Por qué todas las series son sobre pijos
Ellos escriben las historias, sus padres las financian y sus hermanos las interpretan
Días antes del estreno de la segunda temporada de Fleabag, Ellen E Jones escribía en The Guardian una columna en la que se unía al coro de palmeros de la serie. Pero añadía un elemento al discurso: Fleabag es para pijos. “¿Has visto la casa de su padre? Es enorme”, recordaba la periodista haber exclamado la primera vez que aparecía en pantalla el hogar del progenitor de la protagonista. Creo que hice lo mismo. Y cada vez que Phoebe bebe champán, sonrío. Antes era rencoroso, ahora soy gilipollas.
La otra noche cometí el error de empezar a ver Modern love. El primer episodio lo protagoniza una joven aspirante a crítico literario que vive en un apartamento con portero en una calle que, si no es Park Avenue, cae muy cerca. En un momento del episodio justifican esta disfunción con una vaina sobre que es un piso de renta antigua heredado. “¿Ves? Tiene sentido. Además, estas son historias reales”, me dijo mi chica, harta de que llevara todo el episodio quejándome. Como el primero me pareció un asco, vimos el segundo.
Hace ya bastante tiempo que el universo de la cultura de consumo está dominado por pijos. Nosotros las miramos hipnotizados como cuando entras en un portal inmobiliario, decides poner como precio máximo uno que triplica tus posibilidades y te quedas atrapado fabulando sobre cómo será vivir allí
De nuevo, los protagonistas vivían en pisazos y eran exitosos profesionales. Los secundarios residían en pueblos que parecían sacados de una fantasía rural hipster. Eso sí, toda esta bonanza económica se compensaba, como sucede en casi todos los productos audiovisuales que he consumido recientemente, con vidas románticas disfuncionales y pesadumbre existencial nivel usuario.
Hace ya bastante tiempo que el universo de la cultura de consumo está dominado por pijos. Ellos escriben las historias, sus padres las financian y sus hermanos las interpretan. Nosotros las miramos hipnotizados como cuando entras en un portal inmobiliario, decides poner como precio máximo uno que triplica tus posibilidades y te quedas atrapado fabulando sobre cómo será vivir allí.
Además, tras varios siglos acostándose entre ellos, o atrayendo a sus círculos a los mejores especímenes procedentes de cunas más humildes, los pijos son cada vez más guapos. Verlos actuar es todo un placer para la vista. Verlos llorar era el único consuelo que nos quedaba. Ahora ya ni eso. No contentos con exhibir ante nuestras narices sus casas y sus caras, ni siquiera nos permiten que nos alegremos por sus desgracias: han logrado nuestra empatía. Yo era de aquellos que siempre se preguntaban de qué vivían los protagonistas de Friends. Ahora soy de los que simplemente exclaman "qué casa más bonita" cuando aparece en pantalla una casa bonita.
Hace muchos años, entrevisté en un pueblo de Barcelona a un director de cine naturalista. Se quejaba amargamente de cómo en los rodajes los encargados de la puesta en escena siempre intentaban que las casas no tuvieran polvo, ni un objeto fuera de lugar. Debía frenarlos en aras de la verosimilitud. Luego fuimos a su casa. Al entrar exclamé: “¡Qué bonita!”. Lo era. Hablamos un buen rato de ella y del casero, que era lo que entonces llamábamos "franquista". Escribí sobre ella. Y sobre el casero. Meses más tarde me encontré de madrugada al director en un local poco recomendable del Born. Vino hacia mí con intención de agredirme. Lo que había escrito lo había leído el casero. Le había echado de la casa. Eran otros tiempos.
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