Es por su bien (La Alpujarra, Medellín)
Lo raro no es que llevemos un mes de protestas, un largo mes apenas, sino que sólo hasta ahora se hayan dado los gritos contra aquellos que sepultaron, desaparecieron, negaron, abusaron y pactaron lo de todos en las madrugadas
Un país suramericano, que ha vivido degradado porque ha vivido en guerra, se vuelve el escenario de una protesta social –de trabajadores, de estudiantes, de padres, de hijos hartos de vivir varados en la violencia del presente– que por su coraje y su tamaño en cualquier otro país habría puesto a la vieja clase política a pensar que la gente ahora sí se dio cuenta. “Un mes después”, como se decía en las películas de antes, el Congreso le aprueba al Gobierno la discutible reforma tributaria a favor de los empresarios que dio pie a aquellas manifestaciones que ni una brutalidad policial de dictadura ha podido reprimir: se aprueba en una madrugada de la época de Navidad, cuando la ciudadanía sigue durmiendo o está levantándose para ir al trabajo, de tal modo que es como si no se estuviera legislando, sino cometiendo una fechoría. Da vergüenza. Da asco. Da la impresión de que siempre va a ser así.
Pero la verdad es que se trata del arrogante e iracundo contraataque de las viejas estructuras del poder –del mercado como religión, del Estado reducido a intermediario de negocios, de los partidos hechizos que han fingido ser partidos nuevos, de los líderes mesiánicos que dan la vida de los otros y crucifican a sus devotos, de los populistas de doble moral que se la pasan agradeciéndoles a los uniformados porque se la pasan viviendo del miedo, de los Gobiernos que se decretan puros porque creen que ser puros es sólo servirles a sus amigos, de los ministerios de Hacienda que responden “es por su bien” cuando se les discute la enésima reforma tributaria, de los congresistas que en ese país bicentenario han comerciado con sus votos a cambio de algún plato de eufemismos como “oxígeno”, “lentejas” o “mermelada”– y es probable que así estén sellando su fin.
Se les ha venido encima la misma época transparente e insurrecta que se les vino encima a los curas. Se les ha venido el momento de abolir los “secretos pontificios” y de tratar a los electores como adultos: “Legionarios de Cristo abusaron de por lo menos 175 menores”, se lee, hoy, en los principales diarios del mundo.
Por estos últimos días de 2019, en aquella nación suramericana que luego de décadas de conflicto armado sigue siendo testigo mudo de un genocidio por culpa de la prohibición del negocio de la droga, el Instituto de Medicina Legal le habla a EL PAIS de cerca de doscientos mil cuerpos sin identificar: 200.000 almas en pena de 200.000 familias desoladas. Y lo raro no es que el domingo pasado, en una de las ciudades más golpeadas por esa guerra por la tierra, por la droga, por la venganza y por la violencia, hayan sucedido tres marchas pacíficas que fueron a dar a un concierto en la plaza de un centro de Gobierno llamado La Alpujarra: lo raro no es que llevemos un mes de protestas, un largo mes apenas, sino que sólo hasta ahora se hayan dado los gritos contra aquellos que sepultaron, desaparecieron, negaron, abusaron y pactaron lo de todos en las madrugadas.
El domingo pasado, en esas manifestaciones en la dolida Medellín de la dolida Colombia, se hablaba de una resistencia que canta. Canta, claro, porque se trata de una reivindicación de la vida. Y está en su derecho de llamarse resistencia porque ha podido ver la realidad violenta del país como si por fin se hubiera disipado una cortina de humo, y le ha puesto la cara al contraataque virulento –con leyes, con armas, con alianzas desesperadas– de esa clase dirigente plagada de apellidos y de títulos en el exterior enseñada a vivir de este pobre país suramericano como si se tratara de su colonia hecha a imagen y semejanza, de su tercer mundo de paisajes exuberantes y verdes que parece haberse cansado de ser un camposanto vigilado por fantasmas.
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