celulitis, de que se me caigan los músculos de los brazos y parezcan alas de murciélago. Cuando participo en un acto público, elijo con cuidado la ropa y me maquillo las ojeras, cada vez más profundas. Desde los 30 años me tiño el pelo y no veo el día en que deje de hacerlo, pero no me atrevo a dar el paso, a verme de repente señora. Algo que me salva es que las arrugas no me dan miedo. Esas creo que las llevo, por ahora, con más dignidad.

Todo esto que les cuento me hace sentirme incoherente. Soy feminista. Me formé en el feminismo con maestras como Toril Moi, una de las mayores estudiosas de Simone de Beauvoir. Aun así acepto y me autoimpongo con férrea disciplina los patrones de belleza normativos patriarcales. No puedo remediarlo. Me lo echan en cara algunos amigos (curiosamente, ninguna amiga): “Pero si eres la más coqueta”, me dicen. “Qué le voy a hacer”, es mi única respuesta. Admiro a las que dan el paso, las jóvenes que dicen a la mierda y no se depilan, las adultas que dejan brillar sus canas, las que lucen con orgullo sus culos talla XL. Todas ellas han dado ese paso que yo, firme en tantos aspectos del feminismo, soy incapaz de dar. No sé si por ello soy menos feminista (algunas diréis que sí), pero sí sé que por ello, y por desgracia, vivo en la contradicción.

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