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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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El Lejano Oeste de Colombia (Leiva, Nariño)

Resulta desolador que una buena parte del país siga siendo un infierno regido por clanes de psicópatas

Ricardo Silva Romero
Manifestantes se muestran como víctimas de la violencia en Medellín.
Manifestantes se muestran como víctimas de la violencia en Medellín.JOAQUIN SARMIENTO (AFP)

Hoy hay nuevos alcaldes en toda Colombia. Dicho de otro modo: hoy, miércoles 1º de enero de 2020, asumen sus cargos aquellos gobernantes vigilados de cerca que suelen verse obligados a funcionar mucho más en la práctica que en la teoría, mucho más en la realidad social, verificable con los cinco sentidos, que en la vistosa ideología de tiempos de redes. Ayer, martes 31 de diciembre de 2019, se hablaba de punta a punta en el país de la crisis de corrupción de la Policía Nacional, de la virulencia de los nuevos piratas en las costas del Pacífico, del asesinato, en el sur de Cali, de un fiscal contra el crimen organizado, y del ascenso de un nuevo comandante del Ejército Nacional cuestionado –y exonerado– por la desaparición del padre de la familia de un futbolista. Ayer, mejor dicho, esto era una vez más el Lejano Oeste.

Antes de ayer se habló de la aparición de un cuerpo sin cabeza en las aguas doradas del río Nechí, en el corregimiento de Puerto Claver, en el Bajo Cauca antioqueño, como era en los peores tiempos. Antes de antes de ayer, en el montañoso municipio de Leiva, Nariño, una pandilla de sicarios de pesadilla macabra quiso asesinar en su propia casa al defensor de derechos humanos Fabio Montero, pero, como no lo encontraron allí, entonces mataron con sevicia –porque sí: porque tenían armas, porque querían dejar en claro quién es quién en ese sitio sin Dios ni ley– tanto a su madre como a su abuelo. Días atrás, en la vereda Buritaca, en la zona rural del nororiente de Santa Marta, un pistolero acribilló por la espalda a uno de los sospechosos del salvaje asesinato de dos antropólogos bogotanos.

El cadáver fue encontrado con el siguiente letrero escrito sobre un cartón: “No alcahueteamos cosas mal hechas en toda la región, el que venga a dañar la tranquilidad de la región será dado de baja”.

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Y resulta desolador, por decir lo menos, que una buena parte de Colombia siga siendo un infierno regido por esos clanes de psicópatas que insisten e insisten en que están reemplazando el horror ajeno por el horror propio en el nombre de toda su región. Y resulta aterrador que una vez más, como tantas veces en los últimos setenta años de esta barbarie por entregas, sea claro que estos paisajes no son de fiar. Pero después de la desolación y después del miedo resulta grave, gravísimo, que el país se sienta plagado de punta a punta de ángeles exterminadores empeñados en hacer su justicia y se sienta de nuevo sometido por los ejércitos de los narcos porque todo ello da a pensar no solo que las autoridades se han encogido de hombros, sino que han hallado un enemigo viejo –las manos negras– para negar el fracaso de su plan de seguridad.

Hoy hay nuevos gobernadores y gobernadoras en toda Colombia. Hoy hay nuevos alcaldes y alcaldesas. Y ya que las principales cabezas de esta Presidencia de la República siguen siendo los opositores virulentos que se pasaron ocho años azuzando los mismos odios que ahora se les han salido de control, y ya que el riesgoso discurso del Gobierno central ha tenido muchísimo más que ver con la pacificación que con la paz –muchísimo más que ver con la protección fracasada que con desmontar los pretextos para la violencia–, van a ser fundamentales el discurso, el lenguaje, el tono, el conocimiento de los rincones de las regiones, la empatía con los dramas de la ciudadanía, el rechazo diario e incansable a los pequeños imperios de matones, la estrategia de seguridad y la autoridad sobre las autoridades que tengan los gobernantes locales.

Es que en Colombia, hoy como ayer, vivimos reclamando líderes que entiendan su oficio como la tarea de desmontar las violencias. Es que aquí la expresión “esto es de vida o muerte” es de verdad.

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