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Columna
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Ideología de trinchera

El problema no son los Trump, Le Pen u Orbán de turno. El problema es que sus discursos han logrado marcar el debate político

Máriam Martínez-Bascuñán
Diego Mir

A medida que el mundo se desoccidentaliza, Occidente se muestra más inseguro y desnortado. Una de las causas de la pérdida de hegemonía es la emergencia de otros gigantes geopolíticos, como China, lo que crea la falsa percepción de que la democracia ya no es garantía de prosperidad o bienestar social. Es el telón de fondo de la crisis de legitimidad de las democracias: la ruptura del contrato social. Y sin embargo, en lugar de perseguir más cohesión y solidaridad, la reacción es el repliegue identitario. Las ideologías ya no son la fuente de conflicto; hoy, triunfan los partidos y discursos que se ciñen, peligrosamente, a la resignificación de la cultura.

¿Cómo explicar si no las declaraciones de Aznar y Sarkozy sobre el futuro de Europa y su ataque al “multiculturalismo” y las “políticas de igualdad” bajo el subterfugio de las supuestas “raíces judeocristianas” de la Unión? Este sentido errático de lo que somos subyace a los problemas que hoy se presentan bajo retóricas populistas: necesitamos afirmar nuestra identidad ante el mundo, y lo hacemos negando lo que somos. Europa es una idea tan abierta y móvil que es un grave error encerrarla en una esencia. Goethe la describió como prometeica por su astucia y arrogancia, por su invitación constante y sin descanso a interrogarse, a cambiar, a transformarse, a ser aventurera.

Pero la defensa de lo que somos se hace desde el miedo, desde un discurso apocalíptico que ve monstruos por doquier y convierte en chivos expiatorios todo lo que huela a progresismo moral. Incluso la defensa del liberalismo se hace desde el chovinismo cultural. Al parecer, el “orden liberal” peligra, amenazado por “poderes neototalitarios”, un eufemismo para referirse a los inmigrantes, el feminismo o los valores ilustrados, el centro de nuestra identidad democrática. Nuestros jarrones chinos saben que esencializar el liberalismo es el paso previo para alcanzar una concepción iliberal de la democracia. Y, aun así, ese es su juego.

¿Qué tratamos de proteger bajo el mantra del orden liberal, pero con esa forma de pensar tan contraria al propio liberalismo? Convertirlo en una ideología defensiva lo desactiva, mutándolo en una fortaleza sin propuestas que se instrumentaliza para preservar el statu quo. Y ya se sabe, empiezas rechazando la igualdad y acabas sacando a tu país de Eurovisión por ser demasiado “gay” y feminizante, como ha hecho Orbán. Pero no nos llamemos a engaño: el problema no son los Trump, Le Pen u Orbán de turno. El problema es que sus discursos han logrado marcar el debate político para toda una década, trocando al liberalismo en una ideología de trinchera. El gran movimiento reaccionario está entre nosotros. Y va ganando.

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