Vacas mirando al tren
Miles de personas viven en condiciones de campos de concentración en la Europa de 2019


Hay un estado emocional para el que no consigo encontrar una palabra. Se trata de una sensación que me paraliza y que la sitúo entre el hastío y la ansiedad. Me sucede de vez en cuando y no sé si es síntoma de estos tiempos. Tampoco sé si a ustedes les pasa lo mismo.
¿Es hastío, fastidio o aburrimiento? Hastío, del latín fastidium. Según la segunda acepción del Diccionario de la RAE, “disgusto”. Fastidio: enfado, cansancio, aburrimiento, tedio. Aburrimiento: cansancio del ánimo (cómo me gusta cuando la RAE se pone poética, lo digo sin ironía) originado por falta de estímulo o distracción, o por molestia reiterada. Si bien la falta de estímulo o distracción no la conozco, la “molestia reiterada” la siento casi diariamente, en cuanto me asomo a la realidad. Y ya puestos, veamos cómo define la RAE “realidad”: según su segunda acepción es “lo que ocurre verdaderamente”. Igual les sorprende tanto como a mí esta definición decimonónica de la realidad, su falta de cuestionamiento del concepto de “verdad”, pero precisamente por ello me sirve para esta reflexión.
¿Cómo sé, por ejemplo, lo que está “ocurriendo verdaderamente” hoy en un campo de refugiados de Lesbos? La opción más implicada sería tomar un avión y plantarme allí, y aun así, posiblemente, no sabría lo que está ocurriendo verdaderamente porque me faltaría conocimiento, contexto, información, vivencias, perspectiva. La opción más realista, es decir, en consonancia con las posibilidades reales de mi existencia, sería enterarme a través de las noticias que publiquen diversos medios de comunicación, sumando así perspectivas que me acerquen a esa realidad. Pero ¿de qué noticias hablo? Los campos de refugiados de Lesbos no tienen nada nuevo que ofrecer a los medios salvo el mismo horror que hace tres años. Escojo este ejemplo no por casualidad. Hace unos días oí en la radio una breve noticia: Médicos Sin Fronteras estaba intentando desplazar a algunos refugiados de Lesbos en condiciones críticas de salud. Desde que escuché la noticia he estado buscando más información, pero no encuentro nada, excepto un artículo que una joven voluntaria, Caroline Willemen, escribió para El Periódico sobre su experiencia allí. Otra opción a mi alcance es buscar información en las redes sociales de ONG que trabajan en Lesbos y ver qué se cuenta sobre esos posibles desplazamientos. Y ahí encuentro por un lado el impulso solidario, la desesperación, el compromiso, las llamadas de ayuda de los que intentan reducir la dimensión del horror en el que viven los refugiados. Pero también me encuentro con ese otro lado de la realidad, de lo que “ocurre verdaderamente” que no quiero ver, que me gustaría que no existiera: esos comentarios tan predecibles como despreciables del tipo “si tanto los quieres, mételos en tu casa”, o que si las mafias, que si el terrorismo.
Y ante este tipo de situaciones (la imposibilidad de entender realidades que ya no son noticia pero que deberían preocuparnos porque: ¿cómo podemos permitir que haya miles de personas viviendo en condiciones de campos de concentración en la Europa de 2019?; o la existencia de gentes que piensan que ese horror es aceptable o incluso deseable) es cuando a veces me entra ese cansancio del ánimo, ese hastío que me paraliza, que me impide reaccionar, pensar, escribir. Y es entonces cuando la angustia se me dispara. Porque sé que lo último que podemos hacer ahora es rendirnos, paralizarnos, quedarnos como vacas mirando al tren. Un tren que lleva su propia carga al matadero.
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