Élite tropical mexicana
México debe transitar el duro camino de construir una democracia de una vez por todas
Mientras analistas políticos en ambos lados del Atlántico discuten obsesivamente las políticas públicas que Andrés Manuel López Obrador ha implementado en México, la parte más transformadora de su Gobierno ha quedado silenciada. La principal contribución del Ejecutivo hasta ahora ha sido exponer, en tiempo real y con absoluta transparencia, la existencia de lo que en este texto llamaré la élite tropical.
Defino élite tropical como grupos sociales enquistados en la economía y la política mexicana que no fueron debilitados ni con la democratización electoral de principios de siglo, ni con las reformas estructurales de Peña Nieto. Estas élites han encontrado en el subdesarrollo mexicano cotos de poder que solo pueden mantenerse mientras el estricto orden social de dicho subdesarrollo no sea trastocado. Es decir, son grupos parasitarios que sobreviven alimentándose de un México congelado en una especie de tropicalidad poscolonial, una economía que le da beneficios magros a la mayoría y exponenciales a unos cuantos.
El objetivo de este texto es mostrar que el Gobierno mexicano ha hecho patente la existencia de esta élite tropical de forma tácita e implícita. De forma tácita, porque su popularidad --un fenómeno político no visto en México en más de 25 años-- es fruto de las acciones concretas que este ha emprendido contra los tropicales. El presidente está recogiendo los jugosos frutos dar voz a una feroz crítica contra las élites. De forma implícita porque los más estridentes fracasos de López Obrador pueden rastrearse a una y solo una tragedia de raíz. El que, para llegar al poder, su partido tuvo que asegurar la supervivencia de ciertas facciones de las élites tropicales. Demasiadas.
¿Quién es la élite tropical mexicana?
Nombro tropical a esta forma de élite en honor al ensayo publicado por Enrique Krauze en donde este acuñó el término “mesías tropical” para desarrollar un léxico que se convirtió en el común identificador de las características de López Obrador. El texto de Krauze planteó que el presidente vivió una niñez tropical y feliz, rodeado de un ambiente de veneración mesiánica hacia los hombres del poder. Sin embargo, tarde o temprano, sentenció Krauze, el mandatario tendría que descubrir que para gobernar democráticamente sería necesario pasar “del Altiplano a la aldea global”. Es decir, descubrir que la forma de hacer política que aprendió en el trópico no le permitiría empujar los cambios sociales que él buscaba.
Llamo élite tropical a una forma de élite mexicana que debe hacer lo mismo. Es decir, que debe descubrir que la forma en la que ha hecho política y negocios hasta ahora no es compatible con la democracia funcional que dice que busca. La condición necesaria para que México llegue a ser uno de los países globales que la élite tropical supuestamente admira es que la élite misma deje de tropicalmente subsistir a partir de los privilegios que obtiene del orden social del subdesarrollo mexicano.
Esta es la más grande paradoja de México y la razón por la cual no hay hoy en día discurso más radical que hablar de democracia. Una democracia que la élite dio por sentada porque les daba voz a ellos, pero que la mayoría del país no sabe dónde está. La élite tropical ha mantenido cotos de poder político o económico a la par de jactarse de tener “el mejor sistema electoral del mundo”. Y esto se debe a que la élite tropical es una es una fauna muy diversa.
La élite tropical son aquellos empresarios cuyos negocios solo pueden sobrevivir si pagan salarios precarios o si deprimen la competencia a partir de concesiones o dádivas políticas. Esto es común en México. De las dos mil empresas que ofrecen servicios de outsourcing, únicamente el 40% de ellas cumple con el pago de los impuestos y obligaciones laborales. Como identificó Gerardo Esquivel, académico y subgobernador del Banco de México, la mayoría de las fortunas mexicanas actuales pueden rastrearse a concesiones públicas o negocios monopólicos permitidos por el Estado. Ejemplos de ello son Carlos Slim (Telmex), Germán Larrea (Grupo México), Alberto Baillères (Industrias Peñoles) y Ricardo Salinas Pliego (TV Azteca) quienes en 2015 tenían en conjunto una riqueza superior al 8% del PIB de México. Los desequilibrios creados por este tipo de élite tropical son tales que la Comisión Federal de Competencia mexicana estima que el precio de la canasta básica es 98% superior debido a la existencia de monopolios. Así, pocos saben esto pero, quizá la forma más rápida de reducir la pobreza en México es aniquilar los privilegios de mercado que les han sido otorgados a las élites tropicales.
El sindicalismo corporativo es otro tipo de élite tropical. Líderes sindicales han aprendido a mantenerse en el poder a partir de negociar apoyos políticos y a costa de proveer adecuada representación a sus agremiados. Entre ellos, podemos nombrar a Víctor Flores Morales, líder del Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana, quien aparentemente recibe un millón 547.000 pesos mensualmente y un bono anual de diecisiete millones de pesos desde hace dieciocho años. En semanas pasadas, Flores fue acusado por veinticuatro mil trabajadores de fraude, extorsión y enriquecimiento ilícito. Muchos otros lo emulan en menor o mayor grado. La élite tropical se ejemplifica en la imagen del secretario general de la Confederación de Trabajadores de México, Carlos Aceves del Olmo, quien lució un Patek Philippe de veinte mil dólares, al tiempo que hablaba de mejorar la situación de la clase trabajadora con Peña Nieto.
La “prueba de Litmus” de la élite tropical es el uso de relaciones sociales para acceder a estatus y bienes. Algunas de estas relaciones parecen innocuas, pero son profundamente tóxicas. La élite hereda posiciones de prestigio como gremios medievales. Los apellidos de los líderes de cada industria o sector comercial son conocidos desde hace siglos. Es pasmoso que hasta entre grupos supuestamente meritorios, como el de los intelectuales mexicanos, los apellidos de hoy sean los del siglo pasado. A veces, ya en confianza, la élite tropical me susurra para preguntarme si yo tengo otro apellido. Mi apellido es muy mundano y lo asumen falso. Las élites no conciben un país sin contactos, nexos consanguíneos y clubes.
AMLO y la élite tropical
Considero que desnudar la profunda toxicidad de la élite tropical ha sido la principal contribución del primer año de Gobierno de López Obrador. Y con ello no me refiero a que el presidente deba ser celebrado por acuñar términos populares para desprestigiar a los ricos, i. e. fifí, mafia del poder. Tampoco a acuñar el término “élite” como ha hecho para identificar a todo Gobierno que lo precede. Nada de eso. Mi argumento es algo más profundo, algo que México debe reflexionar porque cambia de tajo la interpretación de su historia contemporánea.
Me refiero a que la popularidad y los fracasos del Gobierno han mostrado con prístina claridad que México ha adolecido de un verdadero proceso democratizador que elimine grupos tóxicos. La mal llamada democracia mexicana se definió de forma estrictamente electoral. Esto fue un error. Se llamó “democracia” a la alternancia política. Se llamó “democratización” a sacar al PRI del poder. La democracia, así definida, fue insuficiente. No trastocó los cotos de poder creados y mantenidos durante el PRIato. No desmanteló las redes de poder preexistentes.
López Obrador ha gobernado este año con una popularidad prácticamente inamovible porque ha utilizado su mandato para reforzar lo que la gran mayoría de los mexicanos sabía, pero se mantenía en silencio: que la mal llamada democratización mexicana se había convertido en un eufemismo. Una justificación grosera del statu quo. La hipocresía institucionalizada.
Élite tropical evidenciada por Morena
El primer año de Gobierno contribuyó a derrumbar el mito de que el voto había implicado la representación de las mayorías. Fue el presidente, por ejemplo, quien este año reveló información que entre 2007 y 2015 durante los Gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto condonaron impuestos por 14 mil millones de dólares a un grupo selecto de élites tropicales. Cantidad suficiente para erradicar la pobreza extrema si se transfiriera de forma directa a los más vulnerables. Fue el presupuesto diseñado por López Obrador el que sacó a la luz que de 2016 a 2018 tan solo diez organizaciones campesinas “gestoras”, la élite tropical del campo, habían recibido el 70% de la totalidad de los apoyos millonarios apoyos destinados al campo mexicano. Ello a pesar del enriquecimiento grotesco de algunos de sus líderes.
Las políticas implementadas por el mandatario descobijaron también la ideología de los economistas tradicionales que, envueltos en capas de supuestos injustificables, argumentaban que el salario mínimo mexicano debía permanecer por debajo de la línea de pobreza con tal de mantener la economía estable. El salario subió 16% en 2019, el aumento más importante desde 1997, y a pesar de ello la inflación se mantiene completamente controlada. Se implementó una reforma laboral histórica.
Así, mientras analistas políticos afines a las élites tropicales se limitan a observar en López Obrador a un factor de retroceso democrático, otros le reconocen que se haya atrevido a gritar que el emperador no trae ropas, que la democracia mexicana era ya, desde antes de su llegada, una quimera. Una quimera donde votar no significaba la representación popular, ni el acceso a bienes y servicios públicos que el estado debe proveer.
Es por ello que la popularidad, hasta ahora prácticamente inamovible, del presidente ha soportado golpes que a otros mandatarios habrían destrozado. López Obrador ha mentido en sus conferencias de prensa, ha enviado perfiles impresentables a ocupar posiciones de alta influencia pública, ha realizado consultas amañadas para tomar decisiones de inversión valuadas en millones de dólares, ha recortado al 30% de los trabajadores del Estado, ha implementado medidas draconianas de austeridad incluso en servicios públicos, ha dejado ir al hijo del principal capo del cártel de Sinaloa ante los ojos de la comunidad internacional, ha rociado con gas pimienta a presidentes municipales, y aún así, a pesar de todo, mantiene prácticamente el mismo nivel de popularidad que tenía al inicio de su sexenio.
Su primer año de Gobierno ha demostrado que, en la mal llamada democracia mexicana, la popularidad de un gobernante no depende, como se creía, de sus éxitos. Depende aún más, de las alternativas. En un México donde la alternativa al “mesías tropical” es la élite tropical es obvio que el 68% del país apruebe al Gobierno. No sabemos cuánto le dure la luna de miel de evidenciar al pasado.
Élite tropical encubierta por Morena
Aún más interesante es lo que los fracasos del primer año de Gobierno de López Obrador nos han enseñado. Las principales decepciones que ha creado su mandato se deben a que incrementalmente se ha vuelto obvio que facciones de la élite tropical han sobrevivido dentro de Morena, el partido gobernante.
Primero, porque llegar al poder requirió convertir a Morena es un partido cacha-todo, híbrido, que dio cabida tanto a los ideólogos del Obradorismo como a los políticos tradicionales de las élites tropicales. Así, dentro de las filas de Morena se encuentra tanto reconocidos líderes sociales como caciques. En Morena tiene cabida, por ejemplo, Napoleón Gómez Urrutia, líder sindical que heredó su posición de su padre y que ha sido acusado de utilizar los recursos de sus agremiados para su enriquecimiento personal. También está “Yaco”, un diputado representante de intereses campesinos que es afín a las organizaciones gestoras de la élite tropical del campo.
Más aún, el partido de López Obrador ha empoderado a gobernadores que han tenido acciones abiertamente antidemocráticas. Está el caso de Bonilla, gobernador del Estado de Baja California quien, con tretas legales, extendió su periodo de de 2 a 5 años. Y también Rutilio Escandón quien, en Chiapas, escondió su declaración patrimonial y ha sido acusado de conflicto de interés en algunos de sus nombramientos.
Todo parece indicar que, la aguerrida afrenta contra las élites tropicales del presidente tiene espacios donde es mucho menos beligerante. Así, escándalos que apuntan al posible enriquecimiento ilícito de ciertos individuos, no parecen haber sido tratados con la misma severidad cuando afectaron a Manuel Bartlett, un aliado del mandatario, que cuando afectaron a sus opositores, como es el caso de Medina Mora en la Suprema Corte de Justicia mexicana.
Finalmente, porque el Gobierno mexicano continúa pasando la prueba de Litmus de la élite tropical: el uso de relaciones sociales para dar acceso a estatus. La principal característica de los colaboradores de López Obrador es su lealtad, la cual se considera una virtud suprema y superior a la capacidad. Así, el presidente ha presentado programas de infraestructura con sumas que no cuadran, gastado millones en la compra de pipas que no cumplían con las especificaciones más fundamentales para poder transitar, presentado un informe energético ante inversionistas extranjeros con faltas gramaticales, y cortado partidas presupuestales que después notó que sí eran necesarias. La incapacidad evidente de algunas decisiones de López Obrador se debe a que no concibe formar un equipo sin contactos, nexos consanguíneos y clubes.
El futuro
Resulta una ironía que el principal éxito del mandatario no sean las políticas que ha implementado en su Gobierno, sino lo que su liderazgo nos ha enseñado sobre la democracia mexicana. Hizo una campaña política exitosa a partir de evidenciar la existencia de una élite tropical profundamente tóxica pero, trágicamente, no pudo llegar al poder sin tener que pactar con partes de ella.
Su Gobierno ha dejado al descubierto el gran trabajo que queda por hacer en México: la construcción de nuevos líderes e instituciones que, con menos bagaje y más fuerza, se impongan al orden establecido y a los cotos de poder. No hay evidencia más contundente de la importancia de esto que el hecho de que, los mismos monopolios económicos y políticos profesionales que se forjaron en los noventa, se hayan mantenido vivos hasta 2019. En México, no hubo Gobierno “democrático” alguno que trastocara los intereses de los poderosos. No hubo partido alguno que pudiera reducir la pobreza en la última década; nuestro programa social más efectivo se quedó enano comparado con el tamaño del problema que planteaba resolver. México es la “democracia” donde el Goliat siempre gana.
La tarea no es fácil. México debe transitar el duro camino de construir una democracia de una vez por todas. Rechazando la versión mínima que se ha implementado desde finales de los noventa y abrazando una que brinde resultados tangibles y desarrollo a la mayoría. Tener elecciones relativamente limpias y alternancia política no es suficiente remedio a la élite tropical.
Viridiana Ríos es analista política y profesora asistente visitante del Departamento de Gobierno de la Universidad de Harvard.
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