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Tribuna
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Euroescepticismo judicial

El coste que se paga por desobedecer decisiones del TJUE es la idea misma de integración europea

Oriol Junqueras en el Congreso de los Diputados.
Oriol Junqueras en el Congreso de los Diputados.SERGIO PÉREZ (REUTERS)

Resulta sorprendente la celeridad con la que ciertas narrativas euroescépticas se han instalado en el debate político español. A cuenta de la decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre Junqueras, Abascal, líder de Vox, proponía la idea de que España debería desobedecer las decisiones del máximo órgano judicial de la Unión Europea. Dicha propuesta es claramente nacionalista, pero se trata de un nacionalismo importado. Es una de las paradojas de la política europea: los euroescépticos de todo el continente parecen adoptar dinámicas de observación y aprendizaje transnacional. La idea de no acatar las decisiones del TJUE ya se ha escuchado antes en la Polonia iliberal de Kaczynski. Bienvenidos a la estrategia del euroescepticismo judicial.

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El politólogo David Easton acuñó unos conceptos, apoyo específico y apoyo difuso, que nos pueden servir para entender en qué consiste dicha estrategia. El apoyo específico es la aceptación o legitimidad sociológica de una decisión concreta de una institución. El apoyo difuso, la aceptación de la institución en sí, con independencia del apoyo a tal o cual decisión específica. La estrategia del euroescepticismo judicial consiste en reciclar la falta de apoyo específico a una decisión concreta, en este caso la decisión sobre Junqueras, para erosionar el apoyo difuso al TJUE y, de paso, a la Unión Europea.

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Para ello, en un primer paso, se utilizan enmarcados nacionalistas de la decisión judicial, como la idea de que Europa no respeta a España. Una decisión técnica de interpretación del derecho es convenientemente reconvertida en una humillación a la patria. Orgullo nacional herido. De pronto, se olvidan todas las responsables apelaciones a respetar las decisiones judiciales y el estado de derecho. El victimismo, tan frecuente en el imaginario nacionalista, se abre paso. Una vez dibujado el diagnóstico del problema en estos términos, la solución cae por su propio peso: España debe hacerse respetar, incluso a costa de no acatar la decisión del TJUE.

Lo interesante de esta estrategia del euroescepticismo judicial es que esconde una cierta sutileza. Quienes la defienden no son tan torpes como para proponer de forma abierta un Spaxit, la salida de España de la Unión Europea. No lo hacen, probablemente, porque saben que dicha propuesta no contaría con suficiente apoyo ciudadano. España es un país europeísta, y el continente se encuentra aún traumatizado por un Brexit que ni siquiera, al momento de escribir estas líneas, ha terminado de ocurrir. Pero al proponer la desobediencia a las sentencias del TJUE los euroescépticos buscan, de forma tácita, erosionar a la Unión Europea desde dentro.

Esto es así porque sin respeto al derecho de la Unión Europea, a su primacía, y a las sentencias del TJUE, no hay integración europea. La Unión Europea es una comunidad de derecho. Si cada país pudiera elegir a la carta qué parte del derecho europeo obedece y qué parte no, la Unión Europea no podría funcionar. El mercado interior desaparecería, sepultado entre regulaciones jurídicas crecientemente dispares e inseguridad jurídica. Los ciudadanos de la Unión perderían sus derechos, como la libre circulación, restringidos de forma caprichosa en tal o cual país. El progreso alcanzado en estas décadas de integración europea se desharía como un azucarillo en un café caliente. No habría que declarar muerta la Unión. Desarticulados los principios sobre los que se asienta, se convertiría en una organización regional zombi y vacía de contenido.

En el fondo, la estrategia del euroescepticismo judicial esconde la misma trampa que el euroescepticismo en general. Durante la campaña del Brexit, en Reino Unido, los partidarios de la salida de la Unión prometían “recuperar el control”. Es decir, tomar todas las decisiones de forma unilateral, sin contar con los puntos de vista de conciudadanos europeos de otros países. Este nacionalismo, disfrazado de retórica democrática, escondía sin embargo una renuncia. Cuanto más tomamos decisiones de forma unilateral, menor es nuestra capacidad para cooperar con otros países, con otras comunidades políticas en resolver problemas comunes. “Recuperar el control” significa por tanto renunciar a formas profundas de cooperación supranacional, aislarse y romper puentes.

La propuesta de desobediencia a las decisiones del TJUE no es una excepción. Al contrario. El Tribunal de Luxemburgo y su jurisprudencia son piezas centrales del proceso de integración europeo. Sin ellos, no hay Unión Europea. Los estrategas del euroescepticismo judicial no lo cuentan, pero probablemente lo saben: la desobediencia a las decisiones del TJUE, que se presenta con una frívola liviandad, sería en la práctica una herida de muerte a la Unión Europea. Lo que importa, ahora, es que lo sepa también la ciudadanía. Desobedecer decisiones del TJUE no es gratis. El coste, que pagamos todos, es la idea misma de integración europea tal y como la hemos concebido.

Pablo José Castillo Ortiz es doctor en Derecho y Ciencia Política y profesor de Derecho en University of Sheffield (Reino Unido).

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