El fin
Este es un adiós. Nos vemos, desde ahora, los domingos en 'El País Semanal'. Hasta que deba decir adiós de nuevo
La radio Spika del abuelo sonando a lo lejos, el olor a solvente, las ramas del olivo dejando caer gotas de sombra sobre el césped recién cortado, la tierra removida, las ciruelas aplastadas manchando las baldosas del patio, la pileta de lona repleta de agua y verdín, la jarra de vidrio con duraznos en almíbar brillando sobre la mesa de granito, los pasos de mi padre recién levantado de la siesta —el mechón de pelo cayéndole sobre la frente con una hermosura lesiva, aventurera, peligrosa, sus pantalones de trabajo, sus manos suaves— caminando hacia el patio, hacia los jazmines y las plantas de romero. Mi hermano y yo bajo el sol blanco del verano, el olor picante del sudor de los niños, mis gritos de entusiasmo —¡papi, papi!— celebrando que se hubiera levantado como si algo maravilloso estuviera por suceder, como si todos nos dirigiéramos en un carro triunfal hacia el resto del día. El mar de calas, las rosas tensas, las herramientas del abuelo —la azada, los rastrillos— dispersas entre los canteros, los surcos repletos de semillas, la parra, las higueras, los limones, las grandes cosas que iban a pasar y que al final pasaron. Pero entonces no pasaba nada, solo la languidez de estar allí hundiendo las manos en la tierra, tocando a mi padre como quien toca un tesoro, un juego demasiado grande, un dios. Estar allí dejando pasar las horas sin fuego en la cabeza, con el corazón completamente crudo. Semanas atrás estuve con mi padre. Hablamos. Le conté cosas. Estábamos en la cocina de la casa donde me crie, a metros de aquel patio. Miró el mantel. Me miró. Me dijo: “Hija querida, siempre te gustó jugar con fuego”. Y no supe si era un elogio o una orden. Quizás no he hecho aquí otra cosa —jugar, correr tras el fuego— durante unos cuantos años. Este es un adiós. Nos vemos, desde ahora, los domingos en El País Semanal. Hasta que deba decir adiós de nuevo.
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