Cuentas difíciles
Un pacto con Bruselas es la mejor estrategia para controlar el déficit
La decisión de negociar con las autoridades europeas un nuevo calendario de cumplimiento del déficit es la mejor estrategia de política económica que pueda adoptar el nuevo Gobierno. Hay muchos argumentos en favor de llegar a un nuevo acuerdo de estabilidad y crecimiento con Bruselas; y los que puedan citarse en contra, como la supuesta reticencia de los inversores a tasas altas de déficit, parecen aludir a un riesgo irrelevante en un país que se encuentra en un área monetaria controlada. No es posible cumplir con el compromiso de reducir el déficit al 0,5% del PIB en 2020 por una razón política elemental: la legislatura anterior, con un presupuesto prorrogado y unas cuentas bloqueadas por la oposición, sin capacidad para aumentar los ingresos públicos, interrumpieron la pauta temporal del ajuste y obligan a un nuevo pacto de estabilidad con Europa.
La desaceleración del crecimiento, que se mantendrá al menos durante 2020, influye también como un obstáculo a la corrección esperada del déficit. Y la política social que pretende aplicar el nuevo Gobierno, tan legítima al menos como la de reprimir el gasto público y deprimir las rentas que se practicó durante las legislaturas de Rajoy, obliga además a fabricar un margen presupuestario para elevar la inversión y las compensaciones a los más desfavorecidos por la crisis. En la medida de lo posible, sería deseable que no se esgrimiera el voluntarismo optimista que llevó al anterior Gobierno de Sánchez a suponer que el crecimiento de ingresos podrían aumentar la recaudación en 5.600 millones adicionales en un año. Por más rapidez con que se aprueben los Presupuestos, y desde luego corren prisa, esa cantidad será difícil de conseguir en menos de un año.
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Por lo tanto se impone relajar la senda del déficit, aunque, como es lógico, es obligado mantener el compromiso de estabilidad, que, en el fondo, es el compromiso por la solvencia de las finanzas públicas españolas.
Bruselas exige un ajuste estructural del déficit, equivalente a unos 8.000 millones. Es una cantidad muy respetable, que no debe conseguirse mediante recortes del gasto y que, por pura prudencia, conviene acompasar con iniciativas políticas para subir la recaudación. Los retrasos estructurales de la economía española —educación, transición ecológica, políticas de empleo, infraestructuras, sanidad— convierten en un suicidio cualquier política de estabilidad que no implique un aumento de los ingresos públicos mediante una subida racional de los impuestos. Un aumento proporcionado de la fiscalidad no es “meter la mano en los bolsillos de los españoles”, como proclaman los partidos que han gobernado restando la carga fiscal a las rentas más altas y sumándola a las rentas más bajas, sino el intento de modernizar un sistema tributario huérfano de progresividad fiscal en consonancia con las necesidades de la sociedad española.
Construir un presupuesto que sea creíble en Bruselas y que, además, concite la adhesión política necesaria, no va a ser tarea fácil. Con un déficit actual que ronda el 2,5% del PIB y la presión política para subir algunos gastos sociales, el gran desafío es evitar que se desvíe o aproxime al 3%. España no debe volver a la tutela europea del déficit excesivo. La normalidad financiera pública es una condición básica para el crecimiento.
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