Cuento Grinch de Navidad
Echar la vista atrás, aunque sea por un año, es un ejercicio saludable de visión en perspectiva
Estas navidades se impone el Grinch en el argot adolescente. Eres de lo más Grinch, no seas Grinch, paso de tu Grinch. Viene a significar navidófobo, ese subtipo de homo sapiens caracterizado por su alergia aguda a estas fechas, tal vez porque sea un ateo y deteste sus resonancias religiosas, o porque esté más solo que la una y le aflijan los estridentes grumos humanos que forman los demás o, simplemente, porque está de bajío y aborrece la felicidad ajena. La palabra tiene pedigrí, porque proviene del libro infantil ¿Cómo el Grinch robó la Navidad?, publicado en 1957 por Theodor Seuss, más conocido como el Dr. Seuss. Una complicada sucesión de versiones para televisión y cine, la última del año pasado, ha convertido al Grinch en un icono navideño para los niñatos en la edad de los granos. A mí el muñeco me parece bastante mono, la verdad, pero el caso es que ser un Grinch lo está petando.
Es probable que el lector sea un Grinch, porque yo diría que la mayoría de mis amigos lo son, y eso solo puede significar dos cosas: o que tengo imán para ese tipo de personas, o que hay un verdadero montón de gente que es así. En cualquiera de los dos casos, el lector lleva muchas papeletas de ser un Grinch. Y es curioso, porque a mí me gustan los grinches, lo confieso espontáneamente, pero yo no creo ser uno de ellos. Llamadme infantiloide, pero me relaja el soniquete dodecafónico de la lotería, me hipnotiza la decoración de las calles y hasta obtengo un placer morboso cenando con los cuñados, lo que seguramente ya es de frenopático. No, no estoy a la moda. No me he ganado el título de Grinch. Una mancha en mi currículo.
Pero me estoy enredando con mi autobiografía, como jamás debe hacer un columnista. De lo que quería escribir era de una de las tradiciones más manidas de las navidades, que son los resúmenes del año. Tampoco en esto me parezco al Grinch, porque soy un entregado consumidor de ese género. Nos pasamos el año tratando de sacar la cabeza del río turbulento que nos arrastra día a día, hora a hora, desde un instante pasado que no comprendemos a un momento futuro que no podemos predecir, intentando tomar aire para aguantar un día más, una hora más, bajo la superficie tenaz del tiempo inapelable. Echar la vista atrás, aunque sea por un año, es un ejercicio saludable de visión en perspectiva, como tomar una foto que capture el tiempo.
Este año hemos conocido, por ejemplo, que los niveles de CO2 en la atmósfera han alcanzado un récord desconocido en los últimos tres millones de años, y que los dos países más emisores, Estados Unidos y China, no están por labor de reducirlos. Hemos fotografiado un agujero negro, lo que en sí mismo parece una contradicción filosófica, y hemos sabido así que nuestras teorías físicas más apreciadas tienen una capacidad predictiva inimaginable. Hemos visto a dos mujeres pasear por el espacio sin la compañía de un hombre, lo que debería darnos vergüenza por no haberlo hecho antes. Y nuestra capacidad para transformar el genoma humano ha alcanzado un punto crítico que demanda una reflexión ética. No seas Grinch.
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