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Columna
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Recetas contra el odio

La canciller Merkel ha defendido que el límite de la libertad de expresión es la invitación al odio. Pero ¿hay otras fórmulas para neutralizar los agresivos mensajes de la ultraderecha? Grecia parece haber dado con la clave

María Antonia Sánchez-Vallejo
German Chancellor Angela Merkel speaks during a joint conference with Kazakhstan President Kassym-Jomart Tokayev (not pictured) at the Chancellery in Berlin, Germany, December 5, 2019. REUTERS/Hannibal Hanschke
German Chancellor Angela Merkel speaks during a joint conference with Kazakhstan President Kassym-Jomart Tokayev (not pictured) at the Chancellery in Berlin, Germany, December 5, 2019. REUTERS/Hannibal HanschkeHANNIBAL HANSCHKE (REUTERS)

Nunca tan contadas palabras han tenido más repercusión que el encendido discurso de la canciller alemana, Angela Merkel, para defender la libertad de expresión y a la vez, o por tanto, o pese a ello, la necesidad de atajar los mensajes de odio. Instantáneamente viral, su intervención ante un Reichstag atónito tras el barriobajero gesto de degüello de una diputada ultra a un adversario, ha recibido el aplauso de correligionarios pero también de ciudadanos y políticos en las antípodas ideológicas de la conservadora.

Pero el eco de esas palabras también invita a discutir si su tesis (“la libertad de expresión acaba donde se divulga el odio y se hiere la dignidad de otras personas”) es una invitación involuntaria a limitar en aras de un bien mayor un derecho fundamental, consagrado por la declaración universal de 1948. Algunas voces señalan el riesgo de que la frase “la libertad de expresión está garantizada, pero no sin coste” implique, cuando no propicie, la subjetividad o aun la discrecionalidad del poder a la hora de declarar peligrosas algunas ideas.

El debate se antoja pertinente. Es obvio que, dependiendo de quien mande, resultarán amenazantes unas ideas y no otras. Un mismo mensaje sobre asuntos sensibles y medulares como inmigración, nación o memoria histórica no se formula ni percibe igual en la Hungría de Orbán o la Alemania de Merkel, en la Polonia que ha obligado a Netflix a modificar mapas en un documental sobre el nazismo, o la España que debate la necesidad de instrumentar cordones sanitarios para minimizar la irrupción, cual elefante en cacharrería, de la ultraderecha en las instituciones.

Mejor sería atajar los mensajes de odio donde se originan, pero esa es labor de la política, y no del derecho; de la gestión pública del día a día en calles y barrios, donde más fácil prende el germen de la confrontación: la supuesta hostilidad vecinal contra menores extranjeros azuzada por los ultras en algunas ciudades españolas, o las segregadas banlieues francesas donde Le Pen arrasa. Pero una vez desembarcada en las instituciones, la respuesta a la agresividad de la ultraderecha debe ser aún más firme si cabe.

Francia y Alemania han puesto límites: no permitirle introducirse en las estructuras del Estado. Pero es Grecia, un país especialmente vilipendiado en los últimos años, la que parece haber dado con la clave: en una sola legislatura la ultraderecha ha pasado de ser el tercer partido del Parlamento a desaparecer de la vida pública gracias a un completo ostracismo institucional, político y mediático; a la persecución judicial de sus desmanes y el rechazo ciudadano en cada calle.

Así que menos alharacas mediáticas, con su efecto de agitada y confusa borrachera ideológica, y más dosis de serenidad y juicio para circunscribir la transmisión —y evitar el contagio— de los mensajes más torvos.

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